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Capítulo 2 Cual fuego de las entrañas

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Los años pasaron en el reino de Eirian. Como bien había anticipado Baris, lo trágico de la gran batalla se fue desdibujando con el devenir de los veranos hasta convertirse en un recuerdo glorioso. Las heridas eran ahora hermosas cicatrices. En ese mismo lapso, Sedian se había convertido en un hombre. Tenía los cabellos negros como el núcleo de la noche y un rostro andrógino de facciones perfectas. Su cuerpo era delgado y compacto, de cintura estrecha y hombros anchos. Su piel, tersa cual porcelana. No era rey como su padre, pero su osadía batalladora y el respeto que mostraba por los ancianos le habían valido una posición de privilegio dentro del clan. Era uno de los hombres más respetados –y temidos– de aquellos bosques. Lo apodaban la sombra de la libélula.

Junto a él –a la vera de un lago– una hermosa mujer lo contemplaba hechizada. Su nombre era Zura. Ella estaba enamorada de sus ojos profundos, de su piel de marfil, de su inalterable templanza.

La mujer rodeó el pecho del nórdico con el brazo y le besó el cuello.

—Desnúdame –le dijo al oído–. Permite que el calor de mi carne consuma tus deseos y los convierta en cenizas.

Zura era dueña de un atractivo hipnótico. Su voluptuosidad, su piel, sus largos y rojizos cabellos, todo en ella encantaba. Su belleza era legendaria en el reino de Eirian. Solo comparable con la de Loredana, la proverbial dama de los sauces. Pero no solo eran sus atributos físicos los que cautivaban. Había algo más, un aura silente, un componente intangible o, quizás, un aroma secreto. Alguna variable inasible convertía a Zura en un anhelo dulce e impetuoso para la carne mortal.

Las pieles de los dos ya se conocían. Muchas veces se había perdido él en un juego lívido entre sus pechos. Muchas veces ella había hincado las uñas en las carnes de su espalda.

—Hoy no, mujer cintura de miel –repuso Sedian con tajante cortesía.

Zura, sorprendida, intentó encontrar con la mirada los ojos del guerrero, y descifrar el porqué de su inhabitual desinterés. Pero este parecía estar perdido en las aguas del lago.

—¿Qué ocurre? –inquirió sin temor a mostrarse vulnerable–. ¿Ya no soy la protagonista de tus fantasías?

Sedian se volteó, envolvió a la mujer en un firme abrazo y, acariciando sus cabellos, le dijo:

—Casi puedo oír a los espíritus del bosque burlarse de mí al verme rechazar a tan perfecta mujer. Pero hoy no me siento digno de ti. Una extraña sensación de ansiedad trunca mi calma y mi deseo.

Ella sonrió con ternura y lo besó en la mejilla.

—Entonces no me toques ni me hagas el amor. Pero te pido, sujétame y hazme sentir amada.

El hombre y la mujer permanecieron fundidos en un abrazo hasta que el sol comenzó a descender detrás de las aguas.

Creyéndolo prudente, y antes que la noche terminase de adueñarse del paisaje, se marcharon hacia la Ciudad Gris, capital y corazón del reino de Eirian.

Todavía no había terminado de oscurecer para cuando llegaron. Aquella pequeña y antigua urbe, edificada sobre las costas del río Kenom, no era imponente ni embelesaba la vista de los viajeros, pero a pesar de no destacarse por su sofisticación –que no podía ni compararse a la de los elaborados núcleos urbanos del oeste– la Ciudad Gris era un lugar de ensueño. Se sentía acogedora, incluso en el más crudo de los inviernos, y parecía estar siempre adornada por una esencia dulce y protectora. Un lugar que se podía jactar de ser inmune al paso del tiempo y hermético a los cataclismos del mundo exterior.

Ni bien se acusó su presencia, un muchacho delgado y muy joven –más joven que Sedian– se les acercó. Era dueño de un caminar errático y un cuerpo desgarbado. No tenía la presencia de un guerrero, pero aun así a su derredor se percibía un aura de maciza autoridad. Sedian lo conocía muy bien, era Owen, el hombre de cristal, su primo hermano.

Cuando estuvo frente a ellos, el muchacho saludó a Zura con una educada reverencia y se expresó.

—Primo –dijo con su voz profunda–, te estábamos esperando.

—Mi rey –replicó Sedian con tono inexpresivo al momento que agachaba levemente la cabeza–. ¿En qué puedo servirle?

—Se hace preciso tratar un tema de suma urgencia –repuso el muchacho–. Por favor, acompáñame. Un concilio se ha formado en el templo y tu participación es requerida.

Mientras el rey Owen avanzaba hacia el punto de reunión, su primo, tal y como la tradición dictaba, caminaba a sus espaldas. No era ningún secreto que muchos ciudadanos de Eirian admiraban esta escena con extrañeza y desencanto. La misma extrañeza y desencanto que habían sentido cuando la corte druida le había entregado a él, y no a Sedian, el legendario anillo del rey –el mismo que Sarbon, años atrás, y vaticinando su destino, había voluntariamente depositado sobre el altar del templo antes de partir a la batalla–. Este rechazo generalizado hacia la decisión tomada por los maestros no tenía nada que ver con Owen en sí mismo, quien no solo era el último eslabón de un linaje milenario, sino que también era considerado un líder justo y ecuánime. Pero Sedian, por su parte, con todo su poder y belleza, era el perfecto arquetipo del orgulloso guerrero nórdico. Además, su padre había sido Sarbon, rey guerrero por antonomasia. Por esto, muchos hubiesen preferido ver la insigne corona sobre sus oscuros cabellos. El actual rey no era ajeno a esta disconformidad, y poco después de su nombramiento, y tomándose el atrevimiento de desafiar la decisión de los druidas, había ofrecido el anillo a su primo. Para su sorpresa, este lo rechazó alegando que él, Owen, debido a su mente expeditiva y nobleza espiritual, era el indicado para gobernar aquellas tierras. Desde entonces, Owen había demostrado ser un digno monarca, ganándose el respeto de su pueblo.

Finalmente, Sedian y Owen llegaron al templo. Allí los estaban esperando todos los druidas del Clan de las Cenizas y varios ciudadanos ilustres, todos sentados alrededor de una hoguera en el centro del templo.

Aquella ancestral edificación, al igual que la ciudad que la precedía, no se distinguía por poseer una arquitectura eximia. Consistía simplemente en once pilares de piedra descansando bajo el cielo nocturno y acogiendo, de forma casi respetuosa, un altar de cuarzo. Aquellas columnas habían sido el núcleo del Clan de las Cenizas desde los albores del mundo. Alguna vez, se decía, habían sido estatuas de los once hijos de Titbiz, árbol gigantesco que había dado nacimiento al bosque de Eloth. Pero, razón de los vientos y los años, ya todos los detalles se habían lavado y solo quedaban pilares de roca desnuda con alguna que otra arista que invitaban a imaginar la silueta de aquellos exquisitos individuos. Pero si bien la belleza artística ya había abandonado el templo, no así su magia. Nunca un mortal lo había pisado sin sentir, cual relámpago invertido, el milenario poder trepando por sus huesos.

El Clan de las Cenizas era una arcaica orden druida a la que prácticamente todos los habitantes de Eirian respondían. Un sistema regido por una economía basada en sabiduría que –según narraban las leyendas y los pergaminos– había sido fundado por los primeros hombres que se atrevieron a abandonar la espesura de los bosques, los hijos de Titbiz, según los escritos. Su nombre nacía de la creencia de que un nuevo orden basado en las leyes naturales escritas por Gálcam debía ser edificado usando como piedra fundacional las cenizas de las eras del caos y la entropía a las que la virtud del druida había puesto fin. Era un clan muy antiguo, y con muchos secretos.

El poder del ente no solo yacía en los recursos de sus druidas, también tenía una fuerte influencia política dentro del reino. Eirian contaba con un rey reconocido por todos, incluso por el mismo clan, pero la verdadera autoridad estaba, y siempre había estado, en las manos de los sacerdotes. Esta concentración de poder nunca había catalizado conflictos. Los guerreros de Eirian confiaban ciegamente en la guía de los druidas y eran, a su manera, también parte del clan.

—Por favor, siéntense y pónganse cómodos –los invitó Baris, el amable y hermoso anciano que aún entonces ostentaba la influyente posición de primer druida y, por supuesto, el anillo ligado a dicho cargo–. Hay una terrible noticia que me veré obligado a comunicarles.

Las plegarias de los árboles

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