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Capítulo 5 El comienzo de la destrucción

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Mientras esquilaba sus ovejas, un anciano campesino de las montañas Morth contempló cómo de entre los pastizales emergía una centena de hombres vestidos de negro. El líder del grupo era alto como la estatua de un conquistador. El anciano se sintió encoger ante la presencia de aquel individuo.

—¿Le puedo ayudar en algo, señor? –le preguntó el campesino, lívido de terror.

Maki analizó la precaria propiedad. Hubiese seguido adelante, sin invertir ni saliva ni tiempo en aquel insignificante individuo, pero vio algo que le hizo hervir la sangre.

—He notado que crece carqueja en esta zona –dijo el hechicero, quebrando la insoportable espera a la que había sometido al campesino–, prepare infusiones para mí y mis hombres.

El humilde anciano se puso de pie de un salto y caminó con paso rápido y nervioso hasta su cabaña. Su mujer, desconcertada, lo recibió.

—¿Quiénes son esos hombres?

—No tengo idea. Pero pon a hervir toda el agua que puedas y salgamos a recolectar carqueja.

Mientras los campesinos corrían de un lado al otro en el intento de saciar el deseo del hechicero, este permanecía inmóvil, con la vista fija en un escudo sobre la puerta de la cabaña.

—¿Qué seduce su atención, maestro? –le preguntó uno de sus esbirros–. Estos individuos no son eirianos. Aún no hemos llegado a sus bosques. Y no veo en ellos la estatura característica del guerrero, ni la insoportable paciencia que ilustran los druidas.

—Orienta tu mirada al escudo sobre su puerta –replicó Maki–, la mantis de once brazos representa a los once hijos de Titbiz, la semilla cósmica. Es el escudo del Clan de las Cenizas.

Unos minutos después, el campesino y su mujer comenzaron a traer ollas llenas con la infusión que el mago había solicitado.

—Solo poseemos cinco tazas –dijo, avergonzada, la mujer de anchas caderas y cabeza redonda–. Lo siento, es todo lo que tenemos. Deberán compartirlas.

Maki clavó sus ojos sobre la mujer. Entonces ella notó que aquel hombre no tenía iris ni pupila. Sus ojos, al igual que sus cabellos, eran blancos como la nieve.

—Verá –continuó, nerviosa–, dos de ellas pertenecen a mi esposo y a mí, las otras a nuestros hijos. Pero ellos ahora viven en la Ciudad Gris, por lo que no debe usted preocuparse. Pueden quedárselas.

—No se preocupe, serán suficientes –dijo Maki al momento que introducía su mano desnuda en el agua hirviente de una de las ollas y bebía un poco de infusión.

La mujer suspiró aliviada. El campesino dio un paso al frente y envolvió a su esposa con el brazo.

—¿Hay algo más que podamos hacer por usted o sus seguidores, buen señor? –preguntó.

—Nada –replicó Maki mientras bebía un poco más y le alcanzaba la olla a uno de sus esbirros–, no guardo asuntos con ustedes.

—Si ese es el caso, señor, mi mujer y yo nos retiraremos a descansar. Bendiciones en su viaje –dijo el hombre antes de hacer una reverencia y marcharse.

Maki, para sorpresa de sus seguidores, asintió inclinando levemente la cabeza.

—¿Quiere que les dé muerte a estos asquerosos aduladores de druidas? –preguntó un esbirro al momento que los campesinos ingresaban en su cabaña.

—No guardamos asuntos con ellos –replicó, tajante, el hechicero.

Cuando los mercenarios habían perdido toda esperanza de ver a su amo verter sangre nórdica, este extendió su largo brazo con la palma abierta. Unos segundos después, un gigantesco rayo de tormenta, negro, azul y plateado cayó sobre la cabaña de los campesinos. Su entera propiedad se redujo, en una fracción de segundo, a un cráter humeante sobre la roca andina, enrojecida por el impacto. Nada quedó de las ovejas, la cabaña o el humilde matrimonio.

En el rostro de Idris, delgado y lujurioso, se dibujó una sonrisa tan gigantesca como perversa. Nada le daba más placer que ver a su amo utilizar sus devastadores poderes. Megisto, por su parte, se indignó ante la maniobra. Qué forma tan necia de malgastar energía vital, pensó para sus adentros el alquimista, podría haberle pedido a cualquiera de sus esbirros que les corte el cuello a esos campesinos, no hacía falta destruir media montaña.

—No guardaba asuntos con ellos –volvió a decir Maki– pero, al igual que todos los miembros del Clan de las Cenizas, debían morir.

Las plegarias de los árboles

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