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Capítulo 11 Los vicios del coloso

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Concluido el concilio y teniendo la autorización para presentar resistencia a la subyugación del mago, Sedian, Vricio y Leto se dirigieron a Los vicios del coloso, una sombría taberna ubicada en la orilla oeste de la ciudad. Era poco frecuentada y no solía ser lugar de eventos sociales de magnitud. Siempre bajo la sombra de Elixir de la montaña, la taberna más distinguida y popular de la Ciudad Gris. Los vicios del coloso solo albergaba viajeros que por algún motivo habían terminado en las remotas tierras del norte, una estrecha pero fiel clientela que prefería el cobijo de la luz tenue y la madera húmeda a la hora de ahogar sus penas y, en esta oportunidad, a un grupo de guerreros que poca idea tenían de la épica aventura en la que estaban por verse envueltos.

A Sedian, Vricio y Leto se les sumaron otro puñado de guerreros, quienes, habiéndose enterado de la noticia, manifestaron su deseo de unirse a su causa.

Entre estos se destacaban Tarla, la excampeona, y Eric, el herrero. A pesar de su avanzada edad, Eric había optado por respaldar la causa de Sedian y los demás. Había visto a Nial y a Sarbon perder la vida a manos de Maki. Y por la amistad que lo había unido a ellos, no podía permitir que sus hijos compartiesen sus destinos. Sedian y Vricio era todo lo que quedaba de sus viejos amigos. Debía protegerlos.

Se acomodaron todos en una mesa junto a una mohosa columna de roble.

—Una ronda de hidromiel, cantinero –alzó la voz Vricio al momento que elevaba la palma de la mano.

—Agua ardiente para mí –rectificó Eric.

—Y en mi caso, vino. Si es posible –añadió Leto.

Menos de un minuto después, el cantinero, quien no era sordo a las noticias, se acercó con las bebidas. Solo unos tragos bastaron para que todos supiesen que aquella noche el anciano propietario les había dado lo más eximio que su despensa. Si poco en la vida pueden hacer los cobardes, aún menos pueden hacer en la guerra. Pero ofreciéndoles lo mejor de lo mejor al precio de lo peor, el cantinero se permitió sentir, por un momento al menos, el sabor de la redención.

—Cantinero –alzó la voz Leto, el único que aún no había bebido, al momento que levantaba su botella de vino–, ¿podría pedirle que por favor me cambie esta botella por una de Ensueño de Hada?

El cantinero lo miró extrañado.

—Ese vino que sostienes en tus manos es de lo mejor de mi despensa –dijo–, normalmente lo vendería a tres monedas de oro. Ensueño de Hada es un vino mediocre.

—Lo sé muy bien, amigo –replicó el bardo.

—¿Y aun así deseas que te lo cambie?

—Sí. Por favor.

—Como gustes –replicó el cantinero con tono cínico al momento que arrancaba la botella de las manos del bardo. Unos momentos después volvió con la bebida inferior. Leto sintió que las miradas de sus compañeros lo acosaban, incapaces de entender sus acciones. ¿Por qué prefería la mediocridad sobre la excelencia?

—Uno debe tener cuidado con el buen vino –dijo, sonriente, al momento que le daba el primer sorbo a su Ensueño de Hada–. Una vez que se paladea la excelencia, nada inferior te satisfará. El buen vino es mezquino, costoso y esquivo para los hombres del bosque y el laúd, como yo. No serán muchas las situaciones en las que accedas a él, beberlo significaría arruinar el disfrute de todos los otros alcoholes. Yo prefiero quedarme con los vinos mundanos, porque siguen siendo dulces y suaves, y siempre están prestos a llenar tu copa.

El comentario de Leto generó sonrisas en los rostros de Vricio y Eric. No así en el de Sedian.

—Está muy bien, amigo bardo –dijo el herrero encogiéndose de hombros–, cada cual disfruta a su manera. Mis pulsiones son distintas, pero lo que dices es lógico. ¡Yo jamás podría rechazar un vino de excelencia! –exclamó riendo–. Pero no te juzgaré. Allá tú y allá yo.

—¿No te intriga conocer el sabor de la exquisitez? –preguntó Sedian sin poder contenerse–. Estás por alistarte en una batalla en la que puedes morir, ¿no te perturba la idea de dejar el mundo sin haber saboreado lo mejor?

—No pienso en la muerte ni en que pueda morir –replicó el bardo con tranquilidad–. Y por supuesto que me intriga. El asunto es que, si yo lo aceptase ahora, por estar este cantinero dispuesto a obsequiarlo, en el futuro viviré añorando su sabor. No quiero eso. Si yo hoy probase lo que me ofrecen, este vino que disfruto ahora mañana se sentirá cual vinagre. No puedo pagar una buena botella, probablemente nunca pueda. En mis futuras visitas a las tabernas no haré sino añorar aquella vez cuando bebí de lo mejor, y me sentiré un miserable.

—Somos distintos –concluyó Sedian y no habló más sobre el tema. No quería prolongar un debate sobre vinos cuando había cosas más importantes de las que hablar. Pero no se identificaba con el bardo, él prefería que sus momentos de disfrute fuesen escasos pero reales. Jamás podría disfrutar un vino mediocre sabiendo que en la despensa de la cantina había uno mejor. No era una cuestión filosófica o de actitud, sino de naturaleza.

Los nórdicos se regalaron algunos minutos para disfrutar sus bebidas y distenderse. Luego, comenzaron a discutir lo que debían discutir.

—¡Ah, qué horrenda tarea ha caído sobre nosotros! –dijo Leto echando la cabeza hacia atrás y contemplando el gastado techo, entre cuyas grietas se vislumbraba el abovedado cielo nocturno y sus magníficas estrellas–. Cómo me gustaría que fuese solo un sueño maltrecho, y que todo pudiese ser sanado con un dulce despertar.

—Pero no lo es –exclamó Vricio antes de hacer una breve pausa y darle un sorbo a su hidromiel–. Este desafío ha cruzado nuestro camino y deberemos hacerle frente. No será sencillo, de eso no hay duda. Somos pocos y no contamos con el apoyo de los druidas. Pero aun así debemos encontrar la forma de triunfar sobre Maki.

—Tendremos que ser muy astutos si queremos tener una oportunidad de vencer –acotó Tarla mientras asentía con la cabeza.

—Tampoco contamos con una estrategia –agregó Eric–. Y es imperativo que tracemos una, y buena. De lo contrario, escasa oposición significará nuestro acero frente a la elaborada hechicería de nuestros adversarios.

Las miradas de todos los presentes se posaron sobre Sedian. Desde que había derrotado a Vricio tres años atrás, se había alzado como el gran referente bélico del reino. El indiscutible campeón. Debía ser él quien liderase a las fuerzas de Eirian en contra de Maki. Pero al parecer él no lo creía así. No acusaba recibo de la implícita presión de sus compañeros, obviando las miradas que lo acosaban. Permanecía silencioso y ensimismado. Oculto detrás de sus ojos.

—¿Nos sugieres algo, valiente Sedian? –inquirió Eric, el herrero–. ¿Se te ocurre alguna ingeniosa estratagema o algún plan que nos pueda ayudar a derrotar a nuestro enemigo?

—No –replicó este con los ojos a media asta.

—Déjame decirte que todos esperamos mucho de ti –agregó Tarla.

—Sedian –se pronunció Leto con voz serena–, de más está decir que todos aquí te respetamos y seguiremos a la guerra. Pero necesitamos algún tipo de liderazgo de tu parte, o al menos una participación más activa, tú encabezas esta misión. Eres nuestro campeón.

Sedian se inclinó hacia delante, apartó su vaso de agua con el revés de una mano carente de anillos, y cruzó los brazos sobre la mesa. Él jamás bebía alcohol.

—Mi alma y mis espadas están atadas a la causa –dijo– pero temo que en lo que a liderazgo se refiere, no podré ser de gran ayuda.

—¿A qué te refieres? –le preguntó Eric–. Pocos hombres en Eirian saben más de la guerra que tú. Has combatido en innumerables batallas y conoces cada pasaje del Libro de los cuatro escudos y la lanza. Tienes todo lo necesario para guiarnos a la guerra.

—Mis conocimientos bélicos son de otra naturaleza.

—Compañero –intervino nuevamente Leto–, tus palabras no están siendo claras. Por favor, explícate.

—No quiero, ni creo poder dirigir una compañía.

—¿Pero qué dices? –exclamó nuevamente el herrero, ahora irritado.

—No soy un rey ni un general, soy un guerrero.

—¡Patrañas! –alzó la voz Vricio–. ¿Acaso pretendes pelear en soledad?

—No. Simplemente les hago saber que no cuento con las aptitudes de un líder. El conflicto para mí es un fenómeno personal. No soy de los que ven la batalla como un todo y sienten a sus hombres como aprendices de su voluntad –la sombra de la libélula hizo una pausa y clavó sus ojos sobre el herrero–. Tienes razón, Eric, sé mucho sobre la guerra, he estado en la batalla de la costa y la niebla, donde los enemigos nos superaban en dieciséis a uno. También he participado del choque de los gigantes de bronce donde vi pelear a un dragón. Sí, a un dragón. Lo vi sobrevolar a nuestro ejército e incinerar a miles de hombres. Y a ambas batallas he sobrevivido. Sé mucho sobre la guerra, o al menos lo suficiente como para comprender que un buen guerrero no es lo mismo que un comandante.

—Entonces –dijo Tarla con una voz pacífica pero desencantada–, ¿rechazas el liderazgo que te ofrecemos?

—Agradezco el honor, pero sí, lo rechazo.

—¿Estás completamente seguro? –insistió Leto.

—Completamente.

—Qué lástima –finalizó el herrero–. Todos creíamos que serías el indicado para llevarnos a la victoria.

Vricio descargó sobre Sedian una mirada furibunda, pero este no respondió o no se percató.

—Bueno –dijo–, ¿alguno de los presentes quiere agregar algo? ¿Alguno tiene una idea en mente que quiera compartir?

No hubo respuesta.

—¿Y tú? –preguntó Eric dirigiéndose a Leto–. Tú solías ser un bardo, ¿no es así? Conoces los bosques y las montañas de este país mejor que nadie. ¿No se te ocurre alguna forma de aplicar ese conocimiento a la presente causa?

—Es verdad que supe ser un bardo alguna vez. De hecho, lo sigo siendo aunque ya no viva como uno. Ya no cumplo con los hábitos y las costumbres, pero mi amor por la naturaleza sigue intacto –replicó Leto al momento que llevaba sus manos a las rodillas. Su semblante fresco y despreocupado era el eco de las memorias que volvían a florecer ante sus ojos cuando recordaba su vida en los bosques–. Conozco todos los árboles de Eloth, y bajo la sombra de cada uno de ellos he disfrutado alguna vez de una siesta serena. Pero –dijo al momento que su tono de voz se volvía repentinamente más lúgubre– no se me ocurre cómo aplicar dicho conocimiento a la causa que hoy nos compete. Nunca recorrí los arbolados senderos pensando en la guerra.

—Vamos –insistió el herrero–. Tú podrías guiarnos. Tiene que haber algo de esa sabiduría que nos pueda servir en un momento como este.

—Es que no sé qué quieres que diga, amigo –repuso Leto con una sonrisa incómoda y encogiéndose de hombros–. No soy un guerrero. Eloth es un bosque gentil y rico en leyendas. Guarda sus secretos, pero estos no suelen ser oscuros ni peligrosos. Las primaveras son verdes y fértiles. Los inviernos, aunque fríos, son más piadosos que en tierras de similares latitudes. Y si bien es cierto que puede ser traicionero para aquel que se adentra en él sin el conocimiento adecuado, las tragedias son inusuales. No cuenta con ningún valor militar que, al menos yo le pueda hallar.

—Entiendo –dijo Vricio en voz baja al momento que comprimía su vaso entre las manos–, otro que tampoco puede colaborar debidamente.

El encuentro de la acéfala compañía se prolongó hasta avanzada la noche sin que los nórdicos pudiesen llegar a una conclusión satisfactoria. Eran casi las tres de la madrugada y no habían hecho más que discutir planes insustanciales. El planeamiento militar a gran escala no era su fuerte. Ninguno tenía estudios formales en dicho aspecto. Los debates con relación a las estrategias a las que podrían recurrir no eran fluidos y siempre terminaban empastándose. Cada vez que alguien proponía una estratagema, y se la empezaba a analizar, no pasaba mucho para que el resto de los presentes, y hasta el mismo autor, le hallasen cualquier cantidad de defectos e inconsistencias.

La falta de unidad lógica era un típico problema de los guerreros del norte. Porque si bien valientes y bizarros, solían ser impulsivos a la hora abordar los conflictos. Siempre habían sido los druidas, quienes, por ser individuos sofisticados, prestaban de su sapiencia para resolver aquel tipo de cuestiones. Pero en aquella oportunidad el rey había decretado que los druidas deberían escoltar a la gente fuera de la Ciudad Gris. No colaborarían en la batalla. Razón por la cual los guerreros se encontraban solos y a la deriva.

—Como ya he dicho –alzó la voz uno de los presentes–, creo que enfrentar a Maki es lo correcto y estoy más que dispuesto a hacerlo. Pero no quiero desperdiciar mi vida en vano. Si no contamos con un plan medianamente lógico, creo que optaré por unirme al éxodo. Y recomiendo que ustedes hagan lo mismo.

—Comparto tu línea de pensamiento –lo acompañó Leto–. Yo también estoy considerando desvincularme de esta misión si no llegamos a concretar una unidad lógica.

Vricio miró a sus camaradas con furia.

—¡Cobardes! –sentenció–. ¡Son unos cobardes! ¿Desde cuándo un guerrero abandona una batalla porque las probabilidades no lo favorecen? ¡Ustedes no son dignos de llamarse ciudadanos de Eirian ni miembros del Clan de las Cenizas!

—No temo inmolarme si mi sacrificio colabora en la obtención de un bien común –replicó Leto con severidad–, pero tengo demasiado respeto por la vida como para malgastar la propia sin razón alguna. Tengo una hija y la quiero ver crecer, si mi sacrificio le garantiza un futuro, a él me entrego sin miramientos. Pero no la privaré de un padre por un mero fanatismo.

—¿Fanatismo dices? –rugió Vricio en el momento en que se ponía de pie. Su porte era impresionante. Si bien no era mucho más alto que sus compañeros, el volumen de sus hombros y espalda lo hacía verse como un coloso. Daba la sensación de que, si quisiese, podría triturar el cráneo del bardo con una mano. Tal su corpulencia. A pesar de esta desigualdad, Leto no se intimidó ni esquivó su mirada–. ¿Acaso te atreves a llamar fanáticos a quienes están dispuestos a sacrificar sus vidas por su tierra y su clan? –continuó el berserker con ojos ardientes.

Leto permaneció inmóvil y silencioso tras las palabras de Vricio. Pero el fulgor de sus miradas hacía pensar que un nuevo duelo estaba por comenzar.

—Caballeros –se escuchó una oportuna voz provenir de una mesa cercana–, discutir entre ustedes no aportará nada a su causa.

Todos se voltearon a ver a quien había hablado. Era un hombre delgado que bebía vino. Tenía el rostro oculto dentro de una capucha de tela parda. Había estado sentado junto a ellos largo rato, aunque hasta entonces no había alzado la voz.

—Tu consejo es sabio, forastero –le contestó Vricio con el ceño fruncido–, pero nuestros asuntos no son de tu incumbencia.

—He oído las terribles noticias –continuó diciendo el misterioso individuo– y me encantaría poder unirme a ustedes.

—En ese caso trae tu botella a nuestra mesa –replicó el berserker en el momento en que volvía a tomar asiento–, cualquiera que pueda blandir una espada es bienvenido a nuestra causa.

El forastero se puso de pie, era alto y longilíneo. Se acercó a los guerreros y se posicionó en una esquina de la mesa. Aún entonces su rostro no pudo ser vislumbrado.

—Estoy más que dispuesto a blandir mi espada en contra de Maki –dijo con voz cavernosa–, aunque dudo de que eso sea de mucha ayuda. Los dioses no me han bendecido con un brazo fuerte como a ustedes. Pero creo que puedo proveerles una ayuda de otra naturaleza.

—Te escuchamos –le dijo Leto con un tono gentil, aunque escéptico.

—Estoy dispuesto a ayudarlos a cuadrar la estrategia y plan de batalla que tanta falta les está haciendo. Y a liderarlos, si es que ustedes quisiesen permitírmelo.

Las plegarias de los árboles

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