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Capítulo 1 La Fría y la Divina

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Al filo de un bosque de árboles y tiempo, un grupo de guerreros se despedía de sus familias.

—No vayas, padre –rogó el hijo–. Deja la guerra a otros, a quienes la deseen. Tú quédate aquí, conmigo. Permite que sean los espíritus del bosque quienes nos libren de la maldad que acecha. Permite que sea la bella Aveleth quien le haga frente a quien nos amenaza con muerte y destrucción.

—No –repuso el padre, varón erguido de mirada firme y mejillas curtidas por el viento–. Mi deber como rey me invoca, y a él respondo. Los espíritus del bosque no luchan en nombre de los mortales, nunca lo han hecho ni nunca lo harán. Es pecado del hombre enemistarse con el hombre, y es el hombre quien debe responder por sus fallas.

Sedian no insistió. La voz sólida y decidida de su padre le hizo entender que sus palabras, si bien agradecidas, no torcerían su decisión.

El rey Sarbon despidió al infante con un beso en la frente.

—Adiós, hijo, te amo más que a los ríos y a los árboles.

Sedian contempló a su padre alejarse, era solo un niño y el dolor caló profundo en sus entrañas, contuvo el llanto.

Seguido por Nial, el gran campeón de Eirian, Baris, el primer druida del Clan de las Cenizas, y otra horda de valientes nórdicos, el monarca se internó en el bosque de Eloth. Todo el reino contempló, con las manos apretadas y los ojos vidriosos, a los valientes marcharse. Excepto Sedian, él no quiso mirar. Con la frente sobre el muslo de la reina, despidió a su padre en silencio.

Los héroes marchaban a la guerra, a enfrentarse a Maki y a sus esbirros malditos. Maki era un hechicero oscuro, un maestro de las artes ocultas. Había llegado a los bosques de Eloth maquinado por la ambición y siguiendo una vieja leyenda que prometía que, entre aquellos milenarios árboles, yacía oculto un formidable poder. Los guerreros de Eirian, negados a que su bosque fuese profanado por un alma maldita, partieron al crepúsculo a detenerlo. Y no fue hasta el crepúsculo siguiente que regresaron.

Con las montañas de Morth a sus espaldas y la fría luz matutina brillando sobre sus escudos, emergieron del bosque. Sus cuerpos abatidos y la drástica reducción en sus números evidenciaban lo cruenta que había sido la batalla.

Baris, el druida, alzó la voz y proclamó la victoria sobre el hechicero. Informó al resto del clan que, tras una larga contienda que se había prolongado toda la noche, Maki había sido satisfactoriamente repelido. A pesar del cansancio y las heridas, habló con voz clara y firme. También hizo saber que las bajas habían sido significativas, y que entre los caídos se hallaba el rey Sarbon.

—Algún día se cantarán canciones sobre este gran triunfo –agregó el sacerdote, abatido por la tristeza–. Pero hoy no.

Al escuchar la temida sentencia, Sedian sintió cómo su corazón se despedazaba dentro de su pecho. Pero aún entonces no lloró. Con movimientos mudos se alejó de su madre y sobre unos alejados pastizales se desplomó. Miró sin voluntad ni esperanza hacia el milenario bosque que su padre jamás abandonaría. Los años dulces habían terminado. Ya nunca se refugiaría debajo de su brazo protector en los inviernos, ni escucharía atento junto al fuego sus sabios consejos.

Su duelo fue interrumpido cuando una figura, abriéndose paso entre la hierba, se le acercó. Era alta, robusta y tenía sus vestiduras bañadas en sangre. Si bien notó la presencia, Sedian permaneció inmóvil y con la vigilia errante. Algo dentro de él se había marchado con la muerte de su padre y ya nunca volvería. El corpulento individuo introdujo las manos en sus vestiduras y extrajo dos magníficas espadas.

—Tuyas –exclamó Nial al momento que las enterraba en la tierra–. La Fría y La Divina, las espadas de tu padre. Llévalas con honradez o no las lleves nunca.

Tras haber hablado, el campeón se alejó por última vez. Sedian permaneció un largo rato inmóvil. Finalmente torció el cuello y volcó su atención sobre las espadas. Aún era un niño para muchas cosas, como el frío o el amor, pero ya era lo suficientemente hombre como para haber comprendido a la perfección las palabras de Nial. El joven príncipe se puso de pie lentamente y contempló las armas en absoluto silencio. Eran bellas como nada que hubiese visto antes. Se hallaba frente a una encrucijada de la cual no habría retorno, y era plenamente consciente de ello. Si las empuñaba en ese momento, ya nunca podría librarse de ellas ni del camino del guerrero. Desde la lejanía, su madre lo observaba. Ella no intervendría. Era él quien debía tomar la decisión: seguir la senda de su padre, o caminar otros rumbos, más pacíficos e insípidos. La luz del naciente sol impactaba contra los filos de las armas generando un espectáculo digno de un fresco. Sedian clavó su mirada en el verde perpetuo. Luego, arrancó las espadas de la tierra, la tierra que ahora estaría por siempre condenado a defender.

Las plegarias de los árboles

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