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Capítulo 2
ОглавлениеLe despertó alguien llamando a la puerta. Richard no recordaba que el sonido del timbre fuese tan estridente ni que pudiera oírse con semejante claridad en el primer piso, al otro extremo de la casa. Soportó como pudo ese estruendo que le perforaba las sienes, mientras maldecía a quien carajo había tenido los arrestos para despertarle tan pronto, aunque no tuviese ni idea de qué hora era. Resistiéndose a enfrentar la jaqueca y la sequedad en la boca con el regusto pringoso del alcohol, se cubrió la cabeza con la sábana y se giró hacia la pared con penosa dificultad. El timbre continuó, acompañado ahora con un par de enérgicos golpes en la puerta. Acto seguido, sonó su teléfono móvil, que debía de estar en algún lugar de la lúgubre habitación, escondido entre las ropas esparcidas por el suelo, debajo de la cama o todavía anidando en el bolsillo de algún pantalón o de su chaqueta. Se quedó inmóvil y cerró los ojos con fuerza y obstinación, dispuesto a esperar a que el alboroto con que le recibía el día se acabara de una vez por todas para poder seguir durmiendo y no tener que dedicar un segundo más a soportar el punzante dolor de cabeza. El silencio duró solo unos instantes y, de nuevo, sonó el móvil. Consiguió incorporarse y abrir los ojos. Esparcidos por el suelo estaban los ansiolíticos, camuflados entre las hebras de la alfombra, dando la impresión de que emergían desde las profundidades de la casa. Arrastrado por la vista, su cerebro encontró los ánimos para despertarse y, de paso, recordarle el estrambótico y vergonzoso intento de suicidio, si es que se le podía llamar así.
Tanteó el suelo siguiendo la insistente melodía del teléfono y, sin llegar a mirar la pantalla, lo apagó. Con los ojos cerrados gateó hasta la cama, aplastando aquí y allá las pastillas blancas, que a veces crujían con delicadeza. El somier le recibió con su habitual escándalo hasta que logró encontrar de nuevo una postura cómoda. Entonces fue cuando escuchó la voz de Sarah, llamándole. La primera vez la consideró como parte de un sueño, o de una pesadilla. Un nuevo recordatorio desde su inconsciente de que su matrimonio había sido una tortura y ella ya no estaba. Pero Sarah volvió a gritar y Richard pudo visualizarla en el jardín, debajo de la terraza que daba a la playa. Hasta reconoció el golpe de una piedrecita en el cristal del enorme ventanal, como muchas veces había hecho en el pasado. El corazón se le aceleró y, sabe Dios por qué, se emocionó pensando que ella venía a pedirle perdón y que, de algún modo mágico, se podían eliminar los interminables años de sufrimiento. Bastó un inconfundible “me cago en la hostia” de su exmujer para hacerle recordar que, a pesar de su negativa, ella había insistido en llevar un agente inmobiliario a la casa, a su casa, para estimar el precio de mercado. El dolor de cabeza se disipó de golpe y cualquier fantasía de una posible reconciliación se evaporó, reemplazándose por una sensación más habitual, la de la ira, y otra novedosa: la sorprendente repulsión que le ocasionaba Sarah.
Por un instante barajó la posibilidad de seguir agazapado en su habitación, ignorando por completo a su exmujer y a la agencia inmobiliaria. Estaba en su derecho. Pero le asqueaba que ella pensara que lo intimidaba, que lo imaginara dentro de la casa, acobardado, oyéndola blasfemar, pero sin los arrestos y la entereza para enfrentarla. Richard prefería manifestarse, mostrarle su desprecio a la cara, negarle la entrada a la casa y mandar a tomar por culo al agente que la acompañaba. Aunque para eso tendría que adecentarse a toda prisa, darse una ducha que le despabilara los suficiente para mostrarse inflexible en lugar de somnoliento y quejumbroso, reducido por el persistente dolor de cabeza que le estrujaba el cráneo cada vez que giraba el cuello. Pero lo que finalmente le decidió a ponerse un pantalón a toda prisa y bajar las escaleras a una asombrosa e inesperada velocidad, incluso sin el efecto reparador del agua caliente, fue el sonido de la cerradura. Había olvidado que Sarah aún conservaba una copia de las llaves y, todavía peor, mientras bajaba trastabillado y descompuesto hasta la puerta principal, recordó que no había cerrado con llave para facilitar que encontraran su cadáver sobre la cama. En esa fantasía que había construido la noche anterior, Sarah lloraba compungida y llena de culpa ante el hallazgo de su cuerpo inerte, que tan indiscutiblemente ilustraba el sufrimiento que ella le había causado. Era un pensamiento pueril que en nada se asemejaba a la sensación de ridículo que le embargó al ver la cara de Sarah, furibunda y asqueada, sin ningún rastro de compasión o empatía. Richard consiguió bajar los dos últimos escalones y enderezarse con cierta dignidad.
—No tienes ningún derecho a entrar en esta casa sin mi permiso.
Las primeras palabras salieron susurradas de entre sus labios raspándole la garganta. Pero consiguió acabar la frase rebosante de energía, casi en un grito grave y poderoso, señalando la puerta con el dedo en un inequívoco gesto que la conminaba a salir. Vio la confusión en la mirada de su exmujer y eso le animó a seguir sacando pecho. La carrera escaleras abajo y la súbita ira habían acabado casi por completo con el dolor de sus sienes.
—Fuera de aquí. Largo.
Sarah reculó unos centímetros y apartó la mirada con un mohín de desagrado.
—Apestas a alcohol, joder.
Richard contuvo el impulso de olfatear su cuerpo o su aliento.
—Que te vayas. Ya.
Esta vez ella no se movió. Antes de hablar, llena de desprecio, agitó la mano frente a su nariz.
—Teníamos una cita a las once y son las once y cuarto.
—Pues ya no la tenemos.
—¿Quién lo dice?
—Lo digo yo.
Desde el otro lado de la puerta, un joven regordete con traje azul y un pin en la solapa con el logo de la agencia inmobiliaria, el mismo que cubría la mitad de una cartera que sujetaba junto a su pecho con ambas manos, asomó la cabeza.
—Yo puedo venir cualquier otro día… No hace falta que sea hoy.
Richard y Sarah clavaron la mirada en la sonrisa nerviosa y forzada del joven. A la inesperada intromisión le siguió un silencio incómodo que ninguno quiso romper de inmediato. Unos segundos después, que al agente inmobiliario le parecieron años, Sarah suspiró vencida por el hartazgo.
—¿Mañana?
El joven regordete asintió con alivio. Richard avanzó hasta la puerta, la abrió de par en par e invitó a Sarah a salir con un movimiento de cabeza. Ella se paró frente a él.
—Mañana, Richard.
La empujó hasta que estuvo al otro lado del umbral y cerró la puerta, al tiempo que le advertía con la mayor serenidad de la que fue capaz: “Esta casa no está en venta”.
A través de la puerta, pudo escuchar a Sarah maldecir y rogarle que le dejara vivir en paz. Al contrario que su exmujer, y aunque fuera extraño, él no estaba seguro de que eso fuese lo que esperaba de ella, que desapareciera de su vida de una puta vez. Él quería otra cosa, lo mismo que había deseado durante los últimos años: que Sarah fuese una persona distinta, que involucionara hasta convertirse de nuevo en la mujer que había sido durante tanto tiempo. Cómo habían conseguido llegar a ese punto era, al menos en parte, todo un misterio. Cuando los dos reconocieron el hastío de la relación, hacía mucho tiempo que ya no eran pareja. Él, habituado al silencio y al mutuo desprecio, la había observado desde la cocina con manifiesta indiferencia, sorbiendo parsimoniosamente un café. Y ella se había girado una última vez para mirarle, buscando en los ojos de Richard alguna razón para quedarse y no acabar con diecisiete años de matrimonio. No debió encontrar nada, porque cerró de un portazo que resonó durante unos segundos por toda la casa. Richard había sonreído y había continuado el día con su rutina habitual. Lo normal, o al menos eso era lo que pensaba él, era que no le hubiera importado un comino que un día, harta de lágrimas y desesperanza, ella hiciera un par de maletas y se fuera sin mediar palabra. Sin embargo, por la noche, en la soledad del cuarto, le sorprendió una punzante angustia en el pecho y rompió a llorar. Desde entonces no había encontrado la forma de contener esa desesperación. Ni tampoco sabía darle una explicación. Sabía que no quería estar con su exmujer y, sin embargo, no soportaba que se fuera. Le avergonzaba reconocer que sentía placer, incluso seguridad, en el hecho de que ella estuviera aún en su vida, pululando en torno a él, siempre y cuando no hiciera nada. Pero, por desgracia, Sarah no sabía quedarse quietecita. Al contrario: parecía empeñada en sacarle de quicio con esa obsesión venenosa, infantil y descabellada de forzarle a vender la casa. Su casa. Lo único que le quedaba tras cuatro años de infierno en los que lo había perdido todo.