Читать книгу Carne y hueso - Jonathan Maberry - Страница 13

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Entonces, súbitamente, el aire encima de él se turbó por un agudo grito de absoluto terror.

Benny se giró rápidamente y miró hacia arriba.

Los zoms, cuyos dedos estaban a centímetros de su rostro, también miraron.

Ahí, tambaleándose en la orilla, luchando desesperadamente por mantener el equilibrio al borde de la destrucción… yacía una niña pequeña. De cinco años, tal vez.

No un cadáver ambulante.

Una niña viva.

Y a todo su alrededor estaban los voraces muertos vivientes.

Benny observó a la niña presa del horror.

Cien preguntas intentaron cruzar por una puerta abarrotada en la mente aturdida de Benny. ¿De dónde había salido? ¿Por qué estaba ahí?

La niñita no podía ver a Benny dentro del foso.

—¡Vete de aquí! —le gritó él tan sonoramente como le era posible, y la niña dejó de gritar de inmediato mientras volteaba hacia abajo con ojos desorbitados—. ¡Aléjate del borde!

—¡Auxilio! —aulló ella—. ¡Por favor… no dejes que me atrape la gente gris!

Ella retrocedió de los zombis, que ya se habían cerrado a su alrededor, y Benny gritó una advertencia medio segundo antes de que el pie de la niña pisara en el vacío. Con un alarido tan fuerte que Benny estuvo seguro de que todos los zoms a kilómetros de distancia habían podido escucharlo, la niña cayó dentro del foso. Sus diminutas manos se aferraron a las raíces torcidas que pasaban bajo el borde y ella quedó ahí colgada, pataleando, gritando implacablemente. Los zoms del foso gemían y trataban de alcanzarla.

Los zombis obstruían el estrecho barranco, y Benny sabía que si se quedaba donde estaba, su elevado número terminaría por apretarlo tanto que no podría blandir su katana. Atacar era la única opción, y eso significaba abrirse paso en medio de ellos, por más imposible que pareciera. Era imprudente e insensato, pero también la única opción que le quedaba.

De pronto, Benny comenzó a moverse.

La katana se levantó y salió disparada hacia el frente, la cabeza de un zom cayó al suelo. Benny giró para alejarse del cadáver y cortó una, y otra, y otra vez, cercenando cabezas y brazos resecos. Se agachaba y rebanaba, mutilando piernas, derribando zoms. Si sus fatigados brazos le dolían, él los ignoró por completo. La rabia y la urgencia lo dominaban.

Los no muertos caían frente a él, pero no retrocedían. La retirada era un concepto imposible. Avanzaban amontonándose desde ambos lados, alternando su atención entre la presa de arriba y la presa al alcance de la mano.

—¡Maaaaammiiiiii! —gemía la niña—. ¡La genteee griiiiis!

Benny cortó a diestra y siniestra para hacer algo de espacio y luego empujó al zom más cercano con una patada frontal en el pecho, que lo lanzó trastabillando hacia atrás contra otros dos. Los tres cayeron al piso. Benny corrió directo hacia ellos y pasó por encima de sus cuerpos, pisando inestablemente sobre sus muslos y vientres y troncos. Lanzó un nuevo tajo contra un enorme zom vestido con los harapos quemados del uniforme de un soldado que avanzaba pesadamente hacia él. Benny se agachó y apuntó para abrir un poderoso corte a través de sus piernas. Era un movimiento que había visto hacer a Tom en repetidas ocasiones, un feroz barrido horizontal que literalmente se llevaba de un corte las piernas del atacante. Pero cuando Benny intentó hacerlo apuntó demasiado alto, y su hoja golpeó el pesado hueso del muslo y se atascó.

El impacto arrancó la empuñadura de sus manos y envió dardos de dolor que subieron erizados por sus brazos.

A pesar de tener la espada incrustada en el fémur, el enorme zom siguió avanzando, imparable.

Arriba de Benny la niñita gritaba. Sus dedos se resbalaban de las raíces. Manos frías se estiraban hacia abajo desde la orilla y hacia arriba desde el foso.

—¡No! —Benny clavó su hombro en el vientre del soldado zom y lo empujó hacia atrás contra la masa de cadáveres andantes. Cuando la criatura perdió el equilibrio y cayó, Benny tomó la empuñadura de la katana y trató de liberarla, pero la hoja no se movió.

—¡Auxilio! —el grito tuvo una nota de pánico todavía más aguda, y Benny alzó la mirada para ver cómo los dedos de la niñita se soltaban de la última raíz. Con un alarido penetrante, la pequeña cayó.

—¡Auxiiilioooo!

Una vez más, Benny se movió antes de darse cuenta, lanzándose contra los zoms con los antebrazos cruzados y luego arrojándose debajo del diminuto cuerpo, girando, estirándose, rezando.

Ella era tan pequeña, no más de veinte kilos, pero la caída era de más de seis metros y el impacto golpeó el pecho de Benny como un trueno, aplastándolo contra el suelo y sacándole el aire dolorosamente de los pulmones. Él quedó laxo, con ella encima, y al instante la niña comenzó a patearlo y golpearlo para tratar de escapar.

—Espera… detente, ¡auch! ¡AUCH! ¡Basta! —exclamó Benny con un grito rasposo—. Detente… ¡no soy uno de ellos!

Los ojos de la niña estaban llenos de pánico, pero al sonido de su voz, ella se quedó inmóvil y lo observó con la silenciosa intensidad de un conejo aterrado.

—No soy uno de ellos —repitió Benny. Su pecho se sentía aplastado y un dolor le recorría sus pulmones y la espalda.

La niña lo miró con los ojos más grandes y azules del mundo, ojos que estaban llenos de lágrimas y un destello de incierta esperanza. Ella abrió la boca… y volvió a gritar.

Pero no a causa de él.

Los zoms se estaban acercando por todos los flancos.

Con un grito de horror, Benny giró para ponerse de costado, protegió a la niña con su cuerpo y pateó las piernas del zombi más cercano. El hueso tronó, pero el zom no cayó, y Benny vio que era uno de los fornidos granjeros. La cosa había sido enjuta y recia en vida, y mucha de aquella fuerza persistía en la muerte.

Benny volvió a patear y tiró de espaldas al zom que iba al frente. Se puso rápidamente en pie y levantó a la niña, empujándola hacia un pedazo libre de pared, lejos de las manos del ejército de muertos. A sus espaldas, el barranco se prolongaba por unos cuarenta metros y desaparecía entre las sombras formando una curva. Frente a ellos había docenas de zoms; y muy atrás, entre la multitud, estaba el soldado con la katana de Tom enterrada en su fémur. No había forma de que Benny pudiera recuperarla.

—¡Van a comernos! —gritó la niña—. ¡La gente gris va a comernos!

Sí, así es, pensó Benny.

—¡No, por supuesto que no! —rugió en voz alta.

Retrocedió unos pasos, usando su cuerpo para empujar a la niña hacia las profundidades del barranco.

—Ve —susurró con urgencia—. ¡Corre!

Ella vaciló, extraviada y confundida, con un miedo tan sobrecogedor que, en lugar de impulsarla a correr, la obligó a cerrar los ojos y comenzar a llorar.

Los gemidos de los muertos llenaban el aire.

Benny no tenía opción. Se alejó de la espada de Tom y las posibilidades de supervivencia que prometía, cargó a la niñita, la apretó contra su pecho y corrió.

Carne y hueso

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