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La crueldad agazapada

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Toda una vida (Another Year)

Reino Unido, 2010

De Mike Leigh

Con John Broabent, Ruth Sheen, Lesley Manville

En Toda una vida, estilizadísimo décimo noveno largometraje del comediógrafo naturalista inglés de 67 años Mike Leigh (Todo o nada, 2002; El secreto de Vera Drake, 2004), con verborrágico guion suyo como siempre, el septuagenario geólogo cavagujeros Tom (John Broabent) y su esmirriada esposa trabajadora social Gerri (Ruth Sheen) forman una armónica pareja amorosa vieja bastante excepcional, viven semirretirados en su linda finca a las afueras de Londres y rompen con la rutina de sus labores en el huerto chupatiempo recibiendo, previo aviso, la visita de agradables o patéticos allegados y conocidos, al ritmo de las estaciones de ese Otro Año titular: el propio hijo treintón incasable Joe (Oliver Mattman) que pronto les presentará a una novia risueña compulsiva llamada Katie (Karina Fernandez), la histeroide colega terapeuta solterona Mary (Lesley Manville soberbia) que hace lo indecible por ocultar su descompuesta condición envejeciente, el antiglamouroso desecho físico-moral evitando jubilarse para nada Ken (Peter Wight), el silencioso hermano mayor paterno recién enviudado Ronnie (David Bradley) y así, criaturas todas a quienes la pareja anfitriona trata con amabilidad y deferencia pero a solas juzga con farisea y cruel severidad conservadora, mezquina y agazapadamente (“Me ha decepcionado”). La crueldad agazapada cubre y encubre bajo el manto de una alocada cordialidad esa amargura total, esencial y radical, que está presente, caracteriza, retuerce y glorifica al cine de Leigh, aunque en realidad esté solazándose en hacer la disección / vivisección del difícil arte de hacerle creer a la gente que son sus amigos, hacerme creer que ustedes son mis amigos, a través de otros Secretos y mentiras (Leigh, 96), abocándose a analizar las consecuencias íntimas que provoca ese noble arte, por lo visto muy inglés, si bien digno de la mejor hipocresía europea. La crueldad agazapada se define con respecto a la felicidad o la infelicidad de los entes sociales en juego, desmembrados entre el infortunio de Ken intentando ligar lo que sea con tal de salir de su triste soledad y la eufórica dicha beata de Katie (cual relevo aún más insufrible de la Sally Hawkins de La dulce vida de Leigh, 2008), para denunciar el egoísmo despectivo, el clasemediero y maldito germen fascistoide que se esconde y medra en toda pareja socialmente feliz y acaso en cada núcleo hogareño a secas. Y la crueldad agazapada permite que la deprimente Mary estrene un calamitoso autito rojo en plena autoexcitación inepta, se le insinúe a Joe sin posibilidad alguna de éxito, vaya convirtiéndose poco a poco en el centro-picota de la intensidad dramática y, anteponiéndose al huérfano rabioso que llegó tarde al entierro materno Carl (Martin Savage) u homologándose con el terminal hermano zombiesco Ronnie, acabe rompiendo con toda ponderación preciosista, asaltada por la conciencia de la desolación, el vacío y la mentira relacional: atrapada en un vibrante plano cerrado en medio de la vesania afectiva de la más ajena comida familiar.

El cine actual, confines temáticos

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