Читать книгу Tres monedas - Jorge Consiglio - Страница 10

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Un mal momento. Venía con la cabeza en otra cosa por Sarmiento y se encontró, de golpe, parada sobre la mercadería de un mantero. El tipo había esperado toda su vida esa oportunidad. Puso el grito en el cielo. Marina Kezelman armó su defensa –cara de perro y contraataque−, pero cuando vio que la cosa se espesaba y midió la indiferencia de la gente, bajó la mirada. Se retrajo como si de verdad fuera culpable. Anduvo dos cuadras al sol. Llevaba el cuello de la camisa apenas alzado.

En Corrientes se paró frente a un local de lotería. Miró las tiras de billetes en la vidriera y se largó a llorar. Un hípster con anteojos le preguntó si le pasaba algo; Marina no tuvo aire para responder. Se lavó la cara en el baño de La Ópera y corrió a la sesión de quiropraxia. Hacía dos meses que tenía un dolor en el cuello y una amiga le había sugerido esa práctica. La atendió una mujer altísima que tenía el pelo igual al de su tía, que había muerto hacía una década. Marina Kezelman no creía en las casualidades, por eso se quedó helada cuando la terapeuta le dijo que se llamaba Julia. Era el mismo nombre que el de la tía fallecida. No dijo una palabra. Se acostó en la camilla, cerró los ojos y dejó que la mujer le trabajara la espalda. Salió con una sensación de alivio y un leve dolor lumbar. Julia le había dicho que eran esperables secundarismos transitorios. Marina Kezelman se agarró de esas palabras. Olvidó su cuerpo y avanzó hacia Rivadavia.

Veinte minutos después, estaba en un bar. Cortado americano con tostadas y mermelada. Ocupaba una mesa junto a un espejo. Marina se movía con aplomo. Era su estilo, una conducta que en el fondo de su alma consideraba aristocrática: disociaba el tiempo de la productividad. Comía, serena. Cada tanto giraba la cabeza hacia la izquierda: su imagen refractada era una tentación irrevocable. Se acomodó el pelo –un mechón sobre la sien− y verificó el efecto de los años sobre su cara. El mentón se había achatado; las mejillas habían ganado volumen. Sus ojos conservaban la misma forma almendrada, pero se habían ido hundiendo en las cuencas. Marina Kezelman era una mujer atractiva y este hecho, evidente para el mundo y bien sabido por ella, había instalado en su ánimo, desde los primeros años de la adolescencia, una seguridad que la había ayudado a conseguir lo que se le antojara. Elegía un rumbo y avanzaba; con cierta desorientación, pero avanzaba.

Tomó el último trago del cortado y notó la mirada de un tipo que estaba en la barra. Era un varón joven. Tenía puesto un pantalón beige. Al principio se sintió molesta, pero de a poco entró en el juego. Kezelman entendió que era protagonista de una historia. La luz le daba de frente, le subrayaba la nariz, la volvía pálida. Lo advirtió y cambió de ángulo. Irguió la espalda lo más que pudo y se rozó los labios con el dedo. Fingió distracción: el movimiento de la tarde, el tránsito, la gente. Cuando estuvo en posición, chequeó la reacción del hombre. Hablaba con el barman, pero seguía atento a ella. Se movía en la barra como pez en el agua. Cumplía con su naturaleza al pie de la letra, sin discutirla. Marina Kezelman se dijo que nunca había que entregar todo de sí. Tragó una miga y repasó mentalmente las actividades de su hijo. Fantaseó con la infidelidad. Ese tipo era un desierto. Chequeó el celular. Hacía poco había descargado una aplicación con el I Ching que cada tanto consultaba. Quería hacerle frente al porvenir en las mejores condiciones. Se tomó el tiempo para formular la pregunta, pero la respuesta la desorientó. No estaba familiarizada con el código simbólico, con las representaciones, con las ideas. Pidió otro café, esta vez negro. Leyó el texto tres veces. Se quedó con un par de imágenes vacías a la hora de las decisiones.

¿Qué hago?, se preguntó. Eligió la opción estable. Pagó con Visa y dejó un billete de propina. Salió a la calle como una tromba. Los riesgos de que el tipo la siguiera eran mínimos, pero por las dudas, se revistió con un cerrado malhumor. Anduvo dos cuadras, apurada, taconeando, y se metió en una ferretería. Pidió veneno para hormigas. Deme el más efectivo, dijo. Le ofrecieron cebo en gel y un polvo color marfil. El vendedor comentó que la combinación era infalible. Ella compró, convencida. Tenía la seguridad de que, esa tarde, las cosas –como si tuvieran voluntad propia− se habían ordenado a su favor.

Tres monedas

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