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Clara faltó al segundo encuentro del Tobar García: Amer la esperó en vano. Cuando terminó la sesión, le dijo al cordobés que no iba para su casa. Inventó una excusa. Anduvo sin rumbo casi dos horas y cerca de la medianoche se metió en un bodegón a comer una milanesa. Se consoló con la idea de que vería a Clara en el próximo encuentro, pero el martes siguiente tampoco apareció. Amer se sintió morir. El cigarrillo lo tentó como nunca, pero pudo resistir. Extrañar a alguien a quien no conocía –había intercambiado con Clara veinte palabras− era absurdo –él bien lo sabía−; pero no por eso dejaba de sufrir. Duplicó la dosis de Alplax. Fueron dos semanas insoportables. A la tercera, Amer se dio la última oportunidad en el hospital. Cuando entró a la sala y la vio, pensó que era un espejismo. Clara estaba al lado de una columna, ausente, levemente hastiada de todo. A Amer se le aceleró el pulso, sintió el corazón en la garganta. Sin mucha conciencia, creyó que ingenio y felicidad eran la misma cosa. Invitó a salir a Clara con una frase estúpida. Ella lo miró como si no entendiera el idioma.

Se encontraron por San Telmo. Eludieron el momento del café o el alcohol: no querían propiciar el cigarrillo. Bajaron por Defensa hasta Brasil. Cruzaron Parque Lezama en diagonal y tomaron avenida Patricios. En Barracas, ella estuvo más sociable. Amer le preguntó por su familia. Clara se quedó callada y de golpe, caprichosamente, empezó a contar la historia de una tía nacida en Trelew, hermana de su madre, que había tenido una infección urinaria y que por poco se muere. La voz de Clara era insípida, con el mínimo de humedad posible; una voz desacostumbrada a articular palabra. En la esquina de Martín García compraron mandarinas y volvieron al parque a comerlas. Se sentaron en la barranca con el tráfico de Paseo Colón de fondo. El río flotaba en el aire como si fuera tierra mojada. Un perro trepó con dificultad por la cuesta, los distinguió y se acercó a husmear. Quizá porque el animal le recordó su profesión, Amer habló de taxidermia. Clara lo escuchó con la vista clavada en la distancia. Dio vuelta la cabeza para mirarlo cuando él definió su actividad como una filosofía de vida. Amer dijo que armaba bioterios en los museos. Tomó aire. Con cierta jactancia, contó que estaba embalsamando un elefante para el Museo de Ciencias Naturales de La Plata. Dejó entrever que dirigía un equipo numeroso. Clara dijo que sí con la cabeza. Después se acomodó el pelo con sus manos grandes, que no parecían fuertes, ni hábiles, ni sensibles, pero que ella usaba como si fueran herramientas.

Tres monedas

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