Читать книгу Tres monedas - Jorge Consiglio - Страница 11
ОглавлениеA los catorce años, Amer se llevó un cigarrillo a la boca y tragó el humo. Le habían dicho que no debía hacerlo, pero a esa edad era terco y quería probarlo todo. Tenía unos pocos pelos en el mentón. Cada tanto se los repasaba con la mano, los verificaba, los mantenía vivos. Era la primera evidencia de la pubertad. Literalmente, entonces, aquella vez, había tragado el humo. Después se había largado a toser. La verdad, el tragado había sido él. Por un momento creyó que se iba a morir, así de simple. Y lo había aceptado con cierta calma. Eran las dos de la tarde. Primavera. Clima apacible. Estaba en la plaza, a la sombra del busto de Eloy Alfaro. Desde ese momento hasta los cincuenta y cuatro, Amer, con alguna intermitencia, había fumado durante décadas. Un exceso. Ahora, sentía las piernas pesadas, se agitaba. Tenía que dejar el cigarrillo: era un hecho. Lo terminó de decidir la palabra de un médico. Le dijo que tenía un par de arterias tapadas. Angioplastia coronaria, señaló. Amer, en el consultorio, se distrajo con las partículas de polvo que flotaban en un rayo de sol. Hizo memoria: hacía un año que no salía de la ciudad.
Se puso en campaña. Buscó en internet lugares en los que se trataran las adicciones, pero nada lo conformaba. La solución llegó por un lado inesperado: una vez cada quince días, entraba a un foro de taxidermistas. Un cordobés que vivía en Buenos Aires le contó que tenía el mismo problema. Compartir un grupo de autoayuda sería un buen remedio.
Un martes fueron al Tobar García. Entraron al hospital y sintieron un penetrante olor a Pinolux. Los recibió un médico de apellido vasco, Eizaga, que, casi sin palabras, los obligó a sentarse en un semicírculo junto a otra gente. Al comienzo, Amer se incomodó. Se movía en la silla, le picaban las piernas. A su derecha, un tipo de 150 kilos respiraba con dificultad. Largaba un olor dulce –parecido al de la compota de pelones− que se mezclaba con el del desinfectante. Eizaga dijo que un adulto respira entre cinco y seis litros de aire por minuto. El dato fue concluyente para lo que expuso a continuación, pero Amer perdió el hilo casi enseguida. No captó una sola palabra. Estaba en otra cosa: frente a él, una mujer se mordía una uña. Su imagen, aún en reposo, resultaba dinámica. Con total naturalidad pasaba de un plano geométrico a otro, como si de esa exaltación dependiera su deseo. Amer no entendió lo que estaba viendo. Por eso, como hacía siempre, simplificó. Esa mujer me interesa, se dijo. De esta forma cerró el asunto, lo canceló y pasó a otro tema. A la salida de la sesión, se enteró que la mujer se llamaba Clara y que era diez años menor que él.
El cordobés llevó a Amer en auto hasta su casa. Anduvieron por Ramón Carrillo y, entre otras cosas, hablaron de lo que acababan de vivir. Cada uno explicó su punto de vista, que no coincidió del todo con el del otro. Estuvieron de acuerdo, sin embargo, en que no había juicio capaz de quebrar el dominio del placer.