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El colombiano se metió enseguida en el subte. Carl caminó por Corrientes hacia Pueyrredón. Era más alto que el resto del mundo. Cruzó Uruguay y se detuvo en seco frente a una librería. Repasó de una ojeada la vidriera y siguió su camino. Marina Kezelman cumplía cuarenta años en dos semanas y quería sorprenderla con el regalo. Se habían conocido en un bar madrileño hacía una década. Desde ese momento, todo se había precipitado. Movidos por el deseo y, sobre todo, por una idea exagerada de la honestidad, tomaron decisiones.

Carl se vino a la Argentina con su mitología a cuestas, dos valijas y un oboe. Fueron tiempos duros, aunque la armonía entre ellos les dio la mejor perspectiva del mundo, la más benéfica. El vínculo, entonces −su complejidad, su amparo−, los hizo indestructibles. Ellos lo notaron y aprovecharon la disposición: consiguieron trabajo, se mudaron a un barrio céntrico y tuvieron un hijo, Simón. Ahora, Carl quería darle a Marina Kezelman algo que estuviera a la altura de ese entendimiento. Y no se le ocurría nada. Deambuló por el centro más de lo que tenía pensado y casi sin darse cuenta llegó a Callao. Era un día extraño para él, sentía más que nunca que la ciudad lo había transformado, pero, al mismo tiempo, notaba que ese cambio no afectaba el núcleo de su personalidad. En otras palabras, Carl era otro y el mismo. Esta cuestión −tan recóndita que le costaba poner en palabras− se traducía en una pesadumbre borrosa y, en apariencia, injustificada, de la que le costaba salir. Se detuvo en un puesto de diarios a esperar la luz verde y cuando la tuvo, avanzó. En mitad de la avenida, se le vino a la cabeza una tira de asado cocida, ni seca ni jugosa. La imagen le despertó hambre, un hambre voraz. Carl se conocía bien: su apetito era insaciable. Y en cierto sentido, esa particularidad lo divertía, le resultaba un ingrediente positivo –gozoso, celebratorio, por calificarlo de alguna manera− de su forma de ser. Por un segundo, pensó en hacer un alto en una pizzería, pero se conformó con mucho menos. Compró dos Rhodesias en un quiosco y las tragó a las apuradas. En adelante, su andar fue más lento, levemente más lento. La comida, como siempre, le disparó un proceso reflexivo que, en este caso, fue provechoso: se le ocurrió el regalo ideal para su mujer. Ya lo tengo, se dijo. Consultó el celular y confirmó que estaba en el lugar exacto. Caminó dos cuadras por Corrientes y se metió en un sex shop. Estuvo un rato mirando. A pesar de saber exactamente lo que quería, se desorientó. La solución llegó enseguida: un vendedor le dio la información necesaria. Salió del negocio con un vibrador naranja de 12,5 centímetros de penetración.

En la calle, la atmósfera era otra. Todo se había vuelto inmediato. Carl caminó rápido, como si se le hiciera tarde, y con dos zancadas se trepó a un colectivo. Sabía que en su casa no había nadie –Marina Kezelman y su hijo estaban en natación–. De todas maneras, entró con cautela. Masticó tres granos de café y se puso a caminar de un lado para otro con la cabeza ocupada, entre distraído y preocupado. Escondió el vibrador en la habitación de su hijo. Lo desenvolvió y lo metió en una caja de plástico que usaban para guardar juguetes en desuso. Después se hizo un té, le exprimió medio limón y llamó por Skype a un amigo en Alemania. Se enteró que en Olching, un municipio de 25.000 habitantes al oeste de Múnich, hacía una semana que estaba lloviendo.

Tres monedas

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