Читать книгу Tres monedas - Jorge Consiglio - Страница 14

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Inusual: se despertó tarde, diez minutos después de las 11. Desayunó tostadas con miel. En la garganta y en la parte alta de los pulmones –precisamente en la cavidad de los alveolos− sintió la necesidad del cigarrillo. Imaginó –en un momento, la escena fue nítida− los bronquios como un área en disputa, una zona bélica: la Franja de Gaza en medio del pecho.

Se duchó con la esperanza de que el agua le devolviera el bienestar. La decisión fue acertada. Salió del baño con olor a jabón de coco. También con un poderoso sentimiento de urgencia: tenía que empezar el día, actuar rápido, decidir. El tiempo contaba más que nunca. Perderlo suponía un aplazamiento crucial. Había que ponerse a hacer, aunque desconociera qué cosa lo reclamaba. Más que en otras oportunidades, la ansiedad le jugó una mala pasada. Bajó a cero su rendimiento.

Abrió la laptop a las 14. Apretó la tecla de encendido y esperó que corriera el sistema operativo. Frente a él, flameaban las cortinas del living. Era martes y el sol apenas tocaba el planeta. Un esplendor, casi un centelleo, emanaba de la materia. Esa tarde, el mundo era transparente, apenas vacilaba. Sobre el escritorio –hacía exactamente una semana que lo habían lustrado− había tres cosas: un caballo en miniatura, una postal con un grabado chino y una lámpara articulada. Amer revisó su correo. Eliminó el spam y auditó los mails personales. Se detuvo en uno del Museo de Ciencias Naturales de La Plata. Lo abrió y su respiración cambió de ritmo. El trabajo, la sola mención de esa palabra, le imponía una nueva dinámica; ahora, de pronto, sin levantarse de la silla, subía una cuesta. Le ofrecían coordinar un equipo de taxidermistas. Un elefante estaba en camino desde África, venía estibado –la cámara frigorífica era de última generación− en la bodega de un buque. Tenían que organizar todo a las apuradas y confiaban en él plenamente, en sus conocimientos anatómicos, en su destreza con el poliuretano: hacía dos meses había conseguido resultados admirables con un antílope. Estaban todos al tanto.

Amer se acarició el mentón y pensó en fumar. Se quedó abstraído quince segundos. El cigarrillo era un eslabón poderoso, indispensable. Sin el tabaco era un hombre a medias. De golpe, se paró y fue hasta el baño. Muy resuelto, abrió el botiquín y sacó un blíster de Alplax. Tragó un comprimido. Lo hizo correr con el agua que recogió, medio agachado, del pico del lavatorio. Volvió a la computadora con otro ánimo, pero su mente estaba dispersa. Entró a Google y buscó información sobre osos pardos. Navegó hasta que llegó a una noticia del diario español El Mundo. En 2015, un oso de 180 kilos había matado a tres campesinos en una aldea asturiana. No somos animales, dijo Amer con la mirada en la pantalla. La nota estaba acompañada por una foto de un oso, aparentemente el asesino, parado en dos patas. Tenía la cabeza como un planeta, enorme, redonda y un poco ladeada, con dos orejas pequeñas y en punta dispuestas en la parte posterior.

Tres monedas

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