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Amer mezcló cebolla, tomate y palta. Condimentó con sal, pimienta, aceite y limón. Nada especial, comida para salir del paso. Un guacamole. Lo untó en un pan crocante y lo fue acabando de a poco. Había retomado la costumbre de comer parado. Masticaba tranquilo. Saboreaba la acidez mientras su cabeza se perdía en un cúmulo de ideas que, al cabo de unos minutos, se fundía y generaba una atmósfera, algo vago, pero con una presencia tan viva como el sabor de la cebolla que le bailaba en la boca.

Arriba, colgaba un foco de luz. A la derecha, estaba el calefón y a la izquierda, la heladera. En seis horas no había probado bocado. Tomó un sorbo de tinto. Dudó. Lo cortó con soda, dos chorros. Enseguida, aspiró aire por la nariz –un suspiro, pero al revés−, y en ese acto, como en todo lo que hizo esa noche, se impuso el placer. Cada acontecimiento –incluso el menor, el más insignificante− estuvo tocado por un resplandor de fiesta. Todo se enlazaba en una línea gozosa. Algo imparable, una cadena de aciertos y bienestar.

Había pasado la tarde trabajando sobre una corzuela. Era un animal chico y estaba en muy buen estado. Conservaba el pelaje sereno y la piel del hocico rosada, solo las córneas reflejaban la violencia final. Desde que tenía diez años, Amer cumplía sus obligaciones en riguroso silencio. Y pestañeaba poco, casi nada: su film lagrimal ofrecía una resistencia notable. Además, ahora, su tarea cotidiana, aquello con lo que pagaba las cuentas, lo justificaba; es decir, le daba motivos para vivir. Amer era delicado –las yemas de sus dedos eran crisálidas, parecían de gasa− y prolijo al extremo, dos cualidades valoradas en su profesión. Creía en el beneficio de la duda, en la lentitud y en la firmeza de hábitos.

Como siempre, después del trabajo, se paró frente a su smart TV y usó el control remoto. El brillo de la pantalla, su pirotecnia, fue espectacular. Hizo zapping. Estuvo un rato así, atento solamente a la luz. Las imágenes duraban segundos: un locutor en short, uñas retráctiles, una multitud, el pico nevado del Cocuy, un plato de comida, tres aviones, el crecimiento de una planta, un edificio en Richmond, Saturno, los mares de la Luna, Saturno, una branquia, el gráfico del clima extendido. Pero a él se le clavó en la cabeza una sola cosa: la figura de un oso pardo. Hibernaba. Era un animal enorme, pero su cuerpo mantenía viva la gestualidad muda de un cachorro. Tenía aspecto apacible. Uno de sus ojos, el izquierdo, estaba apenas abierto, y por allí, por esa ranura, como una chispa, se filtraba la amenaza, la irracionalidad en su máxima pureza. Amer, con el oso a cuestas, se metió en la cocina, afiló un cuchillo con la hoja de otro y se puso a picar cebolla.

Tres monedas

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