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La sangre no se compra ni se vende, leyó el alemán. Esperaba su turno en un centro de hemoterapia. Una amiga de Marina Kezelman estaba grave y necesitaba donantes. Carl reunía condiciones de sobra, pero su altura, más que nada, fue el factor que hizo que todos –su universo de conocidos, su manada− lo consideraran el indicado. El alemán tiene que donar, acordaron. Confundieron tamaño con salud. Ahora Carl se mordía la uña del dedo medio en una habitación azulejada. El proceso fue enfermera-camilla-aguja-vena. Y aguantar la conmoción del drenaje, el plasma en la cánula, velocidad y quietud a un tiempo. Un circuito del que el alemán era factor clave, pero del que no se sentía responsable. Había algo eterno en el torrente que salía cuerpo afuera. Ese vaciarse tenía un sentido para él. Su cuerpo lo entendía. Era un mapa en movimiento, una estampida que constataba, mejor que cualquier otra cosa, su condición de extranjero.

Le quitaron la aguja –hubo un ruido como de succión− y se fue irguiendo de a poco, con prudencia. Quedó sentado en la camilla, con las piernas colgando a diez centímetros del suelo. Mudo. La cara alargada por el trastorno. Miraba un punto fijo, una rotura en la pared, la huella de un clavo, una tacha. Eso, en aquel momento, para Carl, era la estabilidad; expresaba certeza, permanencia. El resto del mundo, con su movimiento, no resultaba confiable. Planteaba la ética de la inconstancia. Más allá de todo –de la vacilación propia y la del entorno− se esforzó: quiso ponerse de pie. En el intento, se le doblaron las piernas y cayó de boca. Se desvaneció. En el derrumbe, arrastró una mesa de metal con insumos médicos. El desparramo y el ruido fueron parejos, y dispararon la alarma del personal.

Lo levantaron entre varios. La asistencia fue efectiva y él reaccionó rápido. Lo obligaron a sentarse en la sala de espera. Una enfermera le dijo: Usted de acá no se mueve. Y ante el silencio de Carl, preguntó: ¿Entiende lo que le digo?

Después de siete minutos, el alemán tomó una bocanada de aire. Se paró y salió del instituto sin avisarle a nadie. Anduvo unas cuadras con la cabeza vacía, sin imágenes. El aire fresco lo llenó de una repentina tranquilidad y se sintió despejado y libre. De golpe, llegó a una plaza. Se internó por un sendero y encontró un banco rodeado de arbustos. Estuvo sentado en la misma posición, medio doblado hacia la izquierda, hasta que un grupo de chicos ocupó el arenero. En ese momento, tuvo la certeza de que el pasado había prescrito. Pensó en su hijo, en Marina Kezelman y en todo lo que manifestaba el presente.

Ese mismo día, arregló las cosas y volvió con Simón a esa plaza. Se sentó en el mismo banco, pero esta vez el sol era apenas un resplandor. Simón andaba medio perdido. Levantaba cosas de la tierra, las observaba unos segundos y las descartaba. Después fue a los juegos. Se tiró tres veces del tobogán, pero cuando se le acercó otro chico de su edad, se retrajo y buscó a su padre. Le dijo que se aburría, que quería volver a su casa. El alemán se acomodó el cuello y apenas se desilusionó. Había traído una bolsa de caramelos ácidos y un frisbee. Jugaron con el disco en una zona abierta, una especie de potrero al costado de la glorieta. El frisbee iba y venía por el aire. Simón lo tiraba con fuerza hacia arriba, conseguía una elipsis perfecta. Pero como siempre pasa, la confianza lo traicionó. Arrojó el disco hacia adelante, directo al cuerpo de Carl que, gracias a sus buenos reflejos, se corrió a tiempo y logró esquivarlo. Apenas le rozó la mejilla. Se salvó por cinco centímetros de que le golpeara el ojo.

Tres monedas

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