Читать книгу Tres monedas - Jorge Consiglio - Страница 8
ОглавлениеNo estaba segura de que fueran hormigas. Eran bichos diminutos. Se movían sin rumbo, a toda velocidad. Marina Kezelman dobló la boca en un gesto de asco. Así como estaba, arrodillada, calzada con zapatillas de trekking, el pantalón arremangado y la linterna entre los dientes, parecía una exploradora alucinada. Iluminaba el recoveco entre la pared y la heladera. Era un lugar angosto, lúgubre, la escena de un mundo perdido.
Marina Kezelman estiró el brazo derecho lo más que pudo –escuchó el ruido de los cartílagos en tensión− y lo movió en la oscuridad. Después, venció la repugnancia, apretó el puño y golpeó. Mató diez o veinte bichos. Los sobrevivientes se agitaron frenéticos. Claramente, Marina Kezelman era una amenaza para ellos. Su altura se hizo evidente cuando se paró. Lo hizo en dos movimientos. Medía 1,65 cm. Ese detalle se relacionaba con un rasgo –quizás el principal− de su personalidad: la resolución. Marina Kezelman enfrentaba los problemas. Como decía su marido, se los llevaba puestos. Ahora mismo, aunque estaba con el tiempo justo, decidió actuar. Dejó la linterna sobre la mesada y abrió el armario. Revolvió y revolvió. Se le cayó un paquete de velas y un aerosol de WD-40. No encontró lo que buscaba; de todas formas, siguió adelante. Eligió la creatividad y usó apresto para la ropa. Roció a los bichos. Hubo desconcierto en la comunidad, pero todos los integrantes, cubiertos por esa espuma blanquísima, se siguieron moviendo. Marina Kezelman no supo qué hacer. Se mordió el labio con fuerza, se arrodilló por tercera vez y arremetió a ciegas. Aplastó más de cien con la mano. La muerte a gran escala –ese deseado holocausto− le produjo euforia, una enorme excitación. Se frotó la frente y siguió con la tarea, pero el impulso se esfumó a los diez segundos. En un movimiento repentino, metió una uña en la saliente de una pared y se la rompió. Sintió que un frío le subía por la espalda. Dio un gritito corto de dolor y corrió al baño. Por tres segundos –no más de tres segundos−, fue consciente de que un vecino –un chico de dieciocho años que conocía de vista− tocaba los primeros acordes de una polca de Dvorak en el piano. La batalla con los bichos había entrado en receso.