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En su cabeza todo tenía la misma importancia. Le costaba organizarse. El segundo miércoles de julio, caminaba por Cerrito junto a un compañero de la orquesta. Salían de un ensayo en el Colón. Habían pasado tres horas con un concierto de von Weber. Ahora iban distendidos, con la sensación del deber cumplido. Disfrutaban del sol y del hecho de ser indiferentes a la agitación del tráfico. En líneas generales, tenían historias parecidas: los dos habían nacido en pueblos chicos; los dos eran la tercera generación de músicos; los dos habían formado familia en Buenos Aires. Carl era alemán; el otro, Santiago, colombiano. Estaban encantados con la oferta gastronómica de la ciudad. Nombraron un lugar ítalo-argentino que tenía fama de hacer la mejor lasaña; después, una parrilla de Monserrat. Hablaban como expertos de los cortes de carne, del grado de cocción y de la combinación del asado con ciertas cepas de vinos. Se esforzaban. Demostraban su conocimiento y, de algún modo, la pasión que ponían en juego respaldaba sus palabras. Estaban acostumbrados a evaluar sus propios ritmos. Los cautivaba el tema de sus charlas, pero también el registro –el tono, la cadencia− de sus voces. Eran verdaderas cajas de resonancia. Así funcionaban.

Llevaban instrumentos a cuestas: Carl, un oboe; Santiago, una viola. Cruzaron Lavalle. A un par de metros de la esquina, se toparon con un grupo de estudiantes, jovencitas con pollera tableada. Bloqueaban el paso, estaban frente a un quiosco. La vereda era ancha, pero los músicos tuvieron que bajar a la calle para sortearla. Carl se acomodó la correa del portainstrumento. Y en ese preciso instante, se dio cuenta de que una de las chicas que acababa de ver –captó su belleza en el momento en que ella, distraída, le daba un billete de cien a un compañero− le recordaba a su hija mayor que no veía hacía cinco años. Cinco años, dijo en voz alta, pero el escape de un colectivo tapó el comentario. La ciudad se acomodaba, incluso, a la mayor intimidad. Carl tuvo un flash: el pelo de la chica –una masa compacta− estaba vivo, tanto que parecía autónomo del resto del cuerpo.

En la esquina de Corrientes tenían pensado despedirse, pero algo incierto –el clima benigno, la conversación amena− hizo que cambiaran de opinión. Se metieron en un bar americano. Barra larga, cinco mesas en línea. Pidieron café negro y sándwiches de miga. Se los trajeron tostados. No se quejaron, hasta cierto punto los divirtió el malentendido. En el sonido ambiente entró a jugar una radio. La luz que llegaba de la calle, oblicua, se enredaba en el pelo de Carl y se volcaba sobre la mesa. Más que nada, hablaron de Alemania. Carl detalló su rutina en Dresde, cuando era alumno del conservatorio. Su relato tuvo un tono administrativo: el día como sucesión de demandas. De pronto, el sonido eléctrico de la radio pareció aclararse, tomó cuerpo, fue un bolero. Carl cambió de tema repentinamente. Terminó con el celular en la mano. Mostró fotos de su mujer, Marina Kezelman. Meteoróloga, dijo que era. Posgrado en el Conicet, aclaró. Hacía siete meses que había entrado al Estado. Cada tanto, viajaba a las provincias a evaluar condiciones climáticas en áreas despobladas. Integraba un equipo interdisciplinario. El colombiano acabó el sándwich de un bocado. Vistos de afuera, los músicos representaban una escena anacrónica. Algo en ellos resultaba disruptivo. Eran personajes de otra época.

Tres monedas

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