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ОглавлениеReferencias en torno al texto literario
Si fuera a hablar de ciencia con niños de quinto o sexto grado, digamos de zoología, tal vez empezaría por llevar al colegio una rana en el bolsillo de mi saco y luego la expondría en mi mano como si fuera un inofensivo juguete. Ante la mirada de repugnancia de mis alumnos, disfrutaría de acariciar su cabeza y la piel rugosa de su espalda y, en el momento más inopinado, soltaría al batracio entre las carpetas para que diera rienda suelta a sus saltos olímpicos. Sonreiría ante el alboroto infantil y diría: “Presten atención, chicos; miren cuánto salta”. Y un rato después la anidaría de nuevo entre mis dedos, mansa como una paloma. Más tarde explicaría la diferencia entre la rana y el sapo, que es verdad que ambos croan y brincan, pero revelaría que la rana es invencible:
—Sus saltos —usaría los brazos para darle una idea a mis alumnos—… ¡de hasta siete metros!… se deben a que sus patas traseras han desarrollado una técnica perfecta. Es como si se dispararan hacia arriba.
Y contaría asombrado lo que he averiguado: generalmente su color es verde con manchas negras y amarillas, su vientre pálido y sus desoves pueden alcanzar hasta veinte mil huevos:
—¡Imaginen qué descendencia! Que existe un tipo de rana llamada Rana Goliat, como el gigante del Antiguo Testamento, que es del tamaño de un perro calato pero mucho más gordo. Y cuando al fin he conseguido el interés de todos, descubro mi carta principal.
—Todo esto lo estudia la zoología —escribo el nombre con letras grandes en la pizarra—, que es una rama de la biología y que se ocupa de los pelos, la alimentación, los tejidos, las orejas, los huesos, la mirada, los instintos, las crías… y todo lo que tenga que ver con los animales del planeta Tierra.
—¿Y si el animal no es de este mundo? —siempre habrá algún listo que pregunte.
Y aunque sepamos algo de zoología, nos quedaremos sin palabras.
La literatura es un arte, pero también una ciencia humana. Ya no basta enseñar literatura desde la mera intuición o según el gusto de la profesora, tampoco desde los prejuicios o las doctrinas ideológicas del profesor. Cada una de estas categorías humanas es educable. El buen gusto como las creencias políticas se forma con el estudio y la reflexión, con la experiencia en el oficio. Es una tarea laboriosa que implica tiempo y una actitud de esfuerzo y humildad de parte del discípulo. Creo que Santo Tomás de Aquino recomendaba la docilidad intelectual para lograr el aprendizaje, pues es una virtud que regula la voluntad del aprendiz con respecto a las lecciones del maestro.
La lingüística o la arqueología son ciencias que estudian el comportamiento de diversas manifestaciones culturales del ser humano. No está lejos la literatura que estudia, también, expresiones de la cultura a través de la palabra en el tiempo. Ya sea oral o escrita, y en cualquier territorio. En la actualidad los llamados estudios literarios atienden a un enfoque multidisciplinario entre la teoría de la literatura, la crítica literaria y la historia de la literatura, con la finalidad de establecer un sistema más o menos objetivo que pueda definir los límites específicos de la literatura y, además, proteger la autonomía de su carácter. En ese sentido, la piedra de toque de la literatura está centrada en el lenguaje de la literatura. ¿Qué entendemos por este lenguaje? ¿Es el mismo que usamos en la calle o es el que emplearon los ilustres escritores de la Edad Media o del Humanismo español?
Imagino que pocos profesores defenderán el discurso callejero como digno huésped de las páginas de un autor importante, olvidando que Oswaldo Reynoso y Mario Vargas Llosa son clásicos peruanos que han enaltecido nuestra literatura contemporánea, gracias, entre otras bondades, a la recreación del lenguaje popular en su narrativa. Y que en la primera mitad del siglo pasado los escritores Ricardo Palma y José Diez Canseco honraron también el habla popular en sus Tradiciones peruanas y sus Estampas mulatas, respectivamente. Y que antes, en nuestra Colonia, el poeta Juan del Valle y Caviedes tampoco tuvo pelos en la lengua y escribió con la punzante picardía del hombre de la calle. Y si prefieren ejemplos de la literatura universal clásica, desde lejos y muy cerca nos observa Miguel de Cervantes Saavedra, soldado y genio literario, oído atento a las habladurías de su época; el insolente François Villon, compositor de “La balada de los ahorcados”; el humanista Giovanni Boccaccio, prodigo en cuitas e indecencias; el ladino y secreto autor de Lazarillo de Tormes (1554), un testimonio despellejado e ingenioso de una vida de perro. En cada una de aquellas obras brilla el lenguaje popular en su mayor esplendor.
Podríamos enlazar algunos casos de la literatura infantil; los cuentos de tradición oral, por ejemplo, como los recopilados en Alemania por los hermanos Jacob y Wilhelm Grimm en su volumen Cuentos infantiles y del hogar —que publicaron en varias entregas, desde 1812 hasta la última supervisada por ellos en 1857 y que contiene alrededor de doscientos relatos— o los reunidos por José María Arguedas y Francisco Izquierdo Ríos en Mitos, leyendas y cuentos peruanos, recogidos de las escuelas públicas del país y que fue publicado originalmente en el año de 1947 por la Sección de Folklore y Artes Populares del Perú del Ministerio de Educación. Y un caso de literatura moderna, escrita por autor, tal vez resulte suficiente para demostrar la presencia del lenguaje popular con estatuto literario: Las aventuras de Pinocho (1883), de Carlo Collodi, un portento de travesura y dicción coloquial.
Incluyo dos cuentos muy distintos entre sí: popular y de autor, en prosa y en verso, de finalidad pedagógica y de propósito estético. Veamos cómo nos va.
El zorro y el huaychao
Cuento recogido en el distrito de Succha, provincia de Aija, en Ancash.
El zorro tenía, hace muchos años, la boca menuda y discreta, y un día que andaba de paseo vio sobre un cerro cantando a un huaychao. Era este menudo como un zorzal, de plumaje gris claro y al cantar movía alegremente las plumas blancas de su cola. El zorro se quedó mirando el pico largo y aflautado del ave y le dijo modosamente:
—¡Qué hermosa flauta amigo huaychao y qué bien tocas! ¿Podrías prestármela sólo por un momento? Yo la tocaré cuidadosamente.
El ave se negó, pero el zorro zalamero insistió tanto que al fin el huaychao le prestó el pico, recomendándole que para tocar se cosiera el hocico a fin de que la flauta se adaptara mejor.
Y así, sobre el monte, el zorro se puso a cantar soplando la flauta largo y tendido. Después de algún rato el huaychao reclamó su pico, mas el zorro se negó. Decía el ave: “Yo sólo lo uso de hora en hora y tú tocas sin descansar”. El zorro no entendía razones y soplaba incansable para un público de pequeños animales que se habían congregado en su derredor.
Al ruido se despertaron unos añases y saliendo de sus cuevas subieron el cerro en animada pandilla, y al ver al zorro tocando se pusieron a bailar y bailaron con ellos todos los animales del campo. El zorro no pudo guardar la seriedad por mucho tiempo y de pronto rompió a reír y al hacerlo se le descosió el hocico mucho más de la medida y quedó grande y rasgado de oreja a oreja. El huaychao, antes de que el zorro se recuperara de la sorpresa, recogió su pico y echó a volar.
Desde allí, dice le cuento, se quedaron los zorros con la boca enorme en castigo de su abuso de confianza.
Jorge Basadre, Literatura Inca (1938).
El clavel desobediente
Un día sembró la luna
junto a una estrella
un clavel.
Se juntaron los luceros
para verlo florecer.
El clavel no florecía.
No florecía el clavel.
Se puso triste la luna
y los luceros también.
Todos como en una ronda
alrededor del clavel:
“Clavel, clavel, clavelito,
danos tus flores, clavel”.
El clavel no florecía.
No florecía el clavel.
Mandaron un emisario
para que llamara al sol.
El capitán de los astros
al clavel ordenó:
“Florece. Yo te lo ordeno.
Florece. Lo mando yo”.
El clavel no florecía.
No florecía el clavel.
Todos como en una ronda
llenos de rabia y de hiel:
“Arrojemos al rebelde.
Arrojemos al clavel”.
Montado en una paloma
marchó al destierro el clavel.
La paloma dijo: “¿A dónde?”.
“A donde quieras”, dijo él.
Junto a un río se posaron
la paloma y el clavel.
Llegó un niño que al mirar
sin una flor al clavel,
le dibujó muchas flores
de colores y pincel.
Así floreció el rebelde
que no quiso florecer.
Dicen que ahora la luna
está aprendiendo a pintar
y su maestro es un niño
que apellida Gauguin.
Jorge Díaz Herrera, Parque de las leyendas, 1977 (pp. 19-21).