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Estudios clásicos de la crítica literaria en el Perú

Sería irresponsable elaborar una historia literaria que solo atienda a la línea cronológica. Sabemos que toda historia está atravesada por coordenadas de diversa índole, que sin duda complejizan y enriquecen la percepción de la evolución cultural de una sociedad. Si bien el lector encontrará en la estructura del presente trabajo un tránsito fundamental por el tiempo, he tenido la prudencia de incorporar algunas reflexiones previas —tanto propias como ajenas— al desarrollo del estudio, de modo que permitan configurar algunas marcas referidas a la diversidad y profundidad de nuestra literatura.

En estas nociones previas propongo una gama de perspectivas: diacrónica o sincrónica, de miradas conservadoras o progresistas, de acentos puestos en lo geográfico o lo psicológico, de sentencia ideológica o razonamiento dialéctico para observar con mayor propiedad el fenómeno literario nacional. Consideraciones inevitables ante una realidad enmarañada y conflictiva como la peruana, concordante con la evolución que ha experimentado la crítica especializada, donde tal vez el primer acercamiento historiográfico sea el discurso de Ricardo Palma en el acto de inauguración de la Academia Peruana de la Lengua, el 28 de julio de 1884. Dicha “Memoria que presenta el director de la nueva Biblioteca Nacional” será ampliada en años sucesivos por el autor.

No obstante habrá que esperar hasta la primera mitad del siglo XX, periodo en que se publican los estudios fundadores de José de la Riva Agüero y Osma, Luis Alberto Sánchez y José Carlos Mariátegui.

El carácter de la literatura

La tesis de bachillerato de José de la Riva Agüero El carácter de la literatura en el Perú independiente fue presentada en la Facultad de Letras de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, en 1905; ese mismo año se publica como libro.

En 1910, Riva Agüero obtiene el doctorado con el estudio La historia en el Perú. Desde el inicio tuvo una importancia pionera en los estudios literarios del Perú, pues además de registrar la evolución de nuestra literatura desde la Colonia hasta la generación modernista, reflexiona en torno al signo representativo de nuestra nacionalidad. Ambas cualidades confieren al trabajo un temperamento fundacional y coherente; hasta entonces no se había compilado la cantidad de material que asume el corpus del trabajo ni se había sistematizado de manera académica. Es aquí, en la voluntad ordenadora, donde surge la fundamental discrepancia: el espíritu tradicionalista y aristocrático del autor empaña el estudio.

A la pregunta de base de si existe una literatura peruana que configure un cuerpo unitario, con rasgos intransferibles y distintivos a los de otras literaturas, Riva Agüero responde con la impronta de su linaje: no, la literatura peruana no es original sino una prolongación de la literatura española. Es decir, que la nuestra configura la literatura de una provincia castellana, heredera de un idioma y de un ánimo creativo. En el pensamiento de Riva Agüero, la Independencia había quedado en el pasado como un suceso político trascendente, pero que si bien trasformó el destino del Perú no alteró su cultura.

A manera de conclusión, escribe:

Para que la literatura del Perú dejara de ser castellana, sería preciso que el castellano se corrompiera totalmente y se descompusiera en nuevos idiomas, y por fortuna, en el Perú (a pesar de nuestros numerosos provincialismos y a pesar de la inexplicable intransigencia, del tenaz empeño que la Academia pone en no admitirlos) aquella amenaza es muy remota1. (1905, p. 262)

Siete ensayos

En su libro Siete ensayos de la interpretación de la realidad peruana (1928), José Carlos Mariátegui dedica un capítulo a “El proceso de la literatura”. La nominación es precisa, pues para el autor la literatura no es un “ser” más o menos abstracto, una entidad metafísica determinada por modelos clásicos, o psicológicos o geográficos, sino que la literatura es resultado de una evolución histórica. Este solo discernimiento marca la diferencia con Riva Agüero, quien entendía la literatura como un “ser” con características determinadas. Mariátegui sustenta la idea de un tránsito literario que construye formas y contenidos cambiantes, en un “hacer” friccionado y continuo. Y este fragor da existencia, justamente, a una literatura exclusivamente peruana.

La propuesta de Mariátegui presenta un mecanismo dialéctico en el que participan tres periodos: colonial, cosmopolita y nacional; de las relaciones de rechazo y asimilación que se establecen entre ellos se va adquiriendo la personalidad y autonomía de nuestra literatura. Aunque el engranaje parece sencillo e inspirador, reviste la dificultad de reconocer los rasgos predominantes de cada periodo e, incluso, sus géneros dominantes, lo que nos permitiría la correspondiente tipificación.

La gran virtud de la propuesta de Mariátegui es que instala la literatura como un fenómeno social y, por lo tanto, la somete a un examen con métodos propios de las ciencias sociales en donde el texto literario está en constante diálogo con su contexto social. Eso redunda en una concepción de la literatura como una entrada de conocimiento hacia la realidad, asumiendo “lo nacional” en la literatura como un tema con una fuerte carga política en donde se puede indagar la problemática histórica de nuestra realidad.

Los poetas de la revolución

Le corresponde a Luis Alberto Sánchez, oceánico intelectual limeño, el sitial de estudioso y testigo del desarrollo de la literatura peruana. Desde muy joven se concentró en indagar y desentrañar nuestro pasado literario; sus primeros trabajos se remiten a sus años de estudiante universitario con publicaciones como Los poetas de la revolución (1919) o Los poetas de la Colonia (1921), que irían a desembocar en el monumental estudio titulado Literatura peruana. Derrotero para una historia espiritual del Perú (el primero de los tres tomos publicado en 1928). Se ha achacado en demasía el positivismo —escuela filosófica del siglo XIX— que asumió Sánchez para efectuar la revisión y el ordenamiento de la producción literaria peruana; sin embargo, ya nadie desmerece la voluntad exhaustiva, aunque no siempre rigurosa, que tuvo para registrar y reflexionar sobre nuestro proceso cultural.

Wáshington Delgado (2008) lo explica de manera excelente:

En primer lugar, discute y muy acertadamente el término literatura peruana y lo distingue y contrapone a otro: literatura del Perú. Este último término, literatura del Perú, se refiere a la obra de escritores, no necesariamente peruanos, cuyos textos guardan cierta vinculación temática con el Perú o a las escritas por peruanos, pero que no reflejan nada esencial y genuinamente propio de la realidad del Perú. El adjetivo peruano que se pueda aplicar a esta literatura resulta puramente ocasional y azaroso. Es el caso concreto de la literatura colonial que, casi íntegramente, cae en el ámbito del término literatura del Perú.

En cambio, el término literatura peruana se refiere a unas obras entrañablemente unidas a la realidad del Perú en sus temas, en sus personajes, en su estilo. Las literaturas populares, están comprendidas en él, casi totalmente y asimismo las obras que pertenecen a la literatura culta republicana, desde sus titubeantes comienzos en la poesía de la Independencia hasta su ya madura expresión poética y narrativa en este siglo. (pp. 311-312)

Establecida esta piedra angular, Sánchez despliega su acopio y análisis de nuestra producción literaria a lo largo de los siglos, poniendo énfasis en la energía que irradia el paisaje en la creación de una obra. En su observación resulta condicionante la división geográfica del Perú, pues a cada región le atribuye peculiaridades históricas y psicológicas. Con buen juicio, a las tres regiones clásicas —costa, sierra y selva—, Sánchez añade unos cortes transversales —norte, centro y sur— que terminan por configurar un mapa territorial y cultural del país. No obstante, este acercamiento crea modelos literarios algo forzados.

La última edición de Literatura peruana. Derrotero para una historia espiritual del Perú, publicada en cinco tomos, data de 1989. Sesenta y un años de estudio, con correcciones y agregados, que, al margen de críticas muy especializadas, nos deja un legado amplísimo y de calado hondo, de autores y libros de géneros diversos, con una mirada que reivindica tempranamente la literatura andina aborigen y que arriesga opiniones a contrapelo de la tradición.


Posteriormente, los estudios literarios van a observar el fenómeno literario como un sistema de encuentros y desencuentros, de tensiones continuas donde cada suceso histórico o cada influencia externa producen matices en la interpretación. Esta tendencia en la crítica es progresiva, cada vez más meticulosa y conviene que el docente esté alerta. En este sentido es indispensable recomendar las siguientes lecturas especializadas: La formación de la tradición literaria en el Perú (1989) y Escribir en el aire (1994), de Antonio Cornejo Polar; La narrativa indigenista peruana (1994), de Tomás Escajadillo; y Para una periodización de la literatura peruana (1990), de Carlos García Bedoya.

Solo de pocas categorías podremos estar seguros —ni tanto—: que la literatura es una manifestación cultural de carácter social, que la literatura ausculta la realidad y la representa de manera singular, que la literatura aspira a perfeccionar su instrumento sustancial que es el lenguaje, y finalmente, que nuestra literatura tiene un origen que precede a la escritura.

Sobre estas categorías paradigmáticas podríamos trazar tantos conflictos que estremecen la historia peruana y que promueven un comportamiento o un ‘hacer’ de la literatura: sus modos de acercarse a la realidad, de abordar un tema importante, de privilegiar la producción de Lima sobre las provincias, de focalizar la excelencia estética antes que el alegato social… Tenemos tantos ejemplos, pensemos en las crónicas de la Colonia —tan disímiles las visiones de la explotación en Cristóbal de Molina que en Guamán Poma—; en nuestra narrativa del siglo XIX con sus dos figuras emblemáticas, el tradicionalista Ricardo Palma y el ensayista incendiario Manuel González Prada, uno y otro con temperamento y escritura irreconciliables; o en la narrativa republicana con Enrique López Albújar y José María Arguedas, cuyas imágenes del indio en sus relatos son bastante diferentes.

Si me permite el paciente lector, dejo una tarea escolar: ¿merece ser considerado superior el Vallejo de “Los heraldos negros” porque retrató la vida de su pueblito frente al Vallejo cosmopolita de “España, aparta de mí este cáliz”? ¿Debemos tener mayor deferencia por la narrativa andina de Ciro Alegría antes que los relatos afrodescendientes de Antonio Gálvez Ronceros? ¿Será mejor escritor Julio Ramón Ribeyro porque produjo, preferentemente, narrativa breve mientras que Mario Vargas Llosa optó por las novelas extensas?


Paisaje de la mañana

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