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ОглавлениеEl canon literario
El riesgo de esbozar un panorama de la literatura infantil peruana es que lleva implícito un postulado: insinuar o fijar un canon de nuestra creación literaria para niños. El canon, como sabemos, es el precepto que forma un modelo. Me pregunto si será posible establecer una norma en las aguas cambiantes de la literatura, cuya propia naturaleza es la tensión entre las profundas corrientes y los oleajes imprevistos. Este movimiento dialéctico es la esencia del arte con la palabra que se define más por su ánimo turbulento y transgresivo, que por su vocación conservadora y sus afanes documentarios.
La construcción de un canon es siempre —como lo ha demostrado Harold Bloom, quien además relanzó el polémico concepto en su libro El canon occidental (2006)—, una lectura del presente que sacraliza el pasado; una suerte de arqueología literaria para preservar la letra y el espíritu de una obra o para levantar un monumento a la figura de un autor. En una frase: transferirlo del limbo literario (tal vez del infierno) al cielo en su consagrada condición de clásico. En una de sus prosas apátridas, Julio Ramón Ribeyro (1992) escribe que “la existencia de un gran escritor es un milagro […] Por cada gran escritor, ¡cuántas malas copias tiene que ensayar la naturaleza!”, pero Ribeyro no se detiene a decirnos quién declara este prodigio, a qué entidad divina o humana le corresponde descartar a un escritor y glorificar a otro. Jorge Luis Borges ensaya su propia visión metafísica al afirmar que “Clásico no es un libro que necesariamente posee tales o cuales méritos, es un libro que las generaciones de los hombres, urgidas por diversas razones leen con previo fervor y con misteriosa lealtad” (Borges, 1952).
Nadie discute hoy la importancia de los cuentos del folklore europeo recogidos por Jacob y Wilhelm Grimm, ni los cuentos de Perrault o Andersen, ni las novelas de Carlo Collodi, James Barrie o Lewis Carroll. Estos nombres están unidos a sus obras, que juzgamos imperecederas. Ha sido la llamada comunidad literaria —la academia, los críticos y los lectores— que los ha instalado como clásicos de la literatura infantil universal. Pero en el Perú, donde hay apenas unas líneas dedicadas a la literatura infantil en las páginas de nuestras historias literarias, donde no hay crítica ni teorías preocupadas en este género, donde no hay revistas, y apenas un par de premios que atiendan a la creación literaria para niños, qué institución social o qué personaje puede arrogarse el delicado papel de discernir el trigo de la paja; es decir, descartar a muchos autores y elegir a los pocos que pasarán por el ojo de una aguja.
¿Quién canoniza y qué debe canonizarse de nuestra literatura infantil y juvenil? Creo que en nuestro país, por la manera cómo ha irrumpido el género a través de la escuela, que ha devuelto a la literatura a su estado pedagógico primigenio, sujetándolo a la enseñanza, es a la institución educativa escolar y a sus maestros a quienes les corresponde este papel de supervisión y fijación de obras y autores. En su diálogo sobre la retórica titulado Fedro o de la belleza, la sabiduría de Platón nos aclara por voz de Sócrates que “A unos les es dado crear arte, a otros juzgar qué de daño o provecho aporta para los que pretenden hacer uso de él”. Como maestro de escuela que fui puedo atreverme a especular sobre el tema y a sugerir algunas manifestaciones y unos pocos nombres. He escrito con prudencia atreverme a especular, porque estoy muy lejos de ser un experto en el tema. Por lo tanto, soy consciente de que soy incapaz de ofrecer un panorama general de la literatura infantil en el Perú. Solo alcanzaré a señalar lo que muchos de ustedes advierten —especialmente profesoras y profesores— en un terreno fértil, pero todavía poco conocido y confuso.
Lectura literaria en la escuela
Es evidente que la creación de literatura infantil vive un momento de privilegio en el país y que la lectura literaria en la escuela se ha convertido en un asunto de agenda política. Basta revisar la página web del Ministerio de Educación para apreciar esta inquietud. Es un fenómeno cultural extraordinario, único en nuestra historia, que no hay que desaprovechar. Muchos dirán que es una reacción tardía del Estado con respecto a iniciativas privadas y que muestra demasiadas limitaciones y falencias. Es verdad, pero si no hacemos ahora del libro y del arte literario una herramienta democrática, un instrumento para el futuro, seguiremos viendo en nuestras calles más niños privados de la educación y del carácter, caminando sin destino.
La literatura infantil ha nacido, como preocupación teórica, vinculada a la escuela. Y esta institución se ha ocupado, a menudo, de desautorizar el arte literario al convertirlo en formulación pedagógica, en transmisor de piadosos mensajes al margen de su composición estética; ha arrancado el canto al ave del paraíso y la ha desplumado para comer su carne. Es la búsqueda de una finalidad utilitaria, nutricia del programa escolar y de los mandatos de una pasiva conciencia. Como se repite ahora, de acuerdo a la tendencia ministerial: lecturas que atraviesen transversalmente las asignaturas del grado y que sean, además, formadores de valores. No estoy en desacuerdo ni con el conocimiento ni con la ética que implica toda lectura, pero la composición literaria es bastante más compleja y profunda que una página de manual o que un consejo bien intencionado.
En los últimos años me pregunto si los profesores disponen de dinero para comprar libros, y de tiempo para leer y de destreza para percibir lo que leen, y de energía para releer lo que no comprenden, y de pasión para contagiar estas lecturas a sus alumnos. Lo que he comprobado muchas veces es que el manual de colegio, o el poder de la tradición literaria, o la visita del promotor de una editorial ahorran el trabajo privado de la lectura —sus tropiezos y sus descubrimientos— e imponen un canon indiscutible. Una especie de índex, “Índice de libros prohibidos”, pero al revés. En esta lista se catalogan aquellos libros de provecho para el estudiante y se desliza subrepticiamente una censura. En mi época de estudiante ningún hermano de La Salle discutía las bondades de Platero y yo (1914), de Juan Ramón Jiménez, o de Corazón, de Edmundo de Amicis (1886). Difícil imaginar que algún colegio, en la hora actual, incluya estas dos novelas en su Plan Lector. Otros nombres han venido a reemplazar al poeta español y al escritor italiano. ¿Quiere decir que necesariamente los maestros de ayer habían leído y aquilatado los méritos de estos libros o era más bien que el dictado canónico los había impuesto?
Los maestros no siempre saben de la importancia que reviste un ojo y un oído atento a las generaciones, de la necesidad de una consistente competencia académica y de un educado gusto que exige esa constante labor de elección. Porque si no es buen lector y estudioso de la literatura infantil, es fácil protegerse la ceguera en la tradición literaria y caer subyugado ante el canto de sirenas, es cómodo no dudar de los nombres consagrados y no arriesgar por autores novedosos, es irresponsable no explorar la periferia y afincarse en el centro como un terrateniente. Creo que debería entenderse la labor del maestro de lectura no como un trabajo de taxidermista, sino de libre cultivador de inquietudes internas.