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Literatura oral y literatura infantil6
ОглавлениеProvengo de un país privilegiado, diverso y herido, con una poderosa cultura ancestral que resistió durante décadas la enérgica penetración española y que aún sabe poner su mejor rostro a las contemporáneas corrientes invasivas de Europa y Norteamérica. La llamada Conquista Española del siglo XVI impuso, a sangre y fuego, una creencia religiosa y un estilo de pensamiento que era traducido por un precioso idioma. El merecidísimo prestigio de la lengua castellana como expresión literaria, nace precisamente durante los ardorosos años de la Conquista y se consolida en la Colonia. Cuando el dominico Bartolomé de las Casas miraba aterrado la insania destructiva contra los pueblos de América y redactaba con indignado pulso su Brevísima relación de la destrucción de las Indias, iban fraguándose los genios literarios de la Época de Oro. Aunque resulte duro aceptarlo es imperativo recordarlo: mientras la magia de las huacas, la riqueza material y las artes del Incanato eran avasalladas por la pólvora de bombardas y arcabuces, hasta no dejar piedra sobre piedra, las ilustres plumas de Lope de Vega y Cervantes componían sus obras imperecederas.
Se ha repetido a menudo el poder del alfabeto de hierro sobre el hierro de las armas. Gutenberg, como sabemos, reemplazó las tablillas de madera por los primeros ‘tipos móviles’ confeccionados de metal. De ese modo, la demorada caligrafía de los frailes copistas pasó a ser la reproducción mecánica de textos e imágenes sobre papel y la imprenta, la madre revolucionaria del siglo XV, ocupó un lugar preponderante en la cultura de occidente. Tenemos, de ese modo, que en un corto periodo de tiempo la nación del Tahuantinsuyo —que comprendió parte de los actuales territorios de América del Sur— fue arruinada y sometida a un pensamiento foráneo, a una lengua indómita y a una literatura impresa. Si bien nuestros pueblos poseían una simbología cromática y gráfica, y utilizaban eficaces sistemas de contabilidad, carecían de la noción ‘letra’7.
Generación tras generación de peruanos hemos entrado al siglo XX estudiando en la escuela la asignatura de Literatura Peruana que empezaba con la Literatura de la Conquista y la Colonia. Se omitía cualquier vestigio de creación literaria anterior al testimonio de las crónicas, redactadas, por supuesto, por los clérigos y escribidores de la época. Los maestros de colegio no se detenían a preguntarse por qué una literatura nacional era levantada por manos extranjeras. Grandes mamotretos religiosos o relaciones de prodigios, donde resplandecía una fauna y una flora portentosa, eran dictados por espíritus interesados en algún favor de la corona española o en alguna prebenda divina. No obstante, desde muy pequeños aprendíamos, en la asignatura de Historia del Perú, que el origen del Imperio Incaico residía en una historia maravillosa. Nadie ponía en duda la veracidad de ese relato. Me refiero a “La Leyenda de Manco Cápac y Mama Ocllo”, dada a conocer por el Inca Garcilaso de la Vega, cronista mestizo, hijo del capitán español Sebastián Garcilaso de la Vega y de la ñusta Isabel Chimpu Ocllo, nieta de Túpac Yupanqui, quien establece con sus Comentarios reales8 una de las piedras de toque de nuestra historia, gracias a su esmerada educación occidental, pero, sobre todo, al oído que prestó de niño a la voz de su madre y de los amautas incas, conocedores a fondo de la mitología_y cultura aborigen.
Una figura del siglo XX de similar importancia para nuestra historia, que concilia en su literatura la tremenda colisión de dos mundos, el occidental y el andino, la representa el escritor José María Arguedas. A fines de la década de 1930, con veintiocho años de edad, Arguedas consigue un puesto de profesor en el Colegio Mateo Pumaccahua de Sicuani, en el Cusco. Por entonces radica en Lima, sin empleo estable; de modo que este viaje al interior no solo le permite abandonar una ciudad fatigosa, sino que significa “la realización del más viejo y querido de mis sueños” (Rescaniere, 1996). Porque él presiente —y lo constatará después— que desde la docencia es posible construir un oficio de esperanza y estímulo, que culmine la ilusión por una sociedad más afectiva y justa. Y es como asume su vocación, con utopía e integridad, además de un ingenio propio de sus dotes creativas.
Al término de su primer año de trabajo, Arguedas publica un folleto con los ejercicios de sus alumnos. Él escribe las páginas liminares. Es sorprendente la precisión y actualidad que contienen: juzga con dureza nuestro sistema educativo por el exceso de información, el ánimo memorístico y ninguna curiosidad por la investigación; descalifica a muchos profesores por seguir con fidelidad militar el programa estatal; lamenta no haber leído, durante sus años de estudiante, un solo libro en clase ni haber escuchado palabras amistosas de sus profesores. “Más tarde —afirma Arguedas—, tuve la convicción de que los colegios del Perú… debían trabajar de otra manera”.
Y esa otra manera consistía, por ejemplo, en leer y comentar los informes de sus alumnos sobre las costumbres de sus pueblos. También sobre lecturas de cuento y poemas efectuados en clase. Luego el profesor Arguedas ordenó el frondoso material, añadió valiosas explicaciones y lo entregó a la imprenta. Aquella publicación ha cumplido setenta años, y significó el punto de partida para un trabajo posterior titulado Mitos, leyendas y cuento peruanos (Lima, 1947), elaborado con el escritor y maestro Francisco Izquierdo Ríos. El libro fue realizado por iniciativa de Arguedas, cuando ocupaba la Dirección de la Sección de Folklore y Artes Populares del Ministerio de Educación. Sobre este volumen hace unos años llegó a Lima de Madrid una bellísima edición (Siruela, 2009). Años después, el Grupo Editorial Santillana publicó, en nuestro medio una modesta edición del libro en Punto de Lectura (2013), que reproduce el amplio prólogo de Arguedas e incluye una nota de Sybila Arredondo de Arguedas, quien enfatiza el carácter folclórico del relato popular, cuyo propósito fundamental es, en palabras del escritor:
recrear el espíritu de sus oyentes, para ilustrarlos, para exaltar lo bueno y lo bello, para afirmar las reglas o valores morales que rigen la conducta de sus grupos sociales, para infundir temor a los castigos que sufren quienes infringen esas reglas, para explicar el origen de las cosas. (p. 13)
En el prólogo de Mitos, leyendas y cuento peruanos de Izquierdo Ríos (1947), titulado “Algunas consideraciones acerca del contenido y finalidad de este libro”, el autor hace un recuento histórico de la resistencia cultural desde la llegada de los españoles y cómo la tradición aborigen se protegió, a veces gracias al desplazamiento geográfico —sobre todo de los pueblos amazónicos— y la mayor parte de las veces gracias al proceso de fusión con la cultura invasora, en el que nuestra cultura nativa supo mantener una importante dosis de presencia. Otro aspecto en que incide Arguedas, cuando toca la literatura popular —y lo hace con contrariedad— es la proliferación de cierta literatura folklórica manipulada ex post por un autor. De este modo se destruye el valor artístico de origen y la esencia antropológica; es decir, el dato científico. Con el propósito de rescatar material en su mayor integridad autóctona, Arguedas realiza una gran convocatoria a los maestros de aula de todo el país a fin de que envíen, en su versión más fiel, los relatos tradicionales de sus pueblos. Con este ingente material, depurado y distribuido en las tres clásicas regiones de nuestro territorio: costa, sierra y selva. Ciento veinte relatos conforman el volumen, con textos escritos por profesores y alumnos, que provienen de alejados rincones del Perú y que cumplen, de este modo, un ardiente sueño de Arguedas por transmitir la sabiduría ancestral y estrechar los vínculos entre hermanos para lograr una educación equitativa y liberadora.