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Ventura García Calderón

Literatura Inca. Selección de Jorge Basadre, Introducción general, Biblioteca de Cultura Peruana, Primera serie, n.° 1. París: Descleé, De Brouwer, 1938.

Nota preliminar

No uno, varios libros, hubiera sido preciso consagrar a esta literatura inca que va saliendo de su envoltura polvorienta para asombrarnos, imprevista y luminosa como ese peto de colibrí que llevaban las momias en las huacas. Por muchos siglos no se la toma en cuenta. El mismo Garcilaso traduce a porfía el latín de León Hebreo, pero no se decide a revelarnos sino de paso los primores de aquella literatura escrita o cantada en el lenguaje de su madre. En el siglo de la conquista, algunos seglares, algunos frailes recogieron fragmentos literarios que atestiguan, ya un tono de exaltación en los himnos de triunfo; ya, la más veces, un lirismo peculiar de tierna y mansa cadencia en que el poeta está siempre a tono con su quena sollozante y con la melancolía aterida de su paisaje.

Lo que nos resta permite adivinar lo que se perdió. Perdido más que por incuria, por deliberada intención de los nuevos amos. Poco o nada quisieron conservar estos de una lengua que sonaba a herejía. Se destruyeron los quipus; se opuso a tantas deliciosas fábulas la mitología cristiana, si así puede decirse; se pretendió abolir con el lenguaje todo fermento de insubordinación. «Habla en castilla», solían decir iracundamente al indio que tartajeaba frases de extraña sintaxis. No incurriremos en la cómoda injusticia de culpar a nuestros abuelos que siquiera fundaban en la Universidad de Lima la indispensable cátedra de quechua, suprimida más tarde. Nosotros todos tuvimos la culpa de ese abandono. El que esto escribe recorría hace un lustro los Andes del Perú en busca de minas de plata; y muchas veces en un tambo del camino quiso enterarse de la significación de esa canturria que exhalaba un indio acurrucado, con las manos cruzadas sobre el pecho, en la rigurosa actitud de las momias. «No haga caso, doctorcito, son tonterías de estos bárbaros», respondían invariablemente los compañeros de viaje, mestizos de la Sierra que se consideraban ya de casta superior por haberse doctorado en la Universidad. Cuando insistí en que me tradujeran, maravillóme esa poesía de alborada, llena de cosas estelares y de copos de algodón y de «palomitas».

[…]

Parece, pues, llegada la hora de proceder al cabal inventario del pasado literario inca. No debe ocultarse que tal investigación es dificilísima, por lo mismo que no quedaron sino testimonios orales o las narraciones de los cronistas, a menudo inconexas, singularmente en lo que se refiere al acervo literario. «Con frecuencia –apunta Burga– hay notables discrepancias entre ellos, discrepancias que a veces son sólo de redacción y otras de fondo». Primero es necesario desentrañar en las mencionadas crónicas de conquista, en los itinerarios para párrocos de indios, en las primeras gramáticas quechuas, toda una serie de himnos, leyendas míticas, cantos de triunfo o hayllis, primeras fábulas o cuentos y, en fin, la admirable poesía elegíaca, el yaraví o haraui, queja amorosa, estridencia solitaria y nocturna que parece surgir del hondón de la raza. El investigador, el folklorista tiene que ir en seguida a las fuentes vivientes de tal poesía, así estén adulteradas por la larga convivencia con otro idioma (a tal punto que es corriente en la Sierra el canto híbrido en ambas lenguas, quechua y castellana). Afortunadamente el canto y la música han conservado muchas de estas canciones antiquísimas. A los esfuerzos precursores de Alomía Robles y de los esposos d’Harcourt se debe mucho en tal sentido. Con todo puede decirse comparativamente, si recordamos lo hecho en otros países de América –en el Brasil, por ejemplo– que nuestro folklore está en mantillas.

Por lo que tenemos –transcrito de los cronistas o perdurado en la Sierra– puede juzgarse ya del tono y de la calidad de esta poesía. Con su cabal comprensión de todo lo que atañe al pasado peruano, José de la Riva Agüero la describe así: «Cantinelas frescas y melancólicas como un paisaje de madrugada andino. Poesía blanda, casta y dolorida, de candoroso hechizo y bucólica suavidad, ensombrecida de pronto por arranques de la más trágica desesperación. Esquiva y tradicional, esta raza, más que ninguna otra, posee el don de lágrimas y el culto de los recuerdos. Guardiana de tumbas misteriosas, eterna plañidera entre sus ruinas ciclópeas, su afición predilecta y su consuelo acerbo consisten en cantar las desventuras de su historia y las íntimas penas de su propio corazón. Todavía cerca de Jauja, en el baile popular de los Incas las indias que representan el coro de princesas (ñustas) entonan, inclinándose con exquisita piedad sobre Huáscar, el monarca vencido: «Enjuguémosle las lágrimas; –y para aliviar su aflicción, llevémosle al campo–, a que aspire la fragancia de las flores»: Huaytaninta musquichipahuay

De los más antiguos y hermosos yaravíes (haraui en quechua) es el que comienza: Purum pampapi piscucunata

«A la llanura solitaria –íbamos los dos– a oír el trinar de los pájaros»…

[…]

«La misma suavidad lírica, la misma incomparable mansedumbre mezclada a ratos con intenciones satíricas y burlas caracterizan las fábulas y consejas en prosa. En ellas no solo hablan los animales sino los árboles, las cuevas y los cerros: toda la Naturaleza se anima y personaliza. En su intuitiva inocencia, el quechua concibió la fraternidad del Universo. Las aguas sagradas de los manantiales (puquios) infunden el cariño o el olvido. Las rocas y las pampas se conduelen de los desgraciados; y las clementes y misteriosas palabras con que dialogan, solo pueden oírse en sueños. El venado que huye anhelante por los riscos fue un rico cruel transformado en animal medroso y siempre perseguido, porque despreciaba a su hermano pobre; en las nubes multiformes que encubren las cimas, ven los genios benéficos de los Andes; y en las aisladas peñas que se elevan sobre los pajonales, pastores petrificados en castigo de sus faltas. En las noches de luna nueva, por las lejanías lucientes o bajo las recortadas sombras del arbolado escaso, una joven hermosísima y atribulada, hija de un cacique, a la que raptó el Diablo. En las grutas tenebrosas, creen que duermen tranquilos con sus tesoros los curacas de la Conquista que no quisieron sobrevivir a sus legítimos soberanos».

(pp. 24-27)


Ventura García Calderón

Escritor, editor, diplomático y crítico peruano. Nació en París el 23 de febrero de 1886. Estudió en la Facultad de Letras de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, donde también siguió las carreras de Ciencias Políticas y Administrativas y Derecho, pero no llegó a culminar sus estudios porque a la muerte de su padre, en 1906, su familia decidió establecerse en Francia. Fue canciller del consulado en París y Londres pero renunció como acto de protesta tras el encarcelamiento de José de la Riva-Agüero. Gran parte de su vida residió en Francia, motivo por el cual muchas de sus obras están escritas en francés. Se dedicó a la redacción en diarios y editoriales. Destacó en variados géneros literarios, especialmente en el cuento, siendo su obra más representativa la colección titulada La venganza del cóndor (1924). Además de cuentos, Ventura escribió teatro, poesía, novelas, crónicas y crítica literaria. Murió en París en 1959.

Paisaje de la mañana

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