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Otros ámbitos de la literatura infantil
ОглавлениеEn un texto perspicaz titulado “Contra la literatura infantil”, el extravagante escritor argentino César Aira despotrica contra el género y da razones que el tiempo ha sabido comprender. Se queja, en primer lugar, de las puerelizaciones de muchas adaptaciones —las califica de “criminales”— en las que han caído obras importantes del pasado como Los viajes de Gulliver, Robinson Crusoe, Alicia en el país de las maravillas o La isla del tesoro. Han dañado —creo entender— la esencia del lenguaje, por el afán de los editores de acercar la gran literatura a un mercado infantil. Este empeño comercial ha convertido la literatura infantil en un subproducto literario del siglo XX; la categoría que conocemos como subliteratura.
Otro aspecto que considera Aira es la negación de la libertad; la genuina literatura inventa a su lector, mientras que la literatura infantil fecunda sobre un organismo definido y examinado como si fuera un sujeto embalsamado, sin voluntad ni inquietudes. No solo trabaja sobre niños arquetipo, sino sobre edades determinadas. Para lo cual, fabrica libros que no son objetos aburridos, como los que leen los adultos, sino que son objetos manipulados como juguetes para hacer de la lectura una mera diversión: ahí están, dice, “libros acordeón, libros de tela, con ventanitas en las páginas, desplegables, transparentes, con ruido, transformables (como los que hizo el genial Lothar Meggendorfer), libros impresos con tinta invisible, libros origami, elásticos, y los maravillosos flip-books o folioscopios”, (Diario El País, Madrid, sábado 22 de diciembre de 2001).
Y creo que del lado de dicho esparcimiento —a menudo algo banal y que ha adelgazado el género— está la práctica de una literatura sin mayor responsabilidad artística o formativa. Ganada por intereses subalternos, como la visión política conservadora o los réditos de orden empresarial que han lesionado nuestra genuina literatura infantil. Fenómeno que se ha advertido también en la gran literatura peruana con diversos temas; con el tema del indio, por ejemplo, que desde el siglo pasado, durante el romanticismo, fue visto como un personaje decorativo y retórico. Casi una figura de álbum histórico, que fue modificándose y adquiriendo en el tiempo una dimensión más real: recordemos el indio montaraz de los Cuentos andinos (1920) de Enrique López Albújar; el indio pintoresco de La venganza del cóndor (1924) de Ventura García Calderón o el indio poético de Los perros hambrientos (1939) de Ciro Alegría. En esa línea llegamos al punto de intensidad narrativa de José María Arguedas, con un indio no solo carnal sino profundamente humano, desplegado desde su libro de cuentos Agua (1935) hasta su novela Los ríos profundos (1958).
También en la literatura infantil se ha abordado la literatura popular, sobre todo andina, produciendo una considerable batería de relatos adulterados. Y como existe un reclamo de un sector del magisterio nacional para trabajar con textos peruanos —entendidos exclusivamente como andinos—, la recreación de la narrativa tradicional ha operado como inagotable surtidor del género, sobre todo en provincias, sin prestar demasiada atención a la calidad estética. Hace casi setenta años, José María Arguedas mostró su desazón en el prólogo que escribió para el libro recopilatorio Mitos, leyendas y cuentos peruanos (1947), que convocó con Francisco Izquierdo Ríos y que contó con la colaboración de muchos maestros de escuela de todo el país. El libro fue publicado por un comprometido Ministerio de Educación, escribe Arguedas:
En el caso del folklore, esta ineficacia aparece agravada por una frondosa literatura cultivada en toda clase de publicaciones de las provincias y de la capital. Esta inmensa e inútil literatura prolifera, cada vez con mayor fecundidad, a causa del equivocado concepto que se tiene del folklore y de la peligrosa y tenaz convicción que ha sido difundida en el sentido de que los “temas” folklóricos pueden ser y deben ser aprovechados para la composición literaria; pues, de este modo, tales composiciones tienen, además de valor artístico, interés científico, y por añadidura valor “nacionalista”. Y en realidad, es que casi la totalidad de esa literatura no tiene realmente valor de ninguna especie, pues el valor científico del dato folklórico es totalmente destruido por la fútil y negativa recreación personal de los autores. (2009, p. 18)
De este modo se ha trabajado también el personaje niño, como si fuera un querubín sonrosado y soñador a la usanza de un antiguo cromo. Ojalá me refiriera a la literatura de hace un siglo, pero no. No solo es influencia de una época sino de la entelequia que tienen algunos improvisados escritores o maestros y maestras que no consiguen admitir las travesuras ni los sudores de un niño real. El concepto de infancia o de adolescencia es, mal que bien, una construcción social en la que participamos todos los que formamos parte del entorno de un chico o una chica. Muchos adultos, sobre todo educadores, parecen empeñarse en extender esa brecha generacional y muchas veces la literatura infantil sirve de aliada pedagógica para “enmendar” una nueva generación, según los virtuosos modelos de escritores obstinados en plasmar una retórica nostalgia, o simplemente ávidos de sus regalías de autor.