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La función de las editoriales

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Como el paso de un tren de alta velocidad, nuestra sociedad ha presenciado la última década el agitado tránsito de editoriales nacionales y extranjeras interesadas en introducir sus publicaciones en las escuelas del país, gracias a los benditos vagones del Plan Lector. Una serie de factores ha amplificado el fragor de este tren bala y lo ha convertido en un fenómeno de cultura mediática: los resultados de las pruebas PISA, la maltratada figura del docente, las polémicas en torno a la “televisión basura” y, sobre todo, el equívoco propósito de los gobiernos por mejorar la educación nacional.

Desde hace unos años, algunas casas editoriales han inaugurado su colección de libros infantiles y juveniles, y han apresurado sus catálogos para ocupar un espacio en los programas de lecturas de colegios públicos y privados. Han afiliado a nuevos autores —cuanto más famosos, mejor—, embellecido su propuesta gráfica y peleado palmo a palmo en las licitaciones que convoca el Ministerio de Educación. Ojalá fuera, me digo, una auténtica preocupación por cubrir el itinerario de la literatura infantil y juvenil, cuyo impulso debería estar más vinculado a la difusión de textos valiosos y a la construcción de lectores competentes que a un provecho de naturaleza empresarial.

Me dirán que pienso desde la utopía —esa isla con ideales creada por Tomás Moro12— y no se equivocan, pues sostengo que todo vehículo transmisor de cultura debiera asumir el compromiso de renovar la sociedad. De hacerla más digna. Y ese papel le corresponde a las editoriales, sobre todo a aquellas que incursionan en el ámbito de la escuela. Las grandes editoriales que trabajan en el Perú desde hace décadas, específicamente Santillana y Norma, iniciaron sus planes de lectura asociados a la promoción y venta de manuales escolares. Es decir, la campaña en favor de la lectura de niños y jóvenes nacía en el Perú no como una preocupación del Estado ni de la sociedad civil, sino gracias al empeño de unas empresas con indudable experiencia en ese terreno, y desde luego con mucha expectativa comercial.

De las antiguas publicaciones, tanto de manuales como de textos de lectura, son muy pocas las que recuerdo: Editorial Bruño, tal vez la más antigua en el país; Editorial Universo; Editorial Nuevos Rumbos; Editorial Colegio Militar Leoncio Prado; Editorial Labrusa… eran publicaciones modestas, que carecían de las cualidades que pudieran hacerlas atractivas para los niños. Incluso ahora que he revisado decenas de libros para este trabajo, considero que las primeras que circulan entre nosotros con una señal de modernidad y atractivo son las que realizó el Ministerio de Educación en los primeros años de la Junta Militar de Gobierno.

La expansión actual de la industria de libros para niños y jóvenes ha propiciado una mejora en la calidad de la edición y un abanico enorme de opciones. La vitrina de hoy ofrece a los maestros y maestras una gama de contenidos, temas, objetivos pedagógicos, empastados, precios… y, por supuesto, autores de distinta laya. Los docentes también han empezado a reconocer el valor de determinados oficios, que hasta hace poco resultaban desconocidos para ellos y que ahora consideran complementarios a su labor docente: el discreto encanto de quien escribe para niños; el quehacer de las personas que corrigen y editan el libro; el talento artístico de quienes ilustran el texto; y, por último, esa especie de hada madrina que tercamente visita los colegios en su afán de instruirlos y persuadirlos, y que recibe el diligente nombre de promotora.

En los últimos años se han sumado dos editoriales españolas, Planeta y SM; una colombiana, Panamericana; y ha arribado el grupo editorial Penguin Random House, el mayor grupo editorial del mundo. Todos ellos poseen un gran prestigio y un poder de producción, mercadeo y difusión inalcanzables para los niveles de nuestras editoriales y de la capacidad del Estado para producir o adquirir libros de literatura infantil y juvenil. Si además de la trascendencia cultural que les compete a las editoriales aceptamos su responsabilidad social, docentes y padres estamos en el derecho de exigir libros con excelentes contenidos y bellas presentaciones. Y, por qué no, decididos aportes a la promoción de la lectura.

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