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ОглавлениеLuis Alberto Sánchez
Panorama de la literatura del Perú. Desde sus orígenes hasta nuestros días. Lima: Editorial Milla Batres, 1974.
Indios, españoles y los demás
Insisto, acaso en demasía, sobre este punto, porque a él se halla ligado el proceso completo de la “literatura peruana” o “del Perú”, tal como yo la entiendo. No se trata sólo de averiguar los hechos simultáneos que rodean a cada fenómeno, escuela o personalidad, literarios. Mi empeño es más ambicioso: trátase de la imposibilidad de analizar cualquier personalidad u obra literaria sin rastrear sus afluentes, orígenes, resonancias y apetencias de índole social. En el fondo, hasta los artistas más aparentemente desligados de la vida de sus pueblos, encierran por reacción, fiero individualismo, trémula evasión, desdén —que no resulta de una voluntad individual, sino de condiciones objetivas que le dan vida— o arrogancia. José María Eguren, el primer poeta simbolista del Perú, que nunca escribiera una página anecdótica, que nunca se refirió a una efemérides, el poeta intemporal y hasta inespacial en su obra y en su figura de mago niño, responde sin quererlo y sin saberlo a un momento determinado de la vida del Perú: al cansancio de la alusión, al anhelo de espiritualidad una vida harto filistea, al ansia de fantasear en un país sin fantasía, al entusiasmo por la nueva literatura francesa. Eguren contesta a múltiples anhelos, y ello corresponde al deportismo greguerista de Ramón Gómez de la Serna, a los funambulismos intrascendentes de Valdelomar, coetáneo y lanzador de Eguren, de ese Eguren que fue a modo de cohete lírico en alcoba acolchada, juglar sin mucha audiencia, para niños mayores de edad.
Esta manera de considerar la literatura riñe con la ritual forma de mirar las belles-lettres. No se trata ya de esas “bellas letras”, sino de “las letras”, que siempre son bellas, porque rezuman vitalidad. Todo lo que expresa vida contiene, en su fondo, una belleza poderosa. Si a veces el gusto ambiente la pospone, no tardará en readquirir su señorío. La multiplicidad de los modelos clásicos de la vida impone en pro de todo el que la interpretó fielmente un día, cualquiera que sea la forma de expresión que adopte. Y si la vida, en cuanto asoma, crea belleza, la nueva forma de considerar la literatura —expresión superestructural según el dogma marxista— es ya una disciplina nueva, es ya una faceta inédita de la sociología, (también embrionaria disciplina en gestación constante); es una ciencia o un método que debe adoptar un nombre adecuado e intransferible: por ejemplo, el de socioliteratura. Múltiple expresión como es la forma escrita, en sí, viénenle estrechos ya los términos de “bellas letras” y de “literatura” a secas.
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Pero, antes se impone un distingo fundamental: “literatura peruana” no es exactamente lo mismo que “literatura del Perú”. Esta última expresión comprende todo lo escrito por literatos nacidos en mi país, y, también, por literatos residentes largo tiempo en él: casos análogos serían los de Groussac, en Argentina, Bello, en Chile, y tantos más. La primera de estas clasificaciones, “literatura peruana”, se refiere a la expresión literaria típicamente, esencialmente peruana, saturada de ingredientes peruanos, con mayor concavidad nativa —sin incurrir en el nativismo sistemático—, más consonante y acordada con la emoción, la psicología, el panorama y el anhelo de la nacionalidad. Ser “literato del Perú”, puede no pasar de una mera casualidad geográfica. Ser literato “peruano” implica, además, una identificación con el medio ambiente. Una consustanciación con el paisaje y el hombre. No se trata ya de un simple hecho topográfico, sino de una interpretación cabal, por encima de la costumbre —que puede ocupar la imaginación de cualquier turista a lo Morand—, en los adentros de la idiosincrasia nacional.
Admitido el distingo, me atrevería a enunciar una primera herejía crítica o socioliteraria: hubo “literatura peruana” solo hasta entrados los primeros cincuenta años de la Conquista española, (pese a la duda sobre existencia de “litterae”, de la letra, antes de la llegada de Pizarro al Perú, con quien por lo demás no advino la letra sino la iletralidad). Entonces sobrepusiéronse elementos importados, ajenos al genio del país, en una ola de imitación postiza, epidérmica, que ha durado, con raras pausas, hasta hace menos de treinta años. A partir de 1916, la inquietud vuelve a crear una “literatura peruana”.
Existe un hecho, común a todas las literaturas indoamericanas, sobre el cual conviene insistir. No se puede hablar de un acento uniforme en la literatura del Perú. Ocurre con ella lo que con el idioma español del tiempo de la conquista, por ser ambas —la literatura del Perú hasta hoy y el idioma español entonces— procesos en marcha, incompletos, enderezados hacia un objetivo. Cada región tenía entonces su dialecto, su jerga peculiar. Y América está salpicada de provincias dialécticas o regionales, lingüísticamente hablando, a causa del origen extremeño, andaluz, castellano, vascuence, gallego o catalán, que aquellas tuvieron. Cada zona de influencia poseía su fisonomía propia, sin que pudiera hablarse aún de comunidad de aspiraciones hispánicas. Bajo el aluvión de provincialismos pugnantes entre sí, la masa indígena tendió su resignación como el mejor estadio para realizar el mestizaje. Ella infundió unidad a las discrepancias comarcanas. Ella dio vida al idioma unitario soñado por Nebrija, en virtud de una profunda mescolanza de los parroquialismos peninsulares con la lengua general del indio atento y receptivo.
La literatura del Perú presenta hasta ahora características semejantes. El más superficial de los observadores comprueba, a poco que la examine, una afirmación fundamental: No hay un solo Perú; hay varios Perúes. Existe un Perú de la costa, un Perú de la sierra y un Perú de la “montaña” o de la selva; y, sicológica y económicamente hablando, existe un Perú del norte, un Perú del centro y un Perú del sur. Sí, en cuanto a naturaleza, los tres primeros son más determinantes, en cuanto a características sicológicas, los tres últimos tienen mayor beligerancia.
El hombre que vive en ese país no puede, pues, tampoco tener una reacción uniforme ante la vida. Su conformación étnica es tan diversa como el escenario en que se mueve. Al autóctono indígena, grave y retraído, de ingenua alegría y hábitos colectivos, se sobrepone el español ambicioso y extrovertido, de júbilo arrogante, de bronca soberbia y de hábitos individuales. Y ni siquiera es “un” español el que se sobrepone; ni había alcanzado a cuajar en “un” solo indígena, el autóctono. Son andaluces, castellanos, extremeños, los que aportan sus diversas modalidades psicosociales al Perú prehispánico. Y con esto, casi al mismo tiempo, llueve el hervor africano, el negro sensual, vistoso, decidor, plástico, aficionado a la danza, al rito, al paramento, emborrachándose con tonadas y bailes para olvidar sus cadenas, apunto tal que un historiador colombiano —Vergara y Vergara— apunta que “el español no dio alegría al negro, sino que éste se la dio a aquél, a pesar de ser esclavo”. No ha sido aún bien estudiado este aporte negro en nuestra expresión literaria, aunque ya don Ricardo Rojas suministra varias observaciones con respecto a la literatura popular argentina y a la estirpe Rubén Darío. Pero, en todo caso, sin insistir más en ello, puesto que no es este lugar oportuno para mayores reiteraciones, el negro modifica la contribución cultural española y mezcla a la gravedad de indios y españoles (ambos, razas cultivadas; ambos, expresión de dos mundos trabajados por el pensamiento y la ambición), su virginidad de selva intransitada, recién, entonces, abierta al sol.
Otros aportes más modelan sucesivamente al hombre del Perú, tanto desde el punto de vista físico como desde el espiritual. Con el español llegan algunos italianos que airean un poco más la atmósfera de las altas cumbres culturales. El andaluz se afinca en la sierra mucho menos que en la costa. El francés empieza a ejercer influencia a partir de la primera mitad del siglo XVIII en Lima, pero nada más que ahí. Después de la independencia, el sajón y, luego, aunque no es muy visible aún su afluencia espiritual, el asiático sólo en la costa. En tanto la sierra conserva su fisonomía predominantemente indohispana, más india que hispana. Cuna del “nuevo indio”, modificado por los mestizajes de sangre y de culturas, la sierra que en todo sentido constituye las tres cuartas partes del Perú, avanza poco a poco y establece sus fueros. En ese avance y en esa reivindicación de valores absurdamente pretéritos radica lo más importante del aspecto actual de la cultura peruana —“peruana”, no solo “del Perú”.
(pp. 11-21)
Luis Alberto Sánchez
Escritor, abogado, historiador, periodista, crítico literario, traductor y político peruano. Nació en Lima el 12 de octubre de 1900. Se le considera una figura central en la vida literaria peruana, habiendo generado polémica por sus posiciones políticas. Estudió en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos donde obtuvo el doctorado en Letras en 1922. Dedicó muchos años de su vida a su casa de estudios tanto como maestro, decano de la Facultad de Letras (1945) y rector de la universidad (1946-1951). Asimismo fue uno de los principales animadores del Conversatorio Universitario fundado en 1919. Fue miembro de la Academia de la Historia y de la Real Academia Española. Publicó artículos y crónicas periodísticas; y llegó a escribir libros de distintos géneros: novelas históricas, monografías, crítica literaria, crónicas, ensayos. Entre sus mejores aportes destacan sus estudios sobre Manuel González Prada y José Santos Chocano. Otras de sus obras son: La literatura peruana, derrotero cultural para una historia del Perú (1928-1936), Los poetas de la Colonia, y Proceso y contenido de la novela hispanoamericana (1976). Murió en Lima el 6 de febrero de 1994.