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El Potrero

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La canchita de 29 era un autentico potrero, un baldío de unos cuarenta metros de ancho por unos cincuenta de largo que anteriormente debió ser quinta de hortalizas, porque todavía estaban los surcos de la siembra; allí pastaban por la noche los matungos de don Pancho y de día se convertía en el mejor estadio del mundo.

Era bastante despareja, los surcos nos obligaban a agudizar la habilidad para transportar la pelota y para pegarle, calculando siempre los piques imprevistos. En verano, los yuyos crecían muchísimo; salían unos cardos enormes con unas espinas gruesotas que de tanto en tanto atravesaban la zapatilla de algún jugador.

Como las fronteras de un imperio en constante expansión, los límites laterales del campo de juego se iban extendiendo en la medida en que los wines ampliaban sus desplazamientos. La altura del pasto indicaba la intensidad del juego por cada sector. Iba de la ausencia absoluta en el medio hasta convertirse en una selva a la altura del corner más lejano. Pero eso no tenía ninguna importancia, para nosotros era el Monumental, la Bombonera, el Maracaná, Wembley; allí nos sentíamos Garrincha y Pelé; Artime y Onega, Mario Rodríguez y Savoy, Corbata y Rojitas, Sciacia y el Tanque Rojas, Flores y Verón,

Allí dimos la vuelta al mundo mirando girar una pelota y dimos la vuelta a la vida en un día febril y eterno de verano. Transitamos por la cornisa de la displicencia ganando un barrio contra barrio por goleada; mordimos el polvo de la vergüenza perdiendo por paliza la revancha y abrazamos la gloria en el bueno, con el último gol en las primeras sombras del anochecer.

Allí, debajo de los contrapisos de las casas y los departamentos que hoy ocupan su lugar, han quedado grabadas las indescifrables huellas de nuestras gambetas y el indeleble candor de nuestra alegría. Allí, debajo del cemento y los ladrillos, está enterrado un pedazo de nuestro corazón. Si algún arqueólogo algún día, dentro de miles de años, remueve esa tierra investigando como era la vida en el pasado, encontrará algo así como la pisada de un animal prehistórico, pero no descubrirá su nombre comparándola con la de los gliptodontes ni buscándola en los libros virtuales del futuro. Sólo podrá develar el misterio si en algún museo escondido o en algún desván olvidado, ha sobrevivido un par de botines Sacachispas.

Y si sigue excavando, en algún momento sentirá que la tierra cruje con un ruido extraño, que se convierte en algo así como un grito, como el eco de una palabra desaparecida que retumba en algún lugar de la memoria. Consultará con otros y les dirá perplejo “¿no se escucha algo así como goooooool?”.

Por algo habrá sido

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