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La pelota

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Cuando el bichito del fútbol entró en mi casa, Guillermo andaba por los ocho años y yo por los diez. No se como ni cuando exactamente empezamos a interesarnos por el juego que trajo a la Argentina Alexander Watson Hutton a fines del siglo diecinueve, pero si recuerdo que nuestro primer balón fue una argamasa de recortes de trapo forrados con una media rota. Nos pasábamos horas y horas jugando en el galpón del fondo, cabeceando los centros que nos enviaba nuestro wing imaginario: la pared. Como el galpón estaba lleno de herramientas y trastos viejos, no había mucho espacio para jugar a ras del piso, la alternativa entonces era el juego aéreo, en el que Guillermo me sacó rápidamente considerables ventajas. Hacíamos un solo arco y tirábamos la pelota contra la pared para que rebotara y volviera como un centro para cabecear o parar con el pecho y bajarla para el voleo. Mi hermano saltaba y le daba con asombrosa facilidad a la pelota, dirigiéndola con fuerza hacia donde quisiera, con la frente o con los parietales.

Esas destrezas pronto empezó a demostrarlas en la canchita de la esquina, de la que nos convertimos rápidamente en visitantes consuetudinarios. Guillermo no sólo cabeceaba bien, sino que también le pegaba certeramente con cualquiera de los dos pies, por lo cual se ganó inmediatamente el mote de “Zurdo”.

Cuando éramos pocos o teníamos una pelota chica, jugábamos ahí, en una canchita improvisada y asimétrica, cuyos arcos estaban en un baldío muy chiquito en la esquina de 68 y 28, pegado a la casa de los Amiconi. De un lado tenía como límite insuperable la medianera de la casa, pero del otro se extendía hasta la ligustrina de la casa de enfrente, incluyendo la calle y la vereda. Ese era prácticamente el único espacio donde podía desarrollarse el juego, porque la parte central era demasiado chica para gambetear o intentar cualquier otra cosa.

En la esquina empezamos jugando con pelotas de goma, las de cuero escaseaban. De vez en cuando aparecía una número tres, pero las número cinco eran casi inaccesibles. Para colmo, algunos de los propietarios de esa rara joya barrial no querían llevarla a la esquina porque se les gastaba en los roces sobre la tierra pelada y en los rebotes contra la pared. Así, la pelota número cinco pasó a ser nuestro más codiciado objeto de deseo; nuestro sueño dorado era un pedazo de aire cubierto de cuero. La oportunidad de tenerla se presentaría para el Día de los Muertos.

Por algo habrá sido

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