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La Gambeta

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A mí me tocó sufrir en carne propia la discriminación degradante que se les imponía en el barrio a todos los que no sabían jugar bien a la pelota. Me tocó soportar el tormento del desprecio y el escarnio de la burla con que se castigaba despiadadamente a los “troncos” y a los “pataduras”. Flagelado socialmente por no saber gambetear y por pegarle “de punta”, era tratado como minusválido futbolístico. Y hasta padecí la humillación de quedar marginado al papel oprobioso de testigo, mirando desde un costado del potrero como otros se divertían con mi propia pelota. Yo era tan malo, que no tenía ni siquiera derecho a jugar.

Pero eso empezó a cambiar repentinamente desde aquella mañana en que descubrí la gambeta. Hasta entonces había sido un jugador rudimentario, de correr como un desesperado tras la pelota, con un espíritu de sacrificio capaz de alcanzar la inmolación futbolística. Con esos escasos recursos era, sin embargo, útil para el equipo; generoso en el gasto de energías y en la administración del balón, que siempre pasaba fugazmente por mis pies, incapaces, por impericia, de retenerlo por mucho tiempo.

Para entonces yo ya había empezado a comprar la Goles y El Gráfico y a querer vestirme como los jugadores de fútbol profesionales, imaginándome que un día era de un equipo y otro día de otro. Ese día me había puesto una chomba y un pantalón corto blancos y una medias negras, tratando de imitar el uniforme de Universitario de Lima, y me fui para la esquina. Y ahí, entre los árboles de la vereda de los Rollié y sobre las toscas de la calzada, mágicamente, descubrí que yo también podía. Era como si la pelota repentinamente se hubiese enamorado de mis pies y me di cuenta de que, acariciándola suavemente de un lado a otro, podía conservarla mucho tiempo sin que pudieran quitármela los adversarios. Así descubrí esa mañana el placer de la gambeta, que, por la vía del exceso, pronto se me convertiría en adicción; en el pernicioso vicio que me llevaría a la perdición futbolística unos años después.

La gambeta es un baile de improvisación permanente, ejecutado por una pareja que puede llegar al delirio sin seguir ninguna regla: el hombre y la pelota. A ras del piso nada está prohibido entre los dos, pero de él depende que sean inseparables. Para eso tiene que saber tratarla y protegería, conocer sus caprichos y presentir sus intenciones, saber que tarde o temprano se irá con otro, no por infiel y promiscua sino porque ha nacido para no ser de nadie.

Pero si sabe tratarla puede conseguir que no se vaya antes de tiempo, que parta en el momento justo, cuando él decida despedirla con un golpe dulce y seco, como un beso de adiós en la mejilla. Para que la pareja sea feliz y el baile sea perfecto la pieza tiene que terminar en ese instante, ni después ni antes. Si no, sufrirá el síndrome inevitable del adulterio, el flagelo atroz del abandono, o peor aún, la desesperante impotencia del artista que perece sin ver terminada su obra.

Él tiene que saber que ella es como un pájaro, al que hay que echar a volar después de darle calor, si no, se puede terminar ahogando. El gambeteador sabe que su placer tiene la eternidad de lo efímero. Por eso tiene también una medida exacta que no se debe sobrepasar. Excediéndola, sucumbiendo a la tentación de la lujuria, se convierte en un vicio lascivo. En un erotismo repetitivo y superfluo que culmina en la esterilidad. Por eso sus mejores cultores no han sido, ni lo serán nunca, aquellos que la practican en sus formas más opulentas, los que la acumulan en demasía. Sino, los que tienen el envidiable privilegio de saber descifrar cual es su justa y misteriosa medida.

Por algo habrá sido

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