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2.2. De la Gran Guerra a la segunda posguerra mundial: El escenario de la Gran Depresión

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Las dos décadas de entreguerras están seccionadas por la Gran Depresión iniciada en 1929 con el crac de la Bolsa de Nueva York, y rápidamente extendida, con una virulencia sin precedentes, al otro lado del Atlántico. Hasta entonces, el patrón oro vive en crisis, aunque algunos países vuelven a él de manera efímera –bajo la variante del patrón cambios oro– a lo largo de los años veinte, que lo son, en general, de expansión económica, aunque también de intensificación de las políticas proteccionistas y de rebrote de tensiones inflacionistas, heredadas ambas de la dislocación económica provocada tras la Guerra del 14.

Durante el decenio de 1920 el mundo capitalista, superada la crisis posbélica, intenta volver al tan confiado como ya imposible escenario anterior. Y, en otra parte del mundo, en Rusia, prende la llama de un nuevo sistema político –y también económico– que trata de hallar, sobre bases distintas, el progreso y la mejora material de las condiciones de vida. El retorno, en la segunda mitad del decenio de 1920, a un patrón oro internacional algo modificado –el citado cambios oro–, no solo resulta complicado desde un primer momento, sino que se viene abajo con la crisis iniciada en 1929.

Tres factores, al menos, condicionan esa frustrada vuelta al patrón oro: primero, el efecto de las reparaciones de guerra acordadas en Versalles; segundo, las forzadas paridades establecidas entre algunas de las principales monedas, sobre todo cuando la colaboración entre sus bancos centrales comenzó a flojear; y, tercero, la creciente rigidez de los mercados y el auge inicial, luego muy reforzado en la mayor parte de los países, de un intervencionismo estatal que subordinaba el libre juego de las fuerzas del mercado al logro de sus objetivos internos de política económica. De tal modo que la década de los veinte –la que va de la Paz de Versalles al crac de Wall Street–, además de alterar los fundamentos económicos previos a la Gran Guerra, comenzando por el de la cooperación internacional, contempló igualmente el creciente endeudamiento público de países muy diversos, encabezados por los principales de Europa occidental. No es extraño, pues, que se atribuya a los «errores de los veinte» una fundamental responsabilidad –aunque tampoco la única– en la «crisis de los treinta».

Fuera o no capaz aún Estados Unidos de ejercer plenamente el liderazgo mundial (económico y monetario) a la altura de los años veinte, lo cierto es que la recesión que se inicia en este país a finales de 1929 se transmite con extraordinaria virulencia e inmediatez –y muy prolongada duración– por todo el mundo, en particular por aquellos países, a una y otra orilla del Atlántico, que más dependían del flujo de capitales norteamericanos. Y, así, en la década de los treinta se acentúa el proteccionismo arancelario y se generalizan los controles directos sobre el comercio exterior, inspirados en la política de «empobrecer al vecino»; estas medidas, junto con el abandono del patrón oro y el estricto control de los cambios en casi todos los países, llevan a una gran distorsión –y reducción– de las corrientes comerciales y de los flujos de capital, por no hablar del truncamiento general de las migraciones internacionales. Charles Kindleberger ha mostrado, con su conocido esquema en forma de espiral, cómo, en apenas cuatro años (1929-1933), el comercio mundial se redujo en casi un 70%, no recuperando hasta 1950 los niveles de 1929. Y mayor fue si cabe el reflujo de los movimientos de capital. Así, la crisis, con independencia de sus controvertidos factores causales, adquiere pronto un acumulado efecto contractivo sobre las relaciones internacionales, lo que contribuyó a ensombrecer aún más el panorama mundial, hasta configurar un fenómeno que pasó a la historia del siglo XX como la Gran Depresión; período que enlaza, casi sin solución de continuidad, con el estallido de la segunda contienda mundial de la centuria.

La recortada tasa de crecimiento de la renta per cápita mundial entre 1913 y 1950 (un 0,8% anual promedio) expresa muy bien las dificultades de esta larga etapa de entreguerras. De igual modo que el brusco frenazo –entre 1913 y 1929–, seguido de un marcado retroceso –hasta 1950– del cociente mundial de exportaciones sobre el PIB evidencia la sensibilidad del comercio internacional a la ruptura del orden económico anterior a 1913 y el impacto subsiguiente al crac del 29. Un comercio muy poco dinámico, que, tras sufrir el efecto de otro traumático conflicto bélico, experimentará desde comienzos del decenio de 1950, además de un acelerado crecimiento, hondas transformaciones en su composición y reparto mundiales.

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