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2.3. De la expansión de los cincuenta a la crisis del petróleo: La «edad de oro» del crecimiento

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El cuarto de siglo que transcurre entre la segunda posguerra mundial, una vez superada la inmediata reconstrucción posbélica, sobre todo en Europa, y la crisis energética y económica desatada a partir de 1973, constituye el más largo y excepcional período de expansión conocido por la economía mundial. Destacan, entre otros, dos factores: por un lado, la implantación de un esquema de relaciones internacionales como el diseñado en 1944 en Bretton Woods, sobre la base de un sistema de tipos de cambio fijos, pero ajustables, bajo la supervisión del Fondo Monetario Internacional; por otro, la progresiva desaparición tanto de los controles de cambios como de los propios controles directos sobre el comercio exterior, y la sustitución de estos últimos por aranceles en progresiva reducción, debido al impulso liberalizador del Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio (GATT). Ambos factores ayudaron a extender las ventajas de la apertura comercial –en contraste con el período anterior– al conjunto de los países.

Todo este largo período está dominado por la supremacía económica de Estados Unidos y de su moneda, el dólar, como gran medio de pago y de reserva internacional. Hegemonía que en Europa se consagra con el flujo de ayuda norteamericana provisto por el programa de reconstrucción conocido como «Plan Marshall». Sobre estas bases, tanto el comercio, merced a las rondas negociadoras del GATT, como los flujos privados de capitales, especialmente tras la declaración de convertibilidad de las monedas europeas, encuentran crecientes facilidades, sustentando un auge de la economía mundial sin precedentes, tanto por su intensidad y duración como por abarcar a las más variadas regiones.

En efecto, la tasa anual promedio de crecimiento de la renta per cápita mundial crece en esta fase hasta el 3%, y ello a pesar de los dos puntos porcentuales que le resta el aumento de la población mundial, más acelerado que en ningún otro período de la historia de la humanidad, y muy concentrado en las latitudes más atrasadas de África, Asia y América. Será en Europa donde se alcancen las tasas más altas de crecimiento medio –muy destacadamente en la Europa del Sur–, y también en Japón, cuyos excepcionales registros (8,1% de aumento anual de la renta per cápita entre 1950 y 1973) lo aúpan a la cúspide de las regiones más industrializadas. Europa y Japón consiguen así reducir de un modo muy sustancial el desfase que les separaba, al concluir la Segunda Guerra Mundial, del líder tecnológico e industrial del mundo, los Estados Unidos.

La estabilidad monetaria internacional, sobre la base de un dólar convertible en oro y de unos tipos de cambio fijo de las distintas monedas con respecto al dólar, desempeñó un papel fundamental en el progreso largo y generalizado de este período. De igual modo que los factores causales se concatenaron negativamente en la década de 1930, en las dos décadas y media posbélicas se alimentaron mutuamente en un sentido positivo: así, la estabilidad cambiaria y la reducción de aranceles, en medio de una expansión internacional con moderadas tensiones de precios, significaron mayores flujos de mercancías y de capitales, que contribuían a sostener ese crecimiento sin desequilibrios insalvables en la balanza de pagos; esto es, sin obligar a modificaciones en los tipos de cambio y facilitando el terreno a sucesivas rebajas de tarifas aduaneras. Crecimiento del comercio y de los flujos de capital que favoreció asimismo el de la renta mundial, en particular la de los países más avanzados, merced a la difusión –e incorporación a sus procesos productivos– del progreso técnico, indudable factor causal de los incrementos de la productividad y de la renta que están detrás de las mejoras en los niveles de vida en Europa, Norteamérica y Extremo Oriente. Un progreso, pues, de marcado cariz industrial, que contó con la ayuda de unos precios de la energía –y de las materias primas, en general– declinantes en términos reales.

Tampoco es posible ignorar, a la hora de valorar esta expansión simultánea de la producción y del comercio mundiales (este a una tasa anual superior al 7%), el efecto que tuvo la creación de ciertas zonas regionales de libre comercio, entre las que sin duda destaca la Comunidad Europea surgida del Tratado de Roma de 1957, germen de un proceso de construcción continental que ha multiplicado las interdependencias económicas entre los países miembros. Se trata de un período excepcional desde el punto de vista del comercio de los países desarrollados, y muy particularmente de Europa occidental y de Japón, en contraste con la orientación más introvertida del crecimiento de los países menos avanzados: China, India y Brasil ejemplifican lo sucedido en otras muchas economías del mundo en desarrollo. Paralelamente, se acentuaron profundos cambios en la estructura del comercio mundial, hasta ocupar las manufacturas, a la altura de 1973, el porcentaje mayoritario –más del 60%– que tenían los productos primarios tres décadas antes; y precipitándose, en lo que hace a ese intercambio mundial de productos industriales, las tendencias que ya se habían apuntado en el período de entreguerras: en particular, el desplazamiento de los bienes de consumo a los de capital. Se trata de transformaciones muy coherentes con las que se experimentan en el ámbito empresarial y tecnológico: por un lado, la búsqueda del «gigantismo», con el fin de apurar las economías de escala que algunas tecnologías y métodos de producción procuraban en no pocas actividades; y, por otro, la cartelización de ciertos mercados, dominados por la presencia creciente de compañías de capital transnacional, primero norteamericano, y luego, cada vez más, europeo y japonés.

Es incuestionable, por último, el mérito del armazón institucional diseñado en Bretton Woods para sostener la confianza mundial en este «círculo virtuoso» entre el comercio y el desarrollo que se dio entonces. Pero también lo es su falta de acomodo a las nuevas condiciones de la economía internacional, sobre todo cuando, desde finales del decenio de 1960, las restricciones impuestas sobre la balanza de capitales de los países casaban mal con la creciente internacionalización financiera; y cuando, por otro lado, las políticas monetarias nacionales se resistían a seguir subordinadas al déficit fiscal norteamericano, multiplicado por la guerra de Vietnam, a través de una paridad fija con el dólar. A partir de 1971, cuando las autoridades norteamericanas no pueden mantener por más tiempo la convertibilidad de su moneda en oro, el sistema de tipos de cambio fijos, pero ajustables, da paso a otro de flotación de las monedas; poco después, la crisis económica que desata un conflicto regional en Oriente Medio de consecuencias mundiales vuelve a inspirar, como cuatro décadas antes, tentaciones de introversión y de ventajismo nacional.

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