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2.4. El último cuarto del siglo XX y los inicios del XXI: La era del capitalismo global

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El sistema de Bretton Woods quiebra definitivamente en 1973, con el estallido de una crisis que, originada inicialmente por las alzas en los precios del petróleo, pronto deviene en crisis industrial y económica generalizada a escala internacional. Crisis que, en medio de la flotación de los tipos de cambio de los diferentes países, da pie a la reaparición de las políticas proteccionistas –y sobre todo neoproteccionistas, no arancelarias– de medio siglo atrás, con el único resultado de agravar y extender sus consecuencias. La posterior evolución expansiva de las economías europeas y del norte de América, a lo largo de buena parte de las décadas de 1980, 1990 y 2000, y el gran despertar de China, contrasta con los resultados mucho menos satisfactorios o, cuando menos, irregulares, registrados en otras latitudes.

El saldo –en términos de crecimiento de la renta per cápita– de este último cuarto del siglo XX y comienzos del XXI ha sido muy coherente con el promedio secular, en torno del 1,6% anual. Pero distribuido por regiones de un modo desigual (Gráfico 1), de nuevo concentrado en Europa occidental y meridional, además de en Norteamérica y Japón, que se ha mantenido también sobre el promedio mundial, pese a sus dificultades económicas desde el último decenio del siglo. Y con un crecimiento intenso de China, que, una vez controlada la expansión demográfica y orientada por sus reformas económicas liberalizadoras desde 1978, ha conseguido desde entonces erigirse en un coloso exportador y que su renta per cápita real crezca –en una estimación tan cauta como la de Angus Maddison– en torno del 6% anual. En contraste, el dramático hundimiento de los países de la Europa del Este –incluido aquí el vasto territorio de la antigua Unión Soviética– en los años siguientes a la caída del comunismo, el virtual estancamiento, en su deprimido nivel, de África (muy en particular las regiones subsaharianas), y el insuficiente progreso de los países latinoamericanos, lastrados en los dos últimos decenios del siglo XX por los problemas de su deuda externa y los vaivenes financieros nacionales e internacionales que han frenado también el despegue de alguna de las economías emergentes del Sudeste asiático. En todo caso, en los últimos años se aprecia un desplazamiento de los centros más dinámicos de la economía internacional hacia el Pacífico, incluyendo las economías de la fachada oriental de Asia, y un mayor dinamismo de algunas economías emergentes del mundo en desarrollo. Un proceso que apunta hacia una creciente multipolaridad del sistema internacional, como se verá en la Lección 3.

Gráfico 1.–Evolución de la renta per cápita en regiones y países seleccionados, 1990-2019 (Atlas method, en dólares corrientes)


Fuente: Elaborado con las series del Banco Mundial (http://databank.worldbank.org/home.aspx).

El último cuarto del siglo XX presenta, junto con esa suerte dispar de unos y otros países, un perfil oscilante, condicionado, durante cerca de una década, por los efectos de la elevación de los precios del petróleo, multiplicados primero por cuatro, en 1973-74, y luego por tres, en 1979. La recesión subsiguiente supuso una sorpresiva combinación, para el saber de la época, de estancamiento y paro con inflación en los países industrializados (lo que entonces se llamó stagflation), causando una crisis generalizada de demanda a escala mundial. Como consecuencia, los intercambios internacionales entre los países se contrajeron, arrastrados por la reducción de la demanda interna y la incertidumbre acerca de la evolución económica. Una incertidumbre agravada en estos años por las dudas –luego redobladas, con el nuevo siglo– sobre la propia sostenibilidad de los ritmos de crecimiento, amenazados por los riesgos que comporta el agotamiento de los recursos y el deterioro ambiental asociados al uso extensivo de las fuentes de energía (véase Lección 6).

Este panorama, del que los países productores y exportadores de petróleo sacaron un limitado provecho, indujo, antes de concluir la década de 1970, a políticas coordinadas por parte de los países industriales para salir de un atasco que dejó en muchos, como saldo, mayores tasas de desempleo, junto con un justificado temor a la inflación y al déficit público (y, en general, a las formas de política económica ideadas en períodos anteriores para dominar el ciclo). Recelo que guio en las dos décadas siguientes –de camino hacia una «cultura de la estabilidad» internacional– el manejo de sus políticas monetarias y fiscales.

Las dos décadas finales del siglo XX, favorecidas por un declinante precio real del petróleo, fueron testigos de la recuperación, e incluso ampliación, de los ritmos seculares de crecimiento económico, bajo un mayor predominio y desarrollo de los mercados, en particular los financieros, sujetos, en todo caso, a mayores oscilaciones. La volatilidad de estos mercados ha corrido paralela a su interconexión electrónica y al desmantelamiento general de los controles de capitales, dejando en diversas ocasiones a los países de más débiles fundamentos económicos a merced de las fluctuaciones de los mercados de divisas o de valores, como sucediera repetidamente, en los decenios de 1980 y 1990, en Latinoamérica y en Asia. La crisis posterior de las hipotecas subprime, desatada a partir del verano de 2008 –y en cuyo origen están, entre otros factores, los excesos de la ingeniería financiera–, se gestó, en cambio, en el corazón mismo del sistema, afectando rápida y gravemente a todos los países, comenzando esta vez por los más desarrollados. Una crisis que ha tenido respuestas distintas a ambos lados del Atlántico, particularmente en el uso de la política monetaria: más rápida y resuelta la de la Reserva Federal norteamericana que la del Banco Central Europeo, tanto en el uso de las medidas convencionales (bajadas de los tipos de interés oficiales) como en las no convencionales de inyección de liquidez (QE o expansión cuantitativa).

Grandes transformaciones tecnológicas –de las que Internet es el símbolo principal– han impulsado esta tendencia hacia la liberalización y la mundialización de la economía, a la que ya no escapa ninguna región del planeta. Cambios que han provocado también una mayor concentración de poder económico, con el fenómeno generalizado de las fusiones y adquisiciones de empresas, ya sea en el ámbito de las finanzas, las comunicaciones y telecomunicaciones, la energía, o en no pocos sectores manufactureros. Un proceso que ha encontrado en la privatización de las antiguas empresas públicas, tanto de los países desarrollados como en desarrollo, el complemento ideal para extender la primacía de los grandes grupos privados de dimensión supranacional. Muchas de estas empresas multinacionales despliegan, desde sus centros de decisión mayoritariamente ubicados en los países industrializados, todo tipo de operaciones transfronterizas, llegando a concentrar una fracción muy sustancial de las exportaciones mundiales.

Junto con este cambio de escenario empresarial, la globalización ha llevado al desarrollo de ambiciosos proyectos de cooperación regional (NAFTA, Mercosur…), en algún caso más allá de lo puramente comercial, como ha sucedido en Europa con la Unión Económica y Monetaria. Una Europa unida que supo incorporar, ya en el nuevo siglo, a una buena parte de los países de la vieja órbita comunista, por más que dos sucesos hayan sembrado luego fuertes incertidumbres: por un lado, la crisis del euro desde 2010, que afectó sobre todo a los países periféricos del área; por otra, el Brexit, que ha dejado a Europa sin la pieza fundamental del Reino Unido. Incertidumbre paralela a la suscitada al otro lado del Atlántico acerca del futuro del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA, por sus siglas en inglés), finalmente reemplazado por el Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá, vigente desde 2020. Se trata, en todo caso, de unos espacios económicos ampliados que han chocado, en ocasiones, con los intereses de terceros países, que temen por el acceso a estos mercados –que hoy vela la Organización Mundial de Comercio– y la desviación de los flujos de comercio y de capital, movidos, en lo que hace a las inversiones directas, por algunos condicionantes distintos de los tradicionales. Dos factores han resultado decisivos: por un lado, el desarrollo de las nuevas tecnologías; por otro, la fragmentación de las cadenas de valor en la mayoría de las actividades manufactureras, localizándose sus distintas fases allí donde resultan más rentables. Todo ello ha impulsado los fenómenos de deslocalización –esto es, de relocalización para otros– de un buen número de actividades económicas, cuya ubicación física ya no depende de la disponibilidad de los mismos factores y recursos que en épocas anteriores llegaban a ser determinantes. Entre estos, destaca el de la información, que fluye hoy por todo el mundo con una amplitud y rapidez –no exentas de otros riesgos– nunca antes conocidas.

Pero la crisis iniciada en 2008 ha dejado, entre otras heridas aún abiertas, una secuela de escepticismo hacia la globalización y las instituciones internacionales que hasta ahora velaban por ella. Frente a la veneración académica anterior, han aparecido críticas muy severas, entre las que quizá cabe destacar –por ser además previas al estallido de la crisis financiera– las de los premios Nobel Joseph Stiglitz y Paul Krugman, que abogan, más radicalmente el primero, por una «globalización gobernada». Y autores como Dani Rodrik, que ha planteado, a partir de la premisa de que los mercados globales sufren una gobernanza débil, el «trilema político» de la economía actual: no se pueden perseguir simultáneamente la democracia (las demandas de los ciudadanos), el Estado-nación (o soberanía nacional) y la hiperglobalización. Pudiéndose optar solo por dos de estos tres principios, el autor propone una «globalización inteligente», basada en reforzar las democracias nacionales. No parece, sin embargo, que esa ponderada visión sea la que hoy se impone a escala mundial, donde las opciones populistas, bajo la bandera del nacionalismo económico y el aislacionismo, han cobrado auge en la segunda década del siglo.

Como fuere, es muy posible que la crisis iniciada en 2008 –como un siglo atrás, en 1914, con la contienda mundial, la crisis del patrón oro y el colapso de aquella otra globalización– señale el final de una etapa y el comienzo de otra. Nueva etapa marcada en 2020 por la pandemia de coronavirus, de extraordinaria virulencia mundial, grandes repercusiones en la actividad y el comercio, y renovadas respuestas de política económica. Una coyuntura extremadamente crítica que en la Unión Europea ha servido, vale subrayarlo, como activador (a través del Mecanismo de Recuperación y Resiliencia) de los objetivos de transición hacia una economía más verde y digital.

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