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3.3. Cambio estructural: Población, estructura productiva, comercio (y Estado)

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Más allá de la información agregada y por grupos de países ofrecida hasta aquí, otra cuestión a considerar es la amplitud y la difusión internacional de las transformaciones estructurales que han acompañado a ese crecimiento de la renta mundial. Transformaciones que se expresan en un sostenido incremento demográfico (y de desplazamiento físico de la población), en cambios en la estructura productiva –no solo de la agricultura a la industria y los servicios, sino dentro de cada uno de esos sectores– y en la propia magnitud y composición del comercio internacional, por citar no solo las transformaciones más comúnmente consideradas, sino, sobre todo, aquellas tres que, explicándose conjuntamente, mejor ayudan a comprender también el crecimiento económico del siglo XX. Porque detrás de ellas se dibujan los tres factores quizá más decisivos en ese progreso de la renta per cápita, que es tanto como decir de la mayor productividad del trabajo que lo ha hecho posible: tras el aumento demográfico, la mejor formación de una población que hoy se define como «capital humano»; tras la industrialización y el cambio radical de las actividades agrarias y terciarias, el progreso técnico y la creciente capitalización; y tras la internacionalización de los flujos comerciales y de capitales, el aprovechamiento de las ventajas que la especialización y las economías de escala de un mayor mercado proporcionan para el crecimiento.

Convendrá, pues, referirse, aunque sea muy brevemente, a cada una de esas tres fuerzas de transformación estructural, no solo para fundamentar las causas del crecimiento económico del siglo XX –y de sus desigualdades espaciales–, sino en apoyo, igualmente, de las grandes etapas defendidas al comienzo de esta Lección.

Primero está el sostenido aumento de la población mundial, mayor y más extendido que nunca antes en la historia de la humanidad, y acompañado, a lo largo de la última centuria, de la duplicación de la esperanza de vida al nacer, hoy ya por encima de los sesenta y cinco años (para mayor detalle véase Lección 5). Así, el 1,4% de incremento anual acumulativo de la población que ofrece de promedio el siglo XX contrasta con el 0,5% del período 1820-1900 –en que solo algunos países inician su proceso de transición demográfica– y con el más exiguo aún 0,3% de los tres siglos anteriores, desde 1500, dominados, en toda la faz de la tierra, por los frenos malthusianos al progreso de la población: el hambre, las guerras y las epidemias. Pero ese gran crecimiento de la población mundial no se ha distribuido con uniformidad entre los países, afectando muy especialmente a los países en desarrollo, en los que la persistencia de una elevada natalidad ha conducido a un «boom» demográfico desconectado de las condiciones generales de bienestar, y crecientemente concentrado, a medida que la agricultura expulsaba población poco productiva, en los suburbios de las grandes ciudades del Tercer Mundo.

Lo característico del otro grupo de países –las economías más avanzadas– ha sido, más que el aumento demográfico, en parte ganado cien años antes (de forma que el envejecimiento de la población es perceptible, en la mayoría de ellos, desde hace ya cincuenta años), la mejora en la formación de esa población; el analfabetismo se ha desterrado, se ha extendido con carácter general la escolarización secundaria y el nivel de educación superior alcanza hoy, en el ámbito de la OCDE, a una tercera parte de la población adulta. Progreso educativo que no hace sino reflejar el que obtienen los trabajadores de los países desarrollados en el seno de sus empresas y en los programas de formación continua, alimentando destrezas decisivas en el aprovechamiento de las nuevas tecnologías y en el avance de la propia productividad.

En segundo lugar, la estructura productiva –y con ella la población– ha basculado, a escala universal, de la agricultura a la industria, y de ambas a los servicios, en respuesta a los factores que, tanto desde el lado de la oferta (las nuevas técnicas) como de la demanda (los gustos de los consumidores) impulsaban el crecimiento de la renta (para mayor detalle véase Lección 4). Es este, sin duda, uno de los hechos estilizados –esto es, de las regularidades empíricas– antes detectados y mejor documentados en la literatura económica. La industrialización, sinónimo de desarrollo, se ha extendido a lo largo del siglo XX, y con particular intensidad en su segunda mitad, no solo por los países en los que prendió la primera revolución industrial del XIX, sino por una buena parte del mundo en desarrollo, sobre todo a medida que se difundían las nuevas técnicas y esos otros países aprovechaban sus ventajas de costes, en particular de mano de obra.

Así, la agricultura, que daba empleo, a comienzos del siglo XX, a cerca de la mitad de la mano de obra de la veintena de países que encabezan actualmente la economía mundial, ocupa hoy a menos del 5% de su población activa. Y, si bien es cierto que la agricultura sigue representando un alto porcentaje del empleo en muchos de los países más pobres y poblados (particularmente en Asia meridional y África, donde además subsisten ominosas cifras de empleo infantil), su contribución global al valor añadido mundial no llega al 5%, lo que refleja el desfase de productividad que sufre aún este sector en buena parte del mundo. El crecimiento de la industria, quizá no demasiado espectacular en esos mismos términos relativos –aunque sí en términos absolutos–, ha sido, sin embargo, verdaderamente decisivo como vehículo de difusión de los adelantos técnicos que explican el progreso de la economía mundial en conjunto. De cualquier modo, a lo largo del siglo XX se consagró otra gran tendencia de cambio estructural: la «terciarización» de la economía, resultado de un sector servicios ya muy mayoritario dentro de la producción mundial, pero que no en todas las latitudes es el signo de la «era del alto consumo en masa» vislumbrado por Rostow, sino que aún, en muchos países atrasados, es el refugio productivo –o improductivo– de amplias capas de la población.

La tercera gran transformación estructural del siglo XX ha sido la definitiva mundialización de la economía. Creciente integración de los flujos de bienes, servicios y capitales que ha seguido, no obstante, una línea quebrada de avance, cortada por las dos crisis principales del siglo, al margen de las puramente bélicas: la Gran Depresión subsiguiente al crac del 29 y la crisis económica que siguió al alza de los precios del petróleo a partir de 1973. Con todo, la multiplicación de los flujos comerciales y de servicios en las tres décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial y en las transcurridas desde mediados del decenio de 1980 hasta entrado el nuevo siglo (en concreto, hasta la Gran Recesión), facilitada por el incremento de la renta a escala mundial, pero también por efecto de la cooperación multilateral en el terreno del comercio y de la balanza de capitales, ha terminado consagrando a la globalización como gran rasgo distintivo de nuestro tiempo (Gráfico 5). Fenómeno este que, al apoyarse en irreversibles avances de las comunicaciones, adquiere una solidez difícilmente removible, más allá de las coyunturas impuestas por las oscilaciones cíclicas de la economía mundial.

Gráfico 5.–Grado de apertura externa en regiones y países seleccionados, 1970-2019 (exportaciones más importaciones de bienes y servicios, en % del PIB)


Fuente: Elaborado con las series del Banco Mundial (http://databank.worldbank.org/home.aspx).

Pero esa creciente integración económica no ha sido solo un fruto más del progreso secular, sino que lo ha alimentado en buena medida: al ampliar los mercados nacionales y permitir el aprovechamiento de las ventajas dinámicas del intercambio, el comercio mundial se ha hecho también un comercio más basado en las manufacturas y en los servicios de mayor contenido tecnológico. Aquel comercio básicamente de productos agrarios y minerales anterior a la Primera Guerra Mundial –mayoritario, de hecho, hasta la década de 1950– es hoy un comercio de manufacturas y de servicios, entre ellos los financieros y de transporte. Y, dentro de las manufacturas, ya no son las ramas textiles y las industrias ligeras las que dominan, sino las producciones de mayor intensidad tecnológica, entre ellas las de construcción de maquinaria, con un declinar evidente de las industrias metálicas más tradicionales. Un comercio, en todo caso, que al seguir muy concentrado en un reducido grupo de países –los desarrollados– ha acentuado su carácter intraindustrial, esto es, de intercambio de productos similares entre países también similares (véase Lección 8).

Sobrenadando todos estos cambios estructurales de la economía mundial se distingue otro más, que marca, sin duda, la historia del siglo XX: el peso y el papel creciente del Estado. Una tendencia que ha tenido sus fases, la de las últimas décadas del XX y comienzos del XXI, en franco retroceso, pero no tanto como para velar la crecida presencia del Estado en las economías modernas. Déjese a un lado, si se quiere, la experiencia de los países que siguieron la estela de la revolución bolchevique de 1917, en los que la propiedad de los medios de producción y la dirección de los asuntos económicos recaían sobre el Estado y sus jerarcas políticos. Modelo de organización económica, no se olvide, bajo el que vivió, a lo largo de cinco décadas, cerca de un tercio de la población mundial.

La evolución del resto del mundo, en particular la de los países occidentales para los que se dispone de una mayor base factual, procura un cuadro no poco impresionante a este respecto: el gasto público, que en vísperas de la Primera Guerra Mundial representaba entre el 10 y el 15% del PIB de las principales economías –y apenas una mínima fracción de él se destinaba a gastos sociales–, supone hoy, en el promedio de los países europeos occidentales, cerca de la mitad de su muy recrecido PIB (algo menos en Japón y, en particular, en Estados Unidos), y con gran peso, además, de las prestaciones sociales y los servicios colectivos. Evolución que ha sido el resultado de una marea creciente de intervención estatal, que llega hasta el decenio de 1980, a partir de su inicial expansión en los años de entreguerras y, en particular, tras la Segunda Guerra Mundial. El retraimiento posterior del Estado tuvo más que ver, sin embargo, con el «cómo» de las formas y el estilo de esa intervención –subrayándose cada vez más la importancia de un buen gobierno basado en la calidad institucional– que con el «cuánto» de una presencia presupuestaria que, en el caso de las economías más avanzadas, sostiene en ellas los gastos sociales y la provisión de servicios públicos que definen al llamado Estado de bienestar. Debiéndose anotar, con efectos seguramente no solo coyunturales, el cambio de tendencia que apunta el resurgimiento de las respuestas intervencionistas a escala internacional a partir del estallido de la crisis financiera y económica de 2008.

Todo lo anterior puede resumirse de un modo muy conciso: el crecimiento de la renta –y de la renta per cápita– y un perfil estructural distinto tanto de la población como del producto y del comercio mundiales son, junto con el mayor poder presupuestario (y de intervención) del Estado en el común de los países, los rasgos más característicos fraguados por la economía internacional a lo largo del siglo XX. E igualmente lo es el desigual reparto de los beneficios de ese progreso económico y su concentración, en general, en aquellas naciones que cobraron ventaja durante el siglo anterior, más otras pocas que consiguieron incorporarse luego: un reducido grupo de países (los que el Banco Mundial llama «de alta renta») que, con poco más del 15% de la población mundial, disfrutan de casi las dos terceras partes del producto global (o casi la mitad, si se considera este en paridades de poder adquisitivo; véase Lección 3). Abundancia que contrasta con la miseria de una parte de la población mundial que sobrevive –literalmente– en las más inhumanas condiciones.

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