Читать книгу La sostenibilidad y el nuevo marco institucional y regulatorio de las finanzas sostenibles - José María López Jiménez - Страница 10

1. INTRODUCCIÓN

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La actividad humana ha tenido, desde tiempos ancestrales, una incidencia en el entorno natural, pero la aceleración de la globalización, del intercambio de bienes y servicios y de la movilidad individual, y, particularmente, la llegada de la Revolución Industrial y el inicio del proceso de urbanización a gran escala, han representado una serie de hitos fundamentales, en la medida en que la huella de dicha actividad no solo se ha vuelto indeleble sino que ha interferido en el desenvolvimiento de los complejos procesos de la naturaleza1.

En poco más de dos siglos, incluso en menos, según algunas fuentes, la potencia destructiva del ser humano ha aumentado exponencialmente, originando un impacto en el entorno natural difícil de cuantificar e imposible de valorar. Como señalábamos hace algunos años, “tras décadas de intensa actividad económica [una serie de efectos] han causado un deterioro del hábitat que ni siquiera con una venda en los ojos puede dejar de apreciarse” (Domínguez Martínez, 2014, pág. 5).

Para Nordhaus (2013b, pág. 4), galardonado con el Premio Nobel de Economía en 2017, el cambio climático está originado, cada vez más, por la actividad humana, siendo el mayor causante de esta tendencia la emisión de CO2 a partir del uso de combustibles fósiles. No obstante, pese al extendido respaldo de la comunidad científica, siguen existiendo posiciones de escepticismo respecto al cambio climático y, lo que es peor, no se ha logrado activar un plan eficaz, coordinado a escala mundial, para hacer frente a los retos medioambientales de nuestro planeta, a pesar de algunas iniciativas promovidas por las Naciones Unidas, de las que la más visible es el Acuerdo de París de 2015, sin dejar de mencionar el Protocolo de Kyoto de 19972.

Incluso, algunos líderes religiosos, como el papa Francisco, lo que revela la profundidad y la complejidad de la cuestión, se han posicionado respecto al cambio climático, con mensajes de defensa del medioambiente de alcance prácticamente universal, ligando la crisis climática con el fenómeno de la desigualdad y la exclusión social3.

Como referíamos anteriormente, aun cuando no falten posiciones de escepticismo o incluso de crítica, algunas muy significativas, auspiciadas por líderes representativos de potencias internacionales de primer orden4, el consenso científico ha puesto de relieve las consecuencias nocivas para el planeta y para la misma humanidad si no se adoptan medidas contundentes a escala internacional para frenar las emisiones de CO2 y el calentamiento global5.

Los países del planeta crecen empleando recursos basados en el carbón y en el petróleo como fuente principal para generar energía6; la eficiencia del uso de la energía ha mejorado con los años, pero esta mejora es insuficiente para reducir la curva de las emisiones de CO2, que, por lo tanto, continúan incrementándose (Nordhaus, 2013b, pág. 23). Terceiro (2019, pág. 49) menciona que, gracias al desarrollo tecnológico, cada unidad de PIB requiere menos emisiones de gases de efecto invernadero (GEI), por lo que la “intensidad del carbono en la economía” ha ido disminuyendo ligeramente, pero, sin embargo, no se está produciendo mejora en el indicador conocido como “intensidad del carbono en el suministro energético”, que se mantiene constante.

El dilema lo ha expresado con claridad Wolf (2013): “Los escépticos razonan como si la incertidumbre significara que lo correcto es no hacer nada. En una carretera con niebla, el número y la velocidad de los otros coches son particularmente inciertos. Pero esta propia ignorancia hace que la conducción prudente sea esencial. Lo mismo rige para el clima. Dadas las incertidumbres sobre el sistema climático, el curso más inteligente es seguramente conducir cautelosamente”.

The Economist (2013d), aun relativizando la inminencia del desastre climático, advertía de las graves consecuencias de la inacción. También Nordhaus (2013b, pág. 34) nos previene de que, en materia de cambio climático, esperar la respuesta correcta es una estrategia peligrosa7.

En este contexto, nos encontramos con una buena y con una mala noticia (The Economist, 2018a). La buena es que existen tecnologías e instrumentos disponibles para atajar el cambio climático8; la mala, la falta de una acción efectiva coordinada a escala mundial. “La gran inacción”, expresión propuesta por The Economist (2018a), puede acabar teniendo efectos deletéreos.

Una posición intermedia puede ser la de Pinker (2018, pág. 124), quien menciona la conocida como “curva medioambiental de Kuznets”: cuando los países se desarrollan, priorizan el crecimiento sobre la pureza ambiental, pero, en la medida en que aquellos se enriquecen, lo ambiental adquiere mayor relevancia. Según Pinker (2018, pág. 124), “el crecimiento económico modula la curva medioambiental de Kuznets mediante avances no sólo en la tecnología sino también en los valores”.

La crisis sanitaria, con sus secuelas sociales y económicas, de la pandemia del coronavirus COVID-19 pareció apagar el vigor con el que la sostenibilidad y las finanzas sostenibles, en concreto, cerraron 2019, con la celebración de la COP25 en Madrid, y dieron la bienvenida a un 2020 aparentemente prometedor9.

En realidad, la crisis sanitaria y la climática comparten características, luego el esfuerzo para combatir la pandemia puede ser de provecho, más adelante, para luchar contra el cambio climático (López Jiménez, 2020a). Así, por ejemplo, The Economist (2020b) destaca que el coronavirus y el cambio climático, que tienen su origen en una extraña mezcla de la acción humana y de las fuerzas de la naturaleza, provocando sentimientos contradictorios de culpabilidad y de falta de control, son problemas globales que requieren la estrecha cooperación de todos los países.

La crisis de la COVID-19 muestra la necesidad crítica de fortalecer la sostenibilidad y la resiliencia de nuestras sociedades, y el modo en el que funcionan nuestras economías (Comisión Europea, 2020c, pág. 3). En esta ocasión, el riesgo que se ha materializado no ha sido el ambiental (el calificado por Bolton et al. –2020– como el “cisne verde”), aunque la crisis sanitaria y el sentimiento generalizado de vulnerabilidad, al igual que unos riesgos climáticos que siguen acechando a una parte de sustancial de la población del planeta, motivan que, en contra de lo considerado en los momentos iniciales de la pandemia, la visión de la sostenibilidad, de los factores ambientales, sociales y de gobernanza (ASG) y de las finanzas sostenibles siga siendo pertinente.

Durante mucho tiempo, el sistema financiero ha sido una especie de convidado de piedra. No ya en el contexto de algún evento ordinario de carácter social, sino en el marco de los modelos macroeconómicos más sofisticados, que venían a hacer abstracción de la presencia y de la influencia de dicho sistema. Como de forma palpable destacaba Cifuentes (2018), “la admisión de Olivier Blanchard [que ocupó el puesto de economista jefe del FMI], en 2016, de que incorporar el sector financiero a los macromodelos sería una buena idea, es reveladora. (En esencia, la declaración del Sr. Blanchard es similar a la de un ingeniero de estructuras que se diera cuenta de que no incorporar la gravedad en sus modelos podría convertirlos en inútiles)”.

Aunque ahora pueda resultar algo difícil de concebir, apenas se había reparado en la verdadera trascendencia del rol del sector financiero para el sistema económico, como tampoco se había tomado conciencia de la enorme dependencia del aparato productivo y del funcionamiento normal de la sociedad respecto del mismo. Al igual que ocurre en la vida cotidiana, sólo llegamos a ser conscientes de elementos esenciales para la misma cuando, por una u otra razón, no podemos contar con ellos, o su funcionamiento no es el adecuado10.

Así, una de las más dolorosas lecciones de la crisis financiera iniciada en el año 2007 ha sido cuán onerosas pueden ser las consecuencias de dar por sentada la disponibilidad de un sistema financiero estable, sólido y equilibrado. La continuidad de la prestación de servicios financieros durante la crisis sanitaria de 2020 ha sido un factor decisivo para el funcionamiento de las economías domésticas y empresariales, y para la estabilidad social.

La situación ha cambiado, trasladándose a un extremo opuesto. No hay cuestión hoy día en la que no se tengan presentes las implicaciones financieras. El mundo ha vivido las dramáticas consecuencias que pueden derivarse de la persistencia de un bucle entre la economía real y la economía financiera, y ha experimentado cómo sus efectos negativos pueden retroalimentarse, generando un terrible círculo vicioso que puede conducir a un colapso total.

Así pues, ante un desafío tan importante como el del cambio climático, la consideración de la perspectiva financiera es una necesidad de primer orden. De entrada, aun cuando el sistema financiero fuese totalmente neutral para el medioambiente11, por su amplia exposición respecto a una diversidad de activos sujetos a riesgos conectados con aquél, puede verse afectado de forma drástica a resultas de fenómenos ligados al cambio climático. Dicho deterioro incidiría de forma directa e inmediata sobre los agentes económicos a los que aporta financiación y otros servicios financieros.

De otro lado, el sector financiero se puede ver altamente impactado por los cambios en las valoraciones de los activos que surgen en el proceso de transición hacia una economía baja en carbono y más sostenible, que puede poner de manifiesto los conocidos como “activos varados” (“stranded assets”), que podrían alcanzar un valor de 100 billones de dólares (Rifkin, 2019, pág. 8). Al margen de los anteriores efectos, el sector financiero puede jugar un papel muy importante como correa de transmisión de las corrientes de cambio hacia una economía más verde y sostenible.

Si los bancos pudieran comprometerse constructivamente con los mayores contaminadores y ayudarles a financiar la transición a un modelo más sostenible, el impacto positivo podría ser inmenso (Oliver Wyman, 2020, pág. 19).

En definitiva, ya sea de forma en origen pasiva o activa, la interconexión del sector financiero con la economía real se ve amplificada extraordinariamente por el factor medioambiental.

Las entidades financieras tendrán que deslindar en su gestión, por consiguiente, dos tipos de riesgo, parcialmente coincidentes pero con particularidades propias: de un lado, el riesgo climático, relacionado con el aumento de la temperatura media del planeta, y, de otro, el riesgo ambiental, ligado a la degradación del medioambiente. En el origen de ambos riesgos y de su probable materialización se encuentra la acción humana. Desarrollaremos esta materia más adelante, sin perder de vista que el riesgo que ha acelerado la preocupación de las autoridades y de la población, más que el ambiental, que se veía venir desde hace décadas, originando la aparición de partidos políticos “verdes” y de organizaciones no gubernamentales centrados en el medioambiente, ha sido el riesgo climático, del que se ha tomado conciencia en fecha más reciente. El Banco Central Europeo sigue esta diferenciación metodológica en su Guía dirigida a las entidades significativas supervisadas, que contiene las 13 expectativas supervisoras sobre los riesgos relacionados con el clima y medioambientales (Banco Central Europeo, 2020a)12. La Autoridad Bancaria Europea atiendo a criterios similares en su aproximación a la materia13.

El presente trabajo tiene como objetivo esencial analizar el papel del sistema financiero en la lucha contra el cambio climático14. Es evidente que ese papel se ha de llevar a cabo a través de una posición activa, pero, en la práctica, se ejerce también de manera pasiva. Más concretamente, el sistema financiero sólo podrá contribuir a ese objetivo si previamente ha logrado amortiguar y absorber los impactos en términos de balance y de resultados que se derivan de los riesgos climáticos y ambientales, aunque no se puede ignorar la necesidad de un cambio cultural para la efectividad del nuevo paradigma, tanto por parte del mismo sector financiero y bancario como por la de sus clientes, al igual que por todas las entidades del tejido productivo, las autoridades públicas y la ciudadanía en su conjunto.

Aunque en este trabajo nos centraremos en el impacto ambiental del cambio climático, en el contexto más general de la degradación ambiental de origen antropogénico, y en el papel del sistema financiero para facilitar la transición hacia otro modelo económico, con todas sus ramificaciones, más sostenible, la dimensión de la equidad también se asocia al análisis de los factores ASG15. De hecho, el lema general de los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) de la Agenda 2030 de las Naciones Unidas, a los que prestaremos atención más adelante, es que “nadie se quede atrás”, con el propósito de poner fin, no más tarde de 2030, a la pobreza extrema (ODS 1: Fin de la pobreza)16. El factor climático (ODS 13: Acción por el clima) es así solo uno más de los Objetivos de la Agenda, acaso el que está generando mayores adhesiones por la ciudadanía y por los poderes públicos, como muestra, por ejemplo, la declaración de emergencia climática por el Parlamento Europeo (Parlamento Europeo, 2019a)17 o por el Gobierno de España (Gobierno de España, 2020)18.

En menor medida, también se presta atención en este trabajo al tercer pilar de la “tríada ASG” (figura 1), la gobernanza empresarial. Se ha de reconocer que su adecuada ponderación, en el ámbito de las finanzas sostenibles, por las entidades financieras, por sus clientes y por los ciudadanos, permitirá alcanzar más fácilmente los objetivos ambientales y sociales asignados a aquellas y al propio sistema financiero en su conjunto (López Jiménez, 2019a).

Figura 1. La tríada de las finanzas sostenibles


Fuente: Elaboración propia.

El trabajo está estructurado como se expone a continuación. Inicialmente se aborda la relación existente entre la actividad económica y el medioambiente, así como las conexiones del sistema financiero con dichos ámbitos. Posteriormente, el tercer apartado va dedicado a esbozar el marco de actuación contra el cambio climático, en tanto que el cuarto se centra específicamente en la contribución del sector financiero. Un apartado de conclusiones, el quinto, pone fin al capítulo.

La sostenibilidad y el nuevo marco institucional y regulatorio de las finanzas sostenibles

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