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4.1. EL PAPEL DE LAS FINANZAS SOSTENIBLES: LOS FACTORES ASG

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La referida contribución del sector financiero se inscribe de lleno dentro del moderno paradigma de las “finanzas sostenibles” (Domínguez Martínez (2019). Se trata de una expresión de moda, en pleno auge, empleada cada vez más por los profesionales del sector financiero, pero también por los representantes institucionales y por los ciudadanos63. Aunque desde hace varios años se venía hablando de “finanzas sostenibles”, desde finales del año 2018 es cuando su notoriedad ha empezado a hacerse más patente, extendiendo su influencia a un ritmo acelerado. La pandemia de la COVID-19 ha acentuado el interés por la sostenibilidad y la resiliencia de la sociedad, en general, y, por tanto, por el de la posible aportación del mundo de las finanzas a través de este nuevo paradigma (por ejemplo, véase Enria, 2020).

No obstante este protagonismo, pueden surgir dudas razonables acerca de su verdadero significado y del ámbito objetivo que abarca: ¿va referido a la sostenibilidad del sector financiero en sí mismo, o más bien a la contribución de las finanzas al desarrollo sostenible, a la lucha contra el deterioro medioambiental galopante, con las derivaciones sociales y de gobierno corporativo?

Tratemos de salir de dudas con la ayuda de la Comunicación de la Comisión Europea (2018) de 8 de marzo de 2018, anteriormente referida: “El término ‘finanzas sostenibles’ se refiere en general al proceso de tener debidamente en cuenta las cuestiones ambientales y sociales en las decisiones de inversión, lo que se traduce en una mayor inversión en actividades sostenibles y a más largo plazo”.

La mezcla de cuestiones, aunque la necesidad de su consideración sea indiscutible, incluso la omisión expresa de la financiación concedida o el aseguramiento proporcionado, no sirven de gran auxilio para delimitar las fronteras, aunque solo sea a efectos analíticos.

A pesar de las interrelaciones que se dan en la praxis entre los distintos problemas económicos y sociales, parece fuera de discusión que el aumento de la temperatura media del planeta64 y el deterioro medioambiental son los que están en el centro del foco de atención en el caso que nos ocupa, aunque hay una opción clara por un tratamiento conjunto de problemas que se consideran interrelacionados.

Esa mezcla de perspectivas se ve refrendada por el uso generalizado de las siglas ASG (ESG, en inglés65), representativas, respectivamente, de los aspectos ambientales (comprensivos de la vertiente climática), sociales y de gobernanza (cuadro 3), dentro de lo que se ha calificado como un tránsito del gobierno corporativo desde una visión de rendimientos a corto plazo para el accionista (“shareholder approach”) hacia un capitalismo de partes interesadas (“stake-holder capitalism”)66 que valora –a largo plazo– los intereses de los empleados, el medioambiente, los clientes y el mundo en general (Johnson, 2020).

Las empresas tienen un doble reto: de un lado, no centrarse en la satisfacción exclusiva de los accionistas mediante la maximización de beneficios a corto plazo (visión “shareholder”), y, de otro, optimizar, en la creación de valor a largo plazo, los aspectos financieros, sociales y ambientales (visión “stakeholder”) (Schoenmaker, 2018).

Es inevitable la cita, llegados a este punto, a lo que consideramos un paso intermedio entre el enfoque “suave” de la RSC tradicional67 y el más sofisticado y exigente de las finanzas sostenibles, que propenden a integrarse en la estrategia y en el modelo de negocio de las entidades financieras, para discriminar, incluso, lo sostenible de lo insostenible en el modo de desarrollo de la actividad por parte del tejido empresarial en general, lo que comprendería, además de a las grandes corporaciones, a las PYMES y a las microempresas68. Nos referimos a la propuesta del “valor compartido” (“shared value”) (Porter y Kramer, 2011), enfoque según el cual las compañías, en general, deben liderar la unión de los negocios y la sociedad. El principio del valor compartido implica la creación de valor económico pero, también, de valor para la sociedad, atendiendo sus necesidades y desafíos69.

Adicionalmente, hay dos puntos en los que la teoría del valor compartido y el paradigma de las finanzas sostenibles coinciden sustancialmente: la oportunidad para legitimar el mundo de los negocios de nuevo, tras la crisis financiera comenzada en los años 2007 y 2008, y la evidencia de la falta de una adecuada consideración por el sector empresarial del impacto directo e indirecto de su actividad en las esferas social y ambiental70 (Porter y Kramer, 2011, págs. 4 y 5).

Lo cierto es que en el último lustro se ha acelerado el interés por la actividad no financiera de las compañías, por los riesgos no financieros y por su impacto71, así como por la adecuada atención de las expectativas de todos los grupos de interés, no solo las de los propios accionistas, tras décadas en las que imperó la visión un tanto reduccionista de Milton Friedman72.

Algunas de las mayores empresas de los Estados Unidos, en el contexto del “US Business Roundtable”, presidido por el Consejero Delegado de JP Morgan Chase, Jamie Dimon, emitieron en agosto de 2019 una declaración sobre su compromiso con el llamado capitalismo de partes interesadas (US Business Roundtable, 2019)73.

Los aspectos esenciales del movimiento a favor de las finanzas sostenibles son, a nuestro entender, el énfasis en el papel que el sistema financiero puede desempeñar para favorecer la preservación del medioambiente y, al mismo tiempo, la llamada de atención acerca del impacto que los riesgos medioambientales y climáticos pueden tener en la solvencia y la estabilidad de las propias entidades financieras. No obstante, el sistema financiero debe complementar –potencialmente ampliar– y nunca sustituir la acción política por el cambio climático (Carney, 2019b, pág. 15). La adopción de medidas contra el cambio climático “es una decisión colectiva que solo puede ser legítimamente adoptada por nuestros representantes políticos” (Hernández de Cos, 2020a, pág. 2)74.

En cualquier caso, “el ritmo de avance en las medidas que desarrollen reguladores y supervisores no debería retrasar o impedir la respuesta de las entidades financieras privadas a la hora de incorporar el cambio climático como un factor más de riesgo financiero”, sin perder de vista que el tiempo de actuación “está limitado y es difícilmente negociable”, sin que resulte realista “pensar en una ampliación de horizontes a la hora de implementar las medidas normativas” (Alonso y Marqués, 2019, pág. 9).

Siendo los riesgos medioambientales los que, en un contexto de cambio climático originado en buena medida por la mano del hombre, centran la atención de los reguladores, los supervisores y las propias entidades, el componente social también debe ser ponderado, pues la materialización del riesgo ambiental impacta, especialmente, sobre los más desfavorecidos, que carecen de los recursos suficientes para protegerse a través del aseguramiento o para restaurar la situación a su estado anterior, con recursos propios o ajenos, lo que puede acentuar la brecha de la desigualdad social.

El sistema financiero canaliza los recursos necesarios para el desenvolvimiento de la actividad económica, básicamente, a través de tres canales: la intermediación bancaria, el mercado de instrumentos financieros y las instituciones de inversión colectiva (fondos de inversión y de pensiones). Así, es fundamental que, antes de destinar los recursos a colocaciones concretas, se conozca, por parte de los ahorradores y de los decisores de las inversiones, ya se trate de inversiones por cuenta propia o ajena (fondos de inversión o de pensiones, quedando al margen, por ejemplo, un caso intermedio como el de los fondos soberanos), cuáles pueden ser las consecuencias medioambientales del destino de los recursos de su titularidad o meramente gestionados.

Las autoridades supervisoras reclaman que el sector privado debe dejar de apoyar o subsidiar industrias y actividades que dañen el planeta, y que, en su lugar, inviertan en el desarrollo sostenible (Attenborough y Lagarde, 2019, pág. 5), partiendo de la premisa de que es necesaria una recolocación masiva del capital (Carney, 2019b, pág. 12).

Una buena información, sustentada en datos objetivos y fiables, es crucial para que los flujos de capital puedan orientarse hacia financiaciones e inversiones que permitan compatibilizar el crecimiento económico con el equilibrio medioambiental. La sociedad debe decidir si este proceso se deja en manos de los agentes privados actuando libremente en un marco de transparencia y responsabilidad social, o bien se somete a unos estrictos controles mediante la regulación o la intervención pública directa. Propuestas hay para todos los gustos.

De lo anterior se desprende que las finanzas sostenibles se pueden practicar en cualquiera de los tres ámbitos citados (banca, instrumentos financieros e inversión colectiva), a los que habría que añadir el sector asegurador, en la medida en que éste también gestione determinados activos financieros como parte del desarrollo de su actividad.

Ahora bien, los grandes principios de la sostenibilidad se tendrán que modular en función de la naturaleza y de las específicas funciones atribuidas a las entidades financieras involucradas, de los concretos productos financieros ofrecidos, y de las características propias del marco regulador y supervisor en cuestión.

Aunque las entidades de crédito o las compañías aseguradoras, por ejemplo, no tuvieran capacidad de incidir en la evolución de la situación medioambiental, se encuentran expuestas a importantes riesgos procedentes de dicha situación. Así, por ejemplo, las entidades bancarias pueden verse seriamente afectadas por el deterioro de los préstamos concedidos a empresas que se vean impactadas por catástrofes naturales, cuya actividad haya de restringirse por no adaptarse a la transición energética o que, directamente, no consideren prioritario el reto ambiental; asimismo, la cartera de préstamos hipotecarios puede reflejar la incidencia de eventuales inundaciones, la subida del nivel del mar u otras catástrofes, con merma, e incluso con la destrucción, de las garantías reales que sirven para asegurar el buen fin de las operaciones crediticias. Las compañías aseguradoras pueden quedar expuestas al pago de indemnizaciones desproporcionadas a los asegurados o beneficiarios de las pólizas.

En fin, los riesgos de dicha tipología están ahí y no es previsible que muestren una tendencia descendente, sino más bien todo lo contrario.

Está plenamente justificada, pues, la iniciativa de los supervisores financieros para ampliar el círculo de los riesgos a computar, cuantificar y vigilar por las entidades supervisadas. A juicio de Hernández de Cos (2020a, pág. 7), “el papel de los reguladores y de los supervisores debería ser, en gran medida, asegurarse de que las entidades financieras incorporan adecuadamente el impacto de dichas medidas en sus análisis de riesgos”.

El cambio climático es una amenaza también para la estabilidad financiera. En 2015, Mark Carney, entonces gobernador del Banco de Inglaterra, apuntaba que el problema radicaba en la “tragedia del horizonte”75, realizando la siguiente advertencia: cuando el cambio climático llegue a ser visto por suficientes actores como un peligro claro para la estabilidad financiera, puede ser ya demasiado tarde76. Hoy día, los reguladores y los supervisores europeos y de otros países han recogido el guante, y se han puesto manos a la obra, colocando dichos riesgos bajo los focos normativo y de supervisión. El sistema financiero, y los bancos en particular, “va a ser la palanca que van a utilizar las autoridades para garantizar una transición hacia una economía más sostenible y que sea compatible con la preservación de la estabilidad financiera” (Roldán, 2018, pág. 17).

Menos acuerdo existe en torno a las propuestas de disminuir los requerimientos de capital para los “préstamos verdes” y aumentarlos para los “activos marrones”.

La transparencia o revelación (“disclosure”) de los riesgos es considerada, en cambio, como una alternativa que puede ser eficaz para orientar los flujos de capital hacia los negocios más sostenibles.

En cualquier caso, los distintos supervisores, y los supervisores bancarios, en especial, han comenzado a incluir los riesgos climáticos y medioambientales, dentro de un escenario exploratorio, en las pruebas de resistencia de las entidades supervisadas. Las pruebas consisten en dilucidar si, en caso de producirse eventos significativos en escenarios de deterioro, una entidad tendría capacidad de mantener su viabilidad como entidad independiente, sin perder de vista las repercusiones que pudieran derivarse para la economía real.

El Banco de Holanda desarrolló en 2018 una prueba de resistencia para todo el sector bancario ante un escenario de transición energética (Delgado, 2019a, pág. 14). Este ejercicio mostró que el CET1 del sector financiero holandés podría descender hasta en un 4% ante un severo pero plausible escenario de transición (Enria, 2020). La Autoridad Bancaria Europea está desarrollando en 2020 una prueba voluntaria (“análisis de sensibilidad”) entre las entidades bancarias de los 27, como parte de la evaluación regular de riesgos del ejercicio 2020 (Autoridad Bancaria Europea, 2019a, pág. 18). El Banco de Inglaterra ha anunciado la próxima realización de una prueba de resistencia sobre riesgo climático en 2021 (Banco de Inglaterra, 2019). La prueba de estrés de 2022 del Banco Central Europeo incluirá los riesgos climáticos (Banco Central Europeo, 2020b; PwC, 2020b, pág. 49).

La sostenibilidad y el nuevo marco institucional y regulatorio de las finanzas sostenibles

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