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VI. Empezamos a poner en marcha el contraataque. Desaliento y deserciones


Pasquali, Mark y yo mismo nos reunimos en la Nunciatura para iniciar el contraataque parlamentario. Pasquali nos obsequió con una pannacota, un café y una copita de Amarello; una combinación deliciosa. Eso nos despertó la imaginación.

El nuncio empezó la reunión indicando que nuestro objetivo no era interferir en la política del Gobierno global; solo se debía enfocar en defender los derechos de los creyentes en general, y los católicos y el catolicismo dentro de este colectivo, ampliando la libertad de creencias. De manera que lo que en la proposición de ley no atañera a esa libertad quedaba fuera del objeto de nuestros trabajos.

Lo primero que hicimos fue estudiar a los miembros de la comisión parlamentaria. De los cincuenta que la componían solo había tres selenitas, dos católicos y un protestante. Del resto, había unos seis procedentes de diversas confesiones, incluidos dos católicos no practicantes y diez del Humanismo Natural con los que se podía contar para frenar la proposición de ley.

En principio, diecinueve podían estar en contra de la proposición en su aspecto de discriminar a los sacerdotes célibes; diecinueve diputados de una comisión de cincuenta. El resultado de las matemáticas parlamentarias era contrario a los intereses católicos. Habría que trabajar mucho para revertirlo, aunque no era imposible.

El estudio de los expertos legales del Vaticano no era esperanzador. La libertad de movimientos estaba reconocida por el Parlamento global y la Constitución como un derecho fundamental, pero al haber muchas legislaciones territoriales que la coartaban, era muy difícil aplicarla de manera tajante; estaba sujeta a interpretaciones, sobre todo en lo que se refería a nuevos descubrimientos espaciales.

Por otra parte, la proposición de ley incluía criterios «técnicos». Criterios que permitirían a los expertos seleccionadores de futuros colonos vetar a personas que discreparan con el Humanismo Liberador. La idea era que la homogeneidad ideológica de los pioneros evitaría conflictos futuros. Una teoría sociológica basada en supuestos estudios científicos.

Partíamos de una posición de desventaja. Había que pensar también en cómo dirigirse a la opinión pública. El Vaticano tenía una bien ganada reputación de defender a las minorías en contra de las mayorías totalitarias, y eso era una ventaja. Cualquier opinión en ese sentido sería bien recibida por una parte de los medios. Otra parte estaría en contra.

El grupo de trabajo se disolvió y quedó en reunirse al cabo de dos días. Mark debía seguir indagando el parecer de otros diputados, sobre todo de los partidarios del Humanismo Natural. Yo tenía que redactar un pequeño memorándum para el papa. Pasquali se movería en el ambiente diplomático para compulsar posibles ayudas.

Un día después, Mark, visiblemente nervioso, llamó para excusarse con una conversación oral, lo que me extrañó en un mundo en el que la inmensa mayoría de las mismas eran también visuales. Me dijo que tenía que trasladarse con urgencia a la luna para un asunto familiar. Además, su revisión médica de rutina también le aconsejaba volver a la luna. Las medicinas que tomaba en la Tierra estaban produciendo efectos secundarios en algunos de sus órganos vitales (no me dijo cuáles) y tenía que descansar de su tratamiento. También me rogó que de momento obviase toda referencia a su persona en lo referente a la proposición de ley. Pasquali y yo nos quedamos solos, desconectados y desconcertados.

El español Julio Grau era un diputado católico de la comisión. Me cité con él en una de las cafeterías del Parlamento. Nos conocíamos de una audiencia en la que estuvo con su familia en Roma. Le conté mis preocupaciones sin revelar la procedencia de la información. No se mostró sorprendido. Bajando el tono de voz, comentó que las paredes oían y que me visitaría en la Nunciatura al día siguiente. Así lo hizo.

Julio Grau empezó su conversación a bocajarro:

–No quiero desalentarle, cronista. No obstante, he de decirle que la proposición de ley es solo una pieza de todo un plan urdido por el poder para excluir a los cristianos, y en particular a los católicos, de la expansión colonial espacial. Yo no puedo ayudarle, ni estoy seguro de que quiera. No estoy muy de acuerdo con algunas de las doctrinas que defiende el Vaticano y creo que debería evolucionar. No me gusta que me identifiquen con ellas porque eso me impediría acceder a puestos de poder en el Parlamento o el Gobierno que pueden ser muy beneficiosos para mis electores. Así que ruego que me olvide en este asunto.

Nos acabamos el café (un expreso corto al estilo italiano más tradicional) y se marchó. Me quedé aún más desalentado. Empecé a comprender a monseñor Pasquali. Ni siquiera se podía contar con los que considerábamos del mismo bando. ¿Debería volver a Roma, redactar un informe y dejar en manos de los expertos diplomáticos el asunto? Al fin y al cabo, yo había hecho mi trabajo; había palpado el ambiente y descubierto las dificultades para el discurso papal ante el Parlamento y las medidas en contra de la expansión de la Iglesia. Mi trabajo de cronista era exponer los hechos, no provocarlos. Me fui al oratorio de la Nunciatura y empecé a rezar haciendo caso a Calixto X.

Memorias de un cronista vaticano

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