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X. Mi sobrina Brigitte me invita a París


Sonó mi celular (llamo así al teléfono incorporado en mi crono desde que estuve destinado en una parroquia en Santo Domingo). Era mi sobrina Brigitte, hija de mi hermana desgraciadamente fallecida en su parto. Eso hizo que no tuviera mucha relación con ella. Sobre todo después del segundo matrimonio de mi cuñado, un funcionario del Gobierno global que siempre estuvo destinado en lugares exóticos. Brigitte era una doctora joven, soltera y especializada en psico-sociología espacial, una materia que estudia las mejores condiciones para mantener la vida terrestre en el espacio y nuevos territorios como la luna, analizando las reacciones sociales de los colectivos que los ocupan. Por todo ello era una llamada sorprendente, a la vez que intrigante.

–Hola tío; supongo que te extrañará que te llame. –No era tonta y yo sabía que su doctorado «Cum Laude» fue comentado en muchos foros y publicaciones científicas–. Estoy viviendo en París y mi jefe quisiera hablar contigo. Cuando se ha enterado de que era tu sobrina me ha rogado que os presentara porque querría conocerte personalmente. No me preguntes qué te quiere comentar; lo sospecho, pero no estoy segura.

Le indiqué que estaba en Moscú y que al día siguiente volaba a NY. Se oyó una voz de alguien que estaba a su lado y probablemente nos escuchaba, aunque no se veía a través del visor de mi celular. La voz le indicó que, si se lo permitía, me enviaba un vuelo para París al día siguiente por la mañana, una estancia de un día en la Ciudad de la Luz y vuelta a NY a continuación. Les dije que no había inconveniente, dado que ya estaba en Europa. Me pidieron la aerolínea y el número de billete Moscú-NY y recibí casi simultáneamente otro Moscú-París-NY con la misma línea aérea. Era como si los datos que me habían pedido los tuvieran antes.

A mi llegada a París, me recibió una sobrina encantadora. Era morena como lo había sido su madre, con ojos azules, una combinación muy «resultona», como habría dicho mi hermana. Recordaba que debía tener treinta y tres años. Me soltó dos besos, uno en cada mejilla, y me agarró la única bolsa que llevaba. Una limusina terrestre, algo que era muy vintage para una época de taxis voladores, nos llevó al Hotel Vandome, un hotel boutique en la plaza del mismo nombre. Me dijo que era un hotel discreto y confortable, que dada mi condición de sacerdote creía que era más adecuado que uno de los grandes establecimientos de la ciudad.

Como era medio día, tomamos cerca en un restaurante típico francés un aperitivo con un pastel de escargots delicioso y un solomillo relleno de foie con abundante mantequilla, vino Chardonnay auténtico de la Borgoña, y una crepe de postre. Todo muy francés. Hablamos de la familia. Me preguntó por sus primos y me dijo que seguía soltera y sin compromiso. No dijo gran cosa de su padre ni de su hermanastra, por lo que supuse que no tenía mucha relación con ellos. Después pregunté por las misas vespertinas de Notre Dame y a las 18:00 h me fui a una de ellas.

A la mañana siguiente me recogió Brigitte. El edificio donde trabajaba tenía un cartel luminoso que decía «L’ Airreal, División Espacial». No me sorprendió. Tampoco el estilo minimalista y abierto de las oficinas llenas de paredes con esquemas y pantallas de ordenadores cuánticos. Brigitte me llevó a una sala de paredes transparentes. Me indicó que estaba insonorizada y aislada. Nada de lo que se trataba allí de palabra quedaba grabado en ningún sitio.

–Te lo digo para que te sientas cómodo –agregó.

Al rato entró un gentleman de unos cincuenta años; era muy raro ver corbatas y pañuelo a juego asomado en el bolsillo de la prenda superior, que en algún tiempo se llamó chaqueta y que ahora resultaba casi anacrónica. El corte del traje se ajustaba como un guante a la atlética figura del que lo llevaba, aunque los trajes de hombre actuales son de tejidos suaves y a la vez cálidos y frescos, según el ambiente, y acaban en lo que una vez se llamó en tiempos un cuello Mao. Brigitte se dirigió hacia mí:

–Te presento a monsieur Paul Corvine. Mon Chef.

Yo creía que Brigitte nos dejaría solos, pero me sorprendió que se quedase.

Paul Corvine me dio las gracias por la visita y me dijo que su único interés era conocerme personalmente y mostrarme algunos proyectos relacionados con la expansión de las colonias espaciales que también conocía Brigitte. Aclaró que por eso era bueno que ella nos acompañase.

Fueron tres horas de exposición en las que hubo todo tipo de instrumentos, hasta holografías de las últimas expediciones. En una de ellas indicó que, como había demostrado la tesis de Brigitte, además de las condiciones físicas para la supervivencia individual, la homogeneidad cultural era básica para el mantenimiento de las colonias. El mensaje estaba dado. Sutil, como si fuera un diplomático vaticano. Yo puntualicé, después de esa frase: «Habría que definir muy bien qué significa homogeneidad cultural para no hacer discriminaciones injustas», dando a entender que habría que matizar mucho esa afirmación. Luego me dio las gracias y, como ya sabíamos cada uno lo que quería que supiera el otro, nos despedimos con una sonrisa.

Brigitte me acompañó a la puerta. Tenía el tiempo justo para llegar a mi vuelo. Le di otros dos besos en las mejillas y le dije que la llamaría desde el avión. El billete era en primera clase, mientras el anterior era en lo que en el siglo XX se llamaba turista y ahora billete normal. El viaje duraría menos de tres horas, pero podía llamar a Brigitte mientras repasaba los acontecimientos, escribía mi crónica y meditaba un poco.

Durante el vuelo llamé, agradecí a Brigitte la interesante visita y escribí mis impresiones. Empezaban así:

«26 de abril de 4344. Viaje a Moscú y vuelta pasando por París. Recibí las informaciones de los dos partes de la industria farmacéutica. No sé por qué piensan que la Iglesia, y yo en concreto, tenemos fuerza para influir en el resultado de la batalla en que están enfrentados. ¿Cuál es la razón para ese planteamiento?…».

Como siempre, le expliqué todo a Pasquali antes de archivar este trozo de mis memorias en la Nunciatura de NY. También los documentos del viaje, el folleto del congreso en Moscú y los prospectos que me había dado Paul Corvine; había decidido ser lo más riguroso posible en lo referente a lo que estaba viviendo. Al fin y al cabo, soy «el cronista».

Pasquali me dijo:

–Cronista –creo que ya he perdido mi nombre para siempre–, me da la impresión de que para que tengamos una idea completa de la situación deberías ir a Roma. Sospecho que parte de esta historia está en el Vaticano y sin ella no podrás tener el cuadro completo.

Al día siguiente recibí una llamada de la Secretaría del papa. Era sor Águeda, que me indicaba que Calixto X había decidido que volviera a mis ocupaciones en Roma. Tres días después tenía un corto despacho con Su Santidad.

Memorias de un cronista vaticano

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