Читать книгу Memorias de un cronista vaticano - José Ramón Pin Arboledas - Страница 15
ОглавлениеVIII. Pido trasladarme a Roma. Calixto X me pide discreción
Mi memorándum estaba terminado. Lo iba a mandar por vía telemática, pero me pareció prudente hacerlo antes oralmente y en persona ante Su Santidad. Era costumbre pedir permiso para el traslado. Primero a monseñor Pasquali, que me lo dio sin preguntar la razón del viaje. La conocía. Luego a la Secretaría de Estado del Vaticano de la Santa Sede, puesto que yo viajaba con estatus diplomático.
Dos semanas más tarde, hablé con el administrativo encargado de viajes de esa Secretaría de Estado. Me comunicó que había recibido la solicitud y que su superior, el reverendo Dr. Duálvez, un angoleño de una orden monástica brasileña reciente, la tenía encima de la mesa de su despacho. Duálvez era el segundo en la Secretaría de Estado.
Tardé casi una semana más en contactar con Duálvez. Después de un saludo protocolario le expliqué:
–Necesito ir a Roma para hablar con las personas que me encargaron recoger información aquí en NY. He enviado una petición de viaje y me dicen que está en su mano tramitarla.
–Sí, aquí la tengo –comentó Duálvez–, pero dadas las facilidades de comunicación que hay ahora me extraña que pida venir personalmente. Estamos en reducción de gastos. Los ingresos no están subiendo. ¿No bastaría con una tele-presencia y, si acaso, con una conversación holográfica con quien necesita hablar?
Respondí:
–Lo que tengo que decir prefiero que no quede reflejado en ningún sitio. Mi información es sensible y delicada. Mi interlocutor está en la más alta de las responsabilidades. –Bajé la voz en la última parte de mi frase para darle más carga de misterio.
Dualvez dijo:
–En ese caso, tramitaré su petición al secretario de Estado. Es el único autorizado para ello. Lo que pasa es que ahora está de viaje por varias Nunciaturas y me es difícil incluir asuntos puramente burocráticos en su agenda. No se preocupe; seré lo más diligente que se pueda. Arrivederci.
Y cerró la comunicación.
A continuación, llamé a sor Águeda, una de las monjas que atendían la Secretaría del papa, y le expliqué lo sucedido. Mi contacto con Calixto X urgía. Sor Águeda se sorprendió y dijo algo referente a un movimiento para aislar al papa de sus más íntimos colaboradores. Luego pidió perdón diciendo que ella no era quién para opinar sobre el politiqueo vaticano y que olvidara lo dicho.
Al cabo de dos días, tenía el billete para el viaje, con autorización de una estancia de una semana en la residencia donde, desde el papa Francisco en el siglo XXI, se instalaban algunos de los pontífices: «La Casa de Santa Marta». Junto con el billete electrónico, había una invitación redactada por el propio Calixto X para desayunar con él el miércoles de esa semana después de la misa de las 7:30 h en un reservado de esa casa. Al final la invitación decía: «Confidencial, usar solo si es necesario».
Ese día su Santidad parecía visiblemente cansado.
–Hijo mío –dijo con voz baja–, los medicamentos para estar en este planeta me dejan KO. Los médicos dicen que no esperaban una reacción tan fuerte. Sin embargo, no puedo dejarme vencer por el bien de la Iglesia. El futuro de la evangelización de nuevos mundos está en peligro y tenemos que hacer todo lo posible para predicar el Evangelio. Por favor, dígame eso que es tan confidencial que le ha traído a Roma.
Le expliqué las últimas informaciones y, sobre todo, mis cavilaciones sobre la conveniencia o no de tomar partido en la batalla.
Calixto X me dijo:
–Ha hecho bien en no dejar rastro de nada de esto. A su vuelta, dele recuerdos de mi parte a Pasquali y dígale que, a partir de ahora, de este tema el cauce para comunicar novedades es usted; que no comente con nadie más lo referente a esta información, ni ahora, ni en el futuro. Guarde su memorándum en una caja fuerte de la Nunciatura y siga investigando. Lo que descubra me lo comenta en viajes personales cuando venga. Tendrá autorización desde mi Secretaría. No obstante, antes de venir a verme redacte un memorándum que debe guardar en esa caja fuerte con objeto de que quede una crónica cuando ya no estemos. Al fin y al cabo, ese es su trabajo.
Luego acabó su café, que parecía más bien agua diluida, me bendijo y se fue arrastrando un poco los pies en su andar. A sus ochenta y un años sorprendía su bajada de vitalidad en los pocos meses que llevaba en el papado, en una época en que la esperanza de vida estaba por encima de los ciento diez años largos.
Fue a partir de este desayuno cuando tomé la decisión de iniciar unas memorias que guardaría en la misma caja fuerte que los memorándums y cualquier documento relacionado, todos en formato electrónico-cuántico, que tienen un sistema de encriptado en base a ciertos rasgos de la persona que los encripta.