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PRESENTACIÓN

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En una época en la que nos dirigimos hacia la barbarie de eliminar toda presencia significativa en nuestras vidas tanto de la filosofía como de la literatura, o hacia su extremo opuesto, según el cual la pretensión científica ahoga también el amplio mundo de las letras1, el presente libro –y los que puedan seguirle– intenta ser una modesta contribución a reafirmar el convencimiento de que, también hoy, el cultivo de la filosofía, así como el de la literatura, es una senda irremplazable en el curso que conduce al conocimiento de nuestro mundo y de la identidad del mismo hombre, así como una vía nada despreciable para el acercamiento al misterio de Dios. En general esto sirve para todos pero, muy en particular, para aquellos que están llamados a ser, en medio de la tormenta, auténticos pastores de almas.

La técnica amenaza, desde hace ya tiempo, con erigirse en el parámetro fundamental de nuestras vidas; la información tiende a convertirse en un espectáculo rentable; la cultura, en comercio de intercambio; la ciencia, en el sucederse atropellado de unas teorías que reemplazan a las anteriores, porque hacen la vida de los hombres más cómoda y confortable; y el arte, al fin, en la eficacia de subvenciones públicas o estatales al servicio de cualquier ideología, cuando no en el ornato, tan superficial como estéril, de una masa que ya no piensa. Muy lejos estamos de aquel ideal romántico, en virtud del cual el arte se presentaba como esa irreprimible fuerza creadora que brota de lo hondo de la vida2.

Don José Rivera, nuestro autor, no era portador, a simple vista, de una figura estilizada, ni modelo de unas formas depuradas; tampoco daba la impresión de ser especialista en el refinado mundo de las artes, reservadas a elitistas grupos de selectos pensadores. Y sin embargo, en sus escritos aflora ese profundo pathos estético de la vida, nunca frívolo ni improvisado, antes bien, cultivado con delicadeza y atención, casi excesiva. Si en Nietzsche el arte –básicamente la tragedia– manifiesta el carácter contradictorio y violento de los elementos, en Rivera expresa la armonía completa de la creación, libera la Verdad que comunica, y acerca a todos el supremo Bien que, en última instancia, es Dios. Sí, para él la Belleza Suma es Dios (Padre), manifestado en su Hijo, Jesucristo. Por eso, la Estética deviene, últimamente, auténtica Teología de la Belleza3.

En su pensamiento nada se confunde, aunque todo se vincula, la literatura y la filosofía, la teología dogmática y la espiritual, la Sagrada Escritura y los textos profanos. En todo rezuma la presencia vivificante del Logos divino y en todo brilla también, a su manera, la hermosura del rostro humano: alma profundamente contemplativa, espíritu asombrosamente reflexivo, don José ha sabido escudriñar lo más recóndito de sus intimidades y nos lo ha ofrecido en las numerosas páginas (son pocas, con todo, las que se conservan) de sus escritos.

Creo que no es la suya una mera preocupación estilista, una afección a la perfección humana por sí misma; tampoco es la nuestra al ofrecer este volumen4. Por los diversos caminos –de la naturaleza y de la gracia– ha reconocido Rivera el misterio de un Dios que, si bien en Cristo nos lo ha dicho todo, continúa difundiendo hoy su mensaje por medio de lo que otros testigos dicen. En cierto sentido, Dios nos habla sin cesar: aunque nada añade a su Palabra divina, la difunde sin parar a través de muchas otras voces humanas. Desde esta perspectiva es como se han de leer los estudios estéticos (fundamentalmente literarios) de don José: no se detiene en lo periférico, ni le seduce lo superficial, sino que contempla lo terreno como eco del misterio, y la reflexión humana le conduce a la acción oculta de la divina gracia. No se conforma con la limitada perfección: su deseo insaciable es de Dios, y la locura de su alma, la santidad.

La amplitud de su inteligencia, tanta como la generosidad de su corazón, hace que se interese por todo lo que dice referencia al hombre, por todo lo que conduce a Dios. Al hacerlo no despoja al cristianismo de su específica novedad sobrenatural, ni abdica de su exigente verdad, asomándose ingenuamente a un buenismo relativista que nos va invadiendo hoy en día. Su preocupación es sacerdotal y por tanto pastoral: la literatura constituye un aspecto de esa verdad por cuanto muestra, de diversos modos, la realidad social, el enigmático problema humano e incluso porque barrunta el misterio de Dios. Con acierto se podrían atribuir a Rivera las palabras con las que Moeller justifica su conocido y extenso estudio literario: “Porque habla de Dios, que se sirve de todo, incluso de las cosas que no son, para salvar el mundo”5.

Don José no se detiene en la obra humana. Rivera no encuentra deleite sino en la Belleza mayúscula de la que toda otra obra artística no es más que un débil resplandor, una pobre participación. Nada espera porque nada busca –como fin último– en el pensamiento filosófico, o en un relato literario por selecto que éste sea, sino cuanto encierran de trasunto de otra realidad mayor en la que, de verdad, consisten. La teoría platónica de la correspondencia de la cosa con su idea originaria o arquetipo don José la eleva al orden sobrenatural6.

En su mente que reflexiona, en su sencilla máquina de escribir que teclea sin cesar, en su pequeña y austera habitación, así como en su riquísima biblioteca, encuentran lugar todo tipo de pensamientos y autores, de temas y materias a estudiar: resulta ciertamente asombroso leer alguno de los párrafos de su diario que recoge el inicio de un día cualquiera de su vida, para comprobar el frenético programa de trabajo y la extensión de su horizonte intelectual. Sírvanos como ejemplo uno entre tantos:

Lo primero, mis lecturas. He leído varios libros enteros y no parva cantidad de páginas sueltas. La obra de Lyonnet y La Potterie, “Teología radical” y “La muerte de Dios”, de Altizer y Hamilton; “Matrimonio y Celibato” de M. Thurian; el libro sobre la virginidad y la Biblia; dos novelas de Simenon –a mí, como a todas las personas inteligentes, me placen las buenas novelas policíacas– dos dramas de Vélez de Guevara, amén del diablo cojuelo; una buena parte del estudio de Spicq sobre Agape en San Juan; estoy acabando el “fray Gerundio”, sabrosísimo y no poco útil para la comparación de edades que tanto me complace... Creo que he leído alguna cosa más que ahora no recuerdo. Lo malo es que de todo ello tendría que apuntar no pocas consecuencias, y, como siempre, desde mañana andaré muy mal de tiempo... (Diario, 7 de mayo de 1968)7.

Semejante panorama podría ser leído con escepticismo, podría parecer exagerado, de no ser porque quienes han gozado, con mayor o menor cercanía, del testimonio directo de su vida, así lo atestiguan. Yo mismo he recibido de diversos modos este benéfico testimonio antes de ingresar al Seminario y, por supuesto, durante mis estudios en él: además de numerosas charlas y predicaciones, amén de alguna entrevista personal, Rivera me impartía el Tratado teológico de Gracia y Virtudes, en el Seminario, cuando falleció.

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La vida de este sacerdote, hoy venerable, es sin duda un prodigio de esos que la gracia sabe realizar cuando encuentra una materia humana disponible a la que in-formar, con no otra forma divina que su Espíritu. En eso consistió su vida y en eso consiste la de todo hombre llamado a la santidad: en dejar que la gracia “reviente” la naturaleza, la penetre y la transforme, la ilumine y la conduzca hasta su configuración total con Cristo. Este es el itinerario biográfico de don José Rivera, esta su radical y existencial preocupación: “Saber a Cristo –escribe en su Diario– es eterno quehacer; amistad esponsal con El es eterno quehacer. Por tanto no me ocupa ni menos me preocupa la cantidad de saber y de amor que alcanzo en la tierra en tal o cual año. Una sola cosa importa: estar en marcha por esos caminos, que son el Camino sin más…”8. Cristo es su criterio y su norma, su amor y la medida de su propia sabiduría: en cualquier rama del saber, en todas y cada una de las disciplinas más variadas, descubre el misterio personal de un Dios que se nos dona en Cristo Jesús. Todo converge en Él, y a Él lo conoce no sólo en los libros sino, fundamentalmente, por su propia vivencia en la intimidad.

Sus Cuadernos de Estudio son cuadernos de trabajo personal, resultado de muchas e intensas horas (sobre todo nocturnas) de lectura y de un pausado análisis meditativo, reflexivo y crítico de esas mismas lecturas. Su pensamiento es como un torbellino, un volcán abrasador: ilumina toda vez que quema, compromete e incomoda a quien se acerca, aunque temeroso y por curiosidad, pues arrebata de la indiferencia; pero excita y acrecienta el entusiasmo en quien, decidido, se entrega sin reservas a seguirlo. Sorprende no sólo en su estilo libre, espontáneo y directo, sino más aún en la riqueza y variedad de sus contenidos; como ya hemos observado, la dilatación de su interés es, sencillamente, extraordinaria: le interesan pensadores de todo tipo, artistas de lo más variado, místicos de todos los tiempos, materias aparentemente sin punto alguno de conexión. Nada le resulta ajeno ni le estorba, nada le parece una pérdida de tiempo si contribuye, de alguna manera, al conocimiento mayor del mundo y del hombre, al conocimiento de sí mismo y, por supuesto, a la difusión de la gloria de Dios.

Ciertamente, la cultura literaria (por no decir la espiritual) de Rivera es espectacular: poseía una biblioteca asombrosa, repleta de abundantes libros de las diversas ramas del saber y en las lenguas más variadas. Pese a adquirirlos con dificultad, pero con gran deseo, no tenía apegado su corazón a ninguno de ellos. La virtud de la pobreza y la confianza en la divina providencia pasa por el total desprendimiento de cualquier posesión, por intelectual y conveniente que esta sea. Don José estudió; estudió mucho y bien: horas y horas de abnegada reflexión, consciente de su irrenunciable necesidad para mejor llevar adelante la misión pastoral. Y lo hace uniendo la universalidad del saber con su profundidad en el análisis, uniendo la avidez por leer siempre más con la sencillez de no presumir de nada como propio, pues sabe bien que “todo es gracia”. La hondura de sus escritos corresponde a la densidad de sus predicaciones: esquemas desarrollados con rigor, durante horas, sin tener un papel delante. Ello habla bien de su asimilación personal: la unidad de lo que estudia y de cuanto lleva a la vida. No se acerca a la Verdad (Cristo) para presumir de nada: se sumerge en ella para, perdiéndose, dejarse transformar por completo.

Su modo de proceder nos lo expone él mismo en una de las páginas de su Diario. Prefiero dejarle hablar a él antes que perjudicar la claridad con la que nos describe su manera de trabajar:

En cuanto al modo: el defecto principal, ya enunciado, es la multiplicación y, como consecuencia, el apresuramiento. Los alicientes del asunto nuevo, que se presenta perentorio, me impiden la debida atención al casi terminado, y me apartan de él, en los momentos en que debería producir más consecuencias. Medito demasiado poco. Conozco de sobra, por la experiencia riquísima de mi prolongada vida intelectual, esos momentos, aparentemente vacuos, en que la mente semeja vagar sin rumbo, indeterminada; en que la imaginación va de un lado para otro como vagabunda. Y sé bien, empero, que son los instantes que preceden al descubrimiento del tesoro. La verdad no se conquista, digan cuanto quieran; es don divino, aunque se trate de verdades naturales en sí mismas. El requisito es la humilde esperanza. Son los períodos infértiles los que preparan misteriosamente la gozosa cosecha exuberante. El hallazgo debe ofrecerse como tal, sin relación con mis propias capacidades positivas; puro regalo. Así no produce jamás soberbia, así uno piensa que cualquiera puede llegar a la sabiduría, como es verdad, sólo con la esperanza, bien que Dios quiere ciertamente otorgar a todos. Pues la vida humana es no más que humildad amorosa - más todavía que amor humilde. Ontológicamente el hombre es pura potencia pasiva obediencial (…)

Dios me libre, durante el nuevo año, de la impaciencia. Que cada idea naciente en mi intelecto sea hija mía de verdad, hija de mi cabeza y de mi corazón, fruto de caricias prolongadas, de horas de intimidad con la verdad, contemplada, saboreada, llorada, gozada, nunca abandonada, hasta que, en cuanto depende de mí, no sea madura, crecida, instalada en la casa paterna de la Verdad total y absoluta. Nunca hija de mente lujuriante, que, en arrebato instantáneo, viola sin cariño el misterio. Eso no es filiación personal. Todas las ideas, que puedo observar han fructificado en otros, han sido engendradas en mí, a fuerza de tiempo y de amor. No iniciar sendas nuevas en este período que se abre hoy. No tener prisa. Y no comprar tampoco libros nuevos, a no ser sobre los asuntos en estudio, o algunas obras de consulta, que son valiosas para cualquier negocio intelectual.

Así pues: continuidad, siguiendo los temas ya en laboreo - sosiego y reflexión lenta en los ratos en singular.

Pero hay todavía otra nota que añadir. La lectura de los poetas, que estimo de altísimo valor teológico, debe ser pausada en otro sentido. Hay una eficiencia peculiar en la prolongación del contacto. Vivir unos meses en compañía de Calderón es la mejor manera de recibir sus posibles influjos. Aquí no se requiere tanto la reflexión –que sólo debe realizarse al final, en momentos de síntesis– como la lectura de todas, o al menos la mayoría, de sus producciones. El ataque parcial a determinados aspectos del pensamiento del autor. Anotaciones sueltas sin importancia aparente. Copias o versiones de poemas, o trozos de sus dramas o novelas... Todo ello engendra un conocimiento personal, vivo, enriquecedor, del autor y a través de él, y simultáneamente, inmediatamente, del Padre que le otorgó el estilo poético” (Diario, 1 de enero de 1969).

Semejante método de trabajar, que implica la lectura sosegada (incluso subrayando las ideas preferidas), la anotación repetida de lo que le llama la atención y su posterior meditación, rumiando todo ello con numerosos exámenes y aplicaciones a la realidad contemporánea o a la propia vida, hacen de este testimonio escrito que presentamos no una obra de mera erudición (que podría haberlo sido perfectamente por muchos motivos), sino una invitación a ejercer el propio pensamiento.

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El tema común de estos escritos de Rivera es la estética en general, o más bien la poesía, la literatura en particular. Aunque más escasas, también se encuentran referencias a otras manifestaciones artísticas. Porque no es ajeno a D. José el valor formativo del arte y la importancia de la belleza en la vida del hombre y del futuro sacerdote.

Como leemos en una de las obras del padre Lobato, “la búsqueda de la belleza, la capacidad de detectar y gustar lo bello, son rasgos propios de la condición humana”9. En realidad no ha existido ni pueblo ni individuo alguno que no haya sentido en su espíritu el estupor ante la obra de arte, el escalofrío de la hermosura o el terror y el rechazo ante lo feo. La experiencia estética, por deteriorada que esté, constituye uno de los caminos más profundos de la intimidad humana que discurre hacia la búsqueda de su sentido, así como hacia la elevación frente al misterio.

Al igual que los otros trascendentales del ente –la unidad, verdad y bondad– tampoco resulta fácil definir lo que es la belleza en sí misma. Son difíciles las cosas bellas, que decía Platón10. Es tal vez más práctico hacerlo por los efectos que provoca en el sujeto que la experimenta: es lo que hace santo Tomás al decir que es “hermoso aquello cuya contemplación agrada”11. Se trata de una perfección que acompaña al ser, a todo ser, y que se identifica con él. No quiere decir que sean sinónimos, sin más, pues tanto la verdad, como la bondad o la belleza “añaden” –explicitando– al concepto de ente un matiz que no viene indicado, o puesto de manifiesto, cuando se considera al ente simplemente como tal: aquí lo que está en juego es la vivencia de que todo ente, además de ser –y por el hecho de serlo–, produce cierto agrado y deleite en quien lo conoce y lo contempla, en quien lo disfruta. Ahora bien, así como cabe hablar de diversos grados de perfección en el mismo ser, también en la belleza podemos admitir jerarquía o gradación; lo que importa es que lo bello incorpora al ser, al hecho de conocerlo y de quererlo, un agrado o gusto complaciente que resulta de ese mismo conocimiento y apetencia.

En ese disfrute, que conlleva la percepción de la belleza, intervienen, pues, por un lado el conocimiento –ya sensible, ya intelectual– del objeto en consideración y, por otro, la voluntad o el apetito, que secunda dicha contemplación. Pero la belleza no es ese placer, sin más, sino aquello que lo provoca y que hace que su contemplación sea agradable al espíritu del hombre. Es importante subrayar, y más en tiempos tan relativistas como los nuestros, que tanto la belleza, como la verdad y la bondad son propiedades del ser y que residen primeramente en él: no es el sujeto humano quien crea la verdad, la bondad o la belleza de las cosas, sino el que las descubre cuando considera un objeto cualquiera, siempre anterior en su ser a que nosotros lo conozcamos. Las cosas son primero, las cosas son bellas y por eso satisfacen nuestro espíritu, pero no al revés; las cosas son verdaderas y por eso sacian nuestra sed de conocer la verdad, pero no al revés; las cosas son buenas, y como tales se nos muestran, y así proporcionan descanso a nuestra sed de felicidad. Es primero en el ser de cada cosa donde residen sus propiedades trascendentales, y no en el sujeto que descubre el ser.

Dicho esto conviene recordar –y no contradice sino que complementa lo anterior– que el sujeto importa, y mucho, pues de no existir espíritu alguno que conoce y ama, tampoco podríamos entender lo que la verdad, la bondad o la belleza significan. La afirmación es del mismo santo Tomás: de no haber alma humana ni sus facultades, hablaríamos de entes o de cosas sin más. Si hablamos de verdad o de belleza es por relación a un sujeto, para quien la realidad se muestra cognoscible y apetecible, bella y digna de disfrute estético. Santo Tomás añade en su reflexión la siguiente consideración: en el supuesto irreal de que no hubiera alma humana alguna, las cosas seguirían siendo buenas, verdaderas y bellas por relación al sujeto divino que las conoce y ama; pero si, por una hipótesis todavía más irreal, tampoco existiera Dios, tendríamos que hablar de cosas que son simplemente, pero ni buenas ni bellas. Este tipo de propiedades trascendentales, que lo son del ser, implican siempre un modo de relación o conveniencia de un ente con los demás12.

Resulta sumamente sugerente la idea tomista en un mundo como el nuestro, en el que después de eliminar la referencia a un Dios trascendente, se cuestiona también la capacidad racional del sujeto ante afirmaciones universales y absolutamente necesarias; del mismo modo que no pocos pensadores abandonan la pretensión de una verdad definitiva, no son pocos los artistas que lo hacen respecto de la idea de una belleza que transcienda los gustos y las modas pasajeras.

Para evitar todo riesgo de subjetivismo, de relativismo infundado, santo Tomás cifra en tres rasgos las propiedades fundamentales de la belleza:

a.- la armonía o proporción del objeto en sí mismo y en relación a lo que le rodea. Propiamente tiene que ver con la armonía o consonancia material de un orden de tipo matemático. Pero en sentido análogo la proporción que origina la belleza resulta de la unidad que tienen entre sí las diversas sustancias. Así la belleza cósmica, o la de las cualidades de un mismo sujeto, incluye esta dimensión de medida adecuada según las distintas partes de un mismo ser. Acompañan a la armonía la simetría, la armonía o el ritmo poético y musical, elementos todos ellos que nos hablan de la belleza de una cosa. Además de indicar la carencia de defectos, la armonía pone de manifiesto la conveniente disposición de las partes para aquel que se deleita en su contemplación.

b.- la integridad o el acabamiento, en relación con aquellas perfecciones que le son exigidas por su forma sustancial. Es decir, que íntegro es lo que no tiene defecto ni le falta nada de cuanto pertenece a la naturaleza propia. No basta ciertamente con estar completo para ser bello: la grandeza acompaña la integridad dando al acabamiento una magnitud adecuada, la exigida por la propia naturaleza. Por eso no se trata de características únicamente exteriores sino, antes bien, apuntan al interior de la cosa misma. Íntegro, pues, es lo perfecto, y perfecto lo que contiene toda la riqueza correspondiente según la esencia.

c.- la claridad, es decir, la inteligibilidad tanto material como espiritual del objeto considerado. La claridad tiene que ver en primer lugar con el sentido de la vista, pues es claro lo que, contemplado a la luz, resulta atractivo por su color. Pero también se refiere al sentido de la inteligencia, pues un concepto puede ser claro al entendimiento cuando se presenta con mayor evidencia para su comprensión. Claros son los hombres cuando se expresan, pero claros son los objetos cuando se manifiestan de manera luminosa: su inteligibilidad, residente en su formalidad, hace de las cosas que sean más o menos inteligibles y por tanto, más o menos claras, más o menos bellas. Cuanto más perfecto es un ser, más inteligible su forma y también más bella resulta al espíritu que la contempla. La forma hace manifiesto al ser, y la belleza es la manifestación esplendorosa de la forma13.

En definitiva, la belleza tiene que ver con la perfección del objeto y ésta con la plenitud de la propia naturaleza o esencia correspondiente. Cada ente refleja, pues, de un modo diverso la belleza que, últimamente, corresponde sólo a Dios. Según el modo de ser, según la propia esencia natural así será la belleza requerida a las cosas; cuanto más perfecto un ente, más bello será: y recordemos que la perfección no dice solamente relación a la actualidad, al poseer el ser en acto y acabado, sino también a la capacidad operativa y a la consecución del propio fin. Si el ente es bueno por ser, por haber alcanzado su fin, incluso por difundir su propia bondad, podríamos decir, análogamente, que un ente es bello por ser, por portar el brillo de la propia perfección y también por irradiar de alguna manera su propia belleza y perfección a los demás.

Los elementos anteriormente citados se implican mutuamente, se distinguen pero ni se dan separados ni se confunden entre sí. Sólo un análisis, con hondura, de la belleza de una obra sabe descubrir y poner de manifiesto cada uno de estos aspectos, reconociendo, en el fondo, su dimensión metafísica u ontológica: más allá de criterios subjetivos o de esquemas culturales acerca de lo estético, lo que comentamos sirve para acentuar el carácter más profundo del ser de las cosas. Y sólo el olvido de la dimensión auténticamente metafísica, propia de nuestro tiempo, explica el predominio relativista de las razones opinables y de los criterios subjetivos en lo tocante a la belleza, pero aplicable también a la bondad moral o a la verdad científica.

Dado que los entes materiales o compuestos de materia acarrean la limitación propia de ésta, la belleza que les corresponde es también limitada. No hay un ente que contenga en sí toda la belleza posible: nos encontramos cosas que son bellas en un aspecto pero no en otro o, en el mejor de los casos, cosas que contienen un inmenso conjunto de cualidades pero en grado inferior al que muestra el objeto más próximo. La belleza, como toda otra perfección, también tiene que ver con la consecución de los fines propios: por eso a fines más nobles, más trascendentes, corresponde una belleza más alta. La hermosura de las cosas materiales o corporales es infinitamente inferior a la belleza de las realidades espirituales o morales; y la de estas, inferior a la de Dios. Si una obra de caridad es más hermosa que cualquier pintura realizada sobre lienzo o un fragmento de madera, cualquier objeto feo, por desagradable que sea, no tiene comparación alguna, en su horror, con la acción moralmente mala más insignificante: sólo el pecado encarna, realmente, la fealdad, como la santidad la belleza más sublime.

***

Las verdades hasta aquí expuestas se desprenden del análisis metafísico del ser y de sus propiedades. Pero esto no significa que todos estén en condiciones de entender. Así como es necesaria una instrucción que ayude a descubrir el ser y a penetrar en su valor, así se requiere una cierta formación, y no pequeña, para conocer y profundizar los entresijos de la verdad, de la bondad y, también, de la belleza. Debe haber una proporción entre las potencias cognoscitivas y apetitivas del sujeto y los objetos que realmente lo son. Es necesaria una cierta educación estética, como lo es una educación cognitiva o moral. Aunque vivimos inmersos en un ambiente y en una cultura relativista, donde prima lo subjetivo o la moda pasajera, objeto de consumo, se impone la urgencia de una tarea educativa que nos enseñe a ver, a mirar disfrutando con una belleza que nos seduce, pero que nos trasciende. A veces tenemos el peligro de detenernos en alguno de los aspectos aislados que constituyen la belleza de las cosas, desatendiendo los demás; otras, tenemos la tentación de alterar los valores auténticos o de confundirlos por intereses simplemente.

Si la verdad tiene que ver con virtudes intelectuales, y la bondad con las morales, la belleza no puede descuidar el cultivo de aquellas virtudes que hagan de ella una dimensión al servicio del espíritu humano. Hay determinados hábitos que contribuyen al cultivo de un espíritu estético lo mismo que los hay que deterioran su sentido. La connaturalidad o convivencia familiar con la cosa bella será, sin duda, el mejor de todos ellos. Por eso para don José Rivera arte y moral, ética y estética no están, en absoluto separadas, antes bien, entrelazadas radicalmente: “La virtud es la belleza auténtica (…) Contemplamos y realizamos la belleza más sublime, en la armonía de la conducta de la vida (…) La finalidad suprema del arte es el arte de vivir, de ser feliz y realizar la belleza en el comportamiento” (Diario, 7 de agosto de 1969).

Con la publicación de este nuevo volumen de la obra escrita de don José Rivera, pretendemos seguir dando a conocer su vida, su pensamiento y sus escritos, por lo muy provechosos que nos pueden resultar. Como se ha indicado, en esta selección de textos, pertenecientes a sus Cuadernos de Estudio, el autor analiza determinados escritos clásicos sobre arte, en general, y sobre poesía o literatura en particular. En los manuscritos conservados son pocos los autores que don José estudia, pero lo que de cada uno de ellos se expresa resulta sumamente sugerente. A propósito de una obra literaria se vierten riquísimos comentarios no sólo sobre estética, sino sobre historia, teología, espiritualidad también, e incluso sobre la vida política o moral. Si a D. José le interesa el estudio minucioso de los clásicos latinos (o de otros temas semejantes) es precisamente por su actualidad, porque el panorama que dibujan corresponde al corazón del hombre de todos los tiempos, a sus proezas y a sus miserias. El estudio de la literatura pagana no sólo le permite conocer el mundo desde una perspectiva natural, sino también descubrir y valorar la novedad fecunda que ofrecerá la gracia de Cristo, y que aquellos ignoraron14. Su capacidad profundamente crítica le llevará a preguntarse si tal renovación transformante –que pasa por la mediación de la Iglesia– se ha dado y en qué medida.

Lo primero que nos encontramos es una introducción a la Historia de la Estética, bastante incompleta, por desgracia: tan sólo unas pocas páginas acerca de los primeros pensadores de este asunto en la antigüedad. En los capítulos siguientes don José analiza algunas de las obras más representativas de escritores latinos antiguos.

A pesar de no contar con el Diario completo, las páginas que constituyen estos estudios resultan excesivas para un único libro, por lo que preferimos hacer una doble presentación, dejando para un volumen posterior el comentario riveriano de algunos escritores contemporáneos15.

Se ha respetado el texto tal cual lo encontramos transcrito de su Diario, haciendo únicamente algunas correcciones ortográficas. Conviene recordar que otro tipo de erratas, si se encuentran, responden en el fondo a la espontaneidad de los textos y a que éstos nunca fueron escritos pensando en su futura publicación. Hemos añadido, por cuenta propia, una breve nota biográfica de cada uno de los escritores antiguos que don José estudia, pensando en que los futuros lectores no tienen por qué conocerlos, así como la traducción de los abundantes textos citados en latín.

Juan Carlos García Jarama

Sacerdote Diocesano de Toledo

Profesor de Filosofía

Ecos del misterio

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