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IV. DÉCIMO JUNIO JUVENAL Día 3 de julio de 1967

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Ya en Murcia, desde anteanoche, y en este cuarto destartalado y sucio, con esa precisa especie de porquería que tanto me desplace. Una mesa de cátedra, sin cajones para colocar los libros, ni armario para la ropa; una percha, tan estratégicamente colocada, que la sotana se llena de cal, una silla, en cuyo asiento tengo que poner la cartera con libros, para alcanzar a escribir; dos ventanas seguidas, cuyas persianas no pueden alzarse, pero una de las cuales no puede bajarse del todo. Ello tiene la doble ventaja de que padezco notable penuria de luz, pero en cambio, quedo expuesto a posibles miradas desde el exterior. Sofocante calor, que mantiene el cuerpo en sudor todo el día. Sensación de cansancio. Y sobre todo –y esto es lo realmente molesto para mí– una puerta con la cerradura estropeada, imposible de cerrar. No me hallo ciertamente a gusto.

El viaje hube de hacerle en Ter. Caro de precio y difícil el estudio, pues estos trenes están planeados para la gente vulgar –seguramente por gentes vulgares–. Relativa rapidez; relativa refrigeración, pero absoluta impotencia de aislamiento. La soledad preciosa que el autobús proporciona, está excluída en estos elegantes trenes, donde te hallas prisionero del grupito de personas que se encuentran en el juego de los cuatro asientos; una al lado, dos en frente. Irremediable necesidad de conversar, de abrir paso; inevitables distracciones. Pese a todo, leí casi todas las sátiras de Juvenal33 en la edición castellana, completa, de Obras Maestras. Niños corriendo por el pasillo. Niños graciosos, amables, que naturalmente eran amigos míos al poco rato del viaje; pero que prestaban al vehículo un aire de patio de vecindad ambulante. Somnolencia por la temperatura notablemente cálida; distracciones por los juegos de los pequeños y las chácharas de los mayores. Ingrato ambiente de comodidad, de lujo a medias, y de carne. La manía femenina de seguir la moda, me resulta personalmente inaguantable. Y las modas estivales acrecientan la sensación de desagrado. Es sumamente irracional esta tendencia, universalmente victoriosa, a mostrar todos los posibles encantos, a todos los que deseen contemplarlos. Cuanto más pienso, más siento la unidad del alma y el cuerpo y más contemplo la carne –en su sentido totalmente físico– como un símbolo del alma. Y aborrezco la intimidad brindada al primer transeunte. Parece que, incapaces de comunicarnos personalmente, hemos decidido, al menos, comunicarnos a lo meramente animal: manifestando nuestro cuerpo. No es molestia alguna, temerosa ante probables tentaciones carnales, porque la visión de la carne en una persona, que no me atrae como tal persona, no excita en absoluto, ninguna fuerza mía. Y no creo que es virtud sobrenatural, sino disposición temperamental. Esta exposición continua de muslos y solomillos mujeriles me causa asco. Una especie de repugnancia hasta el vómito. Algo así, como la visión de una abundante comida cuando uno no tiene hambre. Dejando aparte la dudosa –y a veces ni dudosa– belleza de la ostentación, o más claramente dicho, la positiva fealdad –remediada como se puede con depilatorios y cosméticos, que les da a las pobres mujeres un aire de payasos, que probablemente no advierten ni ellas, ni los hombres que las rodean, porque todos son intelectualmente payasos– es que no veo por ninguna parte una señal de personalidad. Es humanamente muy triste el espectáculo gratuito estival. Pero uno sabe, además, que todo ello origina no livianas tentaciones, en muchos de los pobres payasos masculinos, además de la tentación de imitarlas y despojarse igualmente de unos vestidos que encubrirían, con su desnudez material, su insipiencia anímica.

Con esto solo hallaría motivo para el celibato, ¿Qué mujer podría haber hallado con suficiente personalidad, para vestirse y desnudarse según los dictados de su personalidad, prescindiendo elegantemente de las imperativas normas de cualquier idiota, dedicado a construir modas cada año? Y no sería yo capaz de proporcionar a unos hijos míos, una madre idiota, ni lo sería tampoco para sufrir, instalada definitivamente en mi propio hogar, la memez femenina. El ambiente de necedad en rededor me produce una sensación física de asfixia. Y luego la postura “pastoral” de mis compañeros de sacerdocio, participantes de un carácter sacramental, que les eleva ontológicamente a una situación de enorme privilegio por parte de Dios, con el poder de atar y desatar, de aconsejar, de distribuir gracias a raudales impetuosos. Unos –suelen ser antiguos– cerrados en lamentaciones estériles, otros en imposiciones rigurosas, pero desgraciadamente propuestas en nombre de una ley, otros preocupados, obsesionados por una promoción, que cuanto más considero, más se me muestra como una regresión total, que se va desarrollando en la soberbia y la lujuria. Hablan continuamente del signo, pero no comprenden que la vestidura es un signo de importancia cardinal; hablan de la personalidad, pero admiten complacientes las razones de las modas, que son todas, a carga cerrada, despersonalizantes. Hacer igual que otras, no chocar, ir más cómodas, más frescas... Un estudio sobre el tema, un estudio profundo, un análisis serio, enfilando como mazas aniquilantes las impresiones que aquí mismo he ido transcribiendo, pero explicándolas, motivándolas, ofreciendo el ejemplo de los cristianos –de todos los tiempos– que, en impresionante unanimidad, han optado por la condenación de tales aberraciones... Esto, por supuesto, no se ha hecho nunca, ni yo alcanzaré a realizarlo. El ir como todo el mundo, se ha hecho un estribillo que, para muchas personas de relativa buena voluntad, es plenamente válido, sin restricción alguna. Y ahí esos mentecatos, queriendo promover la personalidad, y clavando más y más, a sus no menos imbéciles secuaces, en asuntos secundarios. Son poderosos para instigar una huelga, pero incapaces de lograr que una sola mujer –que al fin suele ser hija, esposa, madre– de alguno de sus “militantes”, de alguno de esos militantes tan viriles, según ellos, para enfrentarse contra un patrono injusto, se vista como una persona, y no se desnude como una prostituta despersonalizada.

Y luego está el choque del ambiente. Todo esto ellos mismos no lo entienden, porque con la repulsa del Espíritu Santo les ha venido la irremediable necedad humana. Todos ellos lelos, que balbucean la misma canción del progreso y la justicia social, y que tienen minadas por dentro, las mismas bases de su sacerdocio. Todo avanza junto, en una masa irresistible. Las modas en la calle, las insinuaciones y los espectáculos en la televisión, el cine o el teatro, la inexcusable invasión de lecturas pornográficas, aunque sus autores posean una habilidad técnica que les coloquen entre los buenos autores de la literatura universal. Todo ello se lanza incontenible, sobre el alma de estos pobres sacerdotes estúpidos, que lógicamente, aunque se trate de una lógica inasequible a sus débiles cabezas, comienzan a desvalorizar el celibato, y, en el mejor de los casos, quieren mantenerlo por unas razones inválidas.

La ausencia, casi universal, de claridad mental influye en la confusión de las costumbres, que, a la vez, refluye perniciosamente sobre el pensamiento. Por supuesto, ellos son impotentes para observar tales relaciones, porque pueden poseer una mente poderosamente dotada, pero en los casos mejores, están embotadas por alguna idea fija, u oxidadas, desafiladas, herrumbrosas, por falta de uso.

Pero abandonemos este tentador campo del vestido y de la intimidad. Es, sencillamente, una demostración más de la estupidez humana. Y en los aspectos positivos, una materia para un capítulo de esa visión universal, que yo contemplo en sueños, y que no podré nunca ejecutar.

Volvamos a mis clásicos. Dejando por el momento a Persio –pendiente de complementos que lo dejen en perfección relativa– estudiemos a Juvenal. Habrá que ir, como hice con su compañero en la fama, analizando sátira por sátira; pues, indudablemente, ofrece ingredientes de capital importancia, para construir mi cuadro del mundo romano, que asalta el cristianismo.

Ecos del misterio

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