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Día 3 de junio de 1967

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Desde las 4 –anoche me acosté rendido, pero sin sueño, tardé en dormirme y el despertador ha sonado vanamente– llevo releyendo los epigramas. He dejado los Xenia y Apophoreta, que no me causan especial placer. Voy a transcribir el índice, muy incompleto, que he compuesto. Aun tan imperfecto, ayuda a percibir de golpe, algunos aspectos.

Vanidad: generalmente la seguridad del poeta en la importancia de su obra, a veces censuras de la vanidad ajena.- V.- 8, 10, 13, 14, 35; VI.- 61; VII.- 17, 44, 88; VIII.- 61; IX.- saludo; 50, 81, 84, 97; X.- 2, 4, 9, 21, 88; XI.- 3, 24.

Adulaciones al césar: I.- 4, 6, 14; II.- 91; IV.- 1, 3, 27; V.- 3, 5, 65; VI.- 2, 4, 83; VII.- 1, 2, 5, 6, 7, 8; VIII.- 1, 4, 8, 11, 15, 21, 26, 36, 50, 54, 56, 64, 65, 78, 80, 82; IX.- 3, 6, 8, 20, 23, 24, 28, 31, 64, 65, 78, 83, 91, 93, 101; X.- 6, 7, 28, 34, 72; XI.- 4, 5.

Temas sexuales: abundantísimos. Distribuyo, con bastante imprecisión, en: impudor; frases impúdicas; o referentes a impudor. VI.- 49, 66, 73, 93; VII.- 18, 35, 67; VIII.- 46; IX.- 2; X.- 67, 68, 95, 102; XI.- 2, 15, 16, 19, 20, 29, 47, 60, 74, 75, 78, 81, 88, 100, 104; XII.- 27, 43.

Fornicación: Impreciso, pues lo que es palmario, es que da por honesta la amistad femenina en un soltero. I.- 34, 46, 57; II.- 31, 34; III.- 32, 33, 51, 53, 58, 72, 79, 87, 90; IV.- 9, 12, 38, 56, 71, 81; V.- 88.- VI.- 22, 67, 71; VII.- 10, 14, 30; IX.- 4, 32, 37, 66; X.- 81; XI.- 78; XII.- 55, 65.

Referencias a actos sexuales, tal vez lícitos: IV.- 22; VI.- 2, 7, 31, 39; VII.- 10; IX.- 66.

Adulterio: II.- 39, 56, 60; III.- 20, 70, 92; VI.- 90; VIII.- 31; IX.- 80; X.- 40; XI.- 7, 23, 43; XII.- 52.

Vicio solitario: IX.- 41; XI.- 73; XII.- 95.

Sodomía, afeminamiento: I.- 9, 23, 24, 31; II.- 36, 48, 54, 62; III.- 55, 63, 65, 73, 91, 95, 96; IV.- 7, 42, 43; V.- 41, 45, 61; VII.- 10, 29, 34, 58, 80, 95; VIII.- 63, 73; IX.- 21, 22, 25, 27, 36, 47, 56, 59, 63, 93; X.- 42, 52, 64, 65, 66, 91, 98; XI.- 6, 8, 26, 28, 45, 73, 87; XII.- 39, 47, 75, 95, 97.

Homosexualidad femenina: IV.- 84; VII.- 70.

Encomio directo o indirecto –por reprobación de lo contrario– de la castidad (notar que en el segundo aspecto se pueden añadir muchos más): I.- 4, 13, 109; V.- 2; VI.- 50; VII.- saludo, 1, 53; IX.- 28; X.- 35, 38, 63; XI.- 53; XII.- 97.

Amor (en sentido plausible): I.- 13, 42; IV.- 13, 75 (Hay más)

Amor a los hijos: I.- 14, 116; IV.- 45; VI.- 38.

Amistad honesta: (y hay epigramas muy delicados). I.- 36, 54; II.- 24; VI.- 11; VII.- 44, 45; VIII.- 18; IX.- 52; X.- 14, 20, 73, 92; XI.- 44; XII.- 34.

Muerte: I.- 15, 25; IV.- 54, 60; V.- 34, 37, 58, 64; VI.- 18, 38, 39, 52, 68, 76, 85; VII.- 40, 96; VIII.- 43; IX.- 30, 76, 86; X.- 2, 5, 23, 26, 47, 50, 53, 61, 63, 71.

Suicidio: I.- 13, 42; III.- 22; VI.- 32.

Herencia: Muchas veces la alusión a la muerte es puramente burlesca, fijándose en la posibilidad de herencia, o ridiculizando a los que las esperan.- I.- 10; II.- 26; IV.- 56; V.- 39; VI.- 63; VIII.- 25, 27; IX.- 48, 88; X.- 8; XI.- 55, 77, 83; XII.- 10, 40, 73, 90.

Religión: El sentido religioso casi ausente. Alusiones a los dioses ordinariamente poco respetuosas. Alusiones a Príapo y a los vicios de los dioses. Recojo algunas muestras. I.- 17; IV.- 14, 30, 45, 77; V.- 7, 24; VII.- 74; VIII.- 1, 15; IX.- 1, 24, 34, 42, 45, 51. X.- 5, 28, 92; XI.- 92.

Envidia: Tema muy repetido, ejemplos: I.- 40; VI.- 61; VIII.- 61; IX.- 97; X.- 79; XI.- 94.

Avaricia: También muy abundante. I.- 43; IX.- 46, 59.

Hay temas importantes respecto de la continuidad de lo humano, como el de la ciudad y el campo: lo insorpotable de la ciudad por sus ruidos, el barullo continuo, las importunidades... (Ejemplos: III, 38; IV, 98; X, 69, 73; XII, 46); el del plagio, el del amigo importuno, pesado...

Me tienta construir una antropología de Marcial. Es decir, en este poeta, cuya obra “sabe a hombre”, ¿qué ideal humano y qué realidad humana descubrimos? Hay ya algunos matices esclarecidos, con la simple enunciación de los asuntos de las poesías. Ama la castidad, que alaba, pero no parece enjuiciar desfavorablemente, ni la mera fornicación, ni el trato con jóvenes o adolescentes; ama la castidad conyugal –pero no piensa que sea algo ordinario– aborrece la envidia, se complace en la honesta amistad, en la liberalidad, en la fortaleza (v.gr. el argumento del león y la liebre: I, 14, 22, 40, 48, 51, 60, 104; o los toros y los niños), en la gloria, en el amor... No le aterra la crueldad (considerar el libro de los espectáculos). No manifiesta preocupaciones religiosas, ni que su ideal humano las exija...

Dos facciones que caracterizan a Marcial, inmediatamente, en oposición a cualquier autor de un país católico –v.gr. de nuestros satíricos del siglo de oro– son la postura ante lo sexual y la actitud religiosa. Nuestros autores son, tal vez, no mucho menos desvergonzados que Marcial, o, en todo caso, reflejan una sociedad viciosa. Pero ciertamente la homosexualidad, aun en casos extremados como el de Quevedo, no aparece como algo normal y admitido, sino aberrante -aunque extendido- condenado por todos en cualquier aspecto. Y algo semejante hay que decir del adulterio. Y sobre todo, la postura del autor es siempre reprobatoria. Por otro lado, todos ellos brindan al mismo tiempo una abundante dosis de sentimiento religioso, muy sincero, y reflejan unos ambientes donde tales disposiciones son normales.

No obstante, es de considerar como una de las pruebas decisivas, al modo de ver de algunos apologistas, de la verdad del cristianismo, es su eficacia. Es pensamiento que figura en mis notas, repetidas veces, disperso, con ocasión de cuestiones muy varias. El amor de Dios se manifiesta en la paciencia con que espera, con que perdona al pecador; pero se ostenta igualmente, y en sí de manera más luminosa, en la fuerza con que levanta al pecador de su abyección en el pecado; el nombre del Señor es grande, porque coloca al mendigo que yacía en el polvo, entre los príncipes de su pueblo. Para Justino v.gr., una muestra decisivamente esclarecedora de las dudas de paganos buenos, era que Platón no había conseguido mudar las costumbres sino de muy pocos hombres ya bien dotados, mientras Cristo convertía a cualquiera, y eso continuamente. Ahora bien, ¿en nuestra sociedad cristiana se pueden mantener estas afirmaciones, no ya como posibilidades, sino como hechos notorios? Pues en eso consiste el valor apologético que Justino podía utilizar. Un estudio atento de los clásicos, ¿nos pondrá ante la vista una comunidad humana que, al cabo de veinte siglos, el cristianismo ha convertido, donde las virtudes han crecido, pero sin soberbia, y donde los vicios se han desarraigado? O más bien ¿habremos de contentarnos con acudir al fácil surtido de recursos que nos ofrece la debilidad humana? Pero en esto se demuestra el vigor Paterno, ¡en que es capaz de fortalecer al débil! Es necesaria una reflexión minuciosa y honda sobre los textos clásicos, para formar la idea exacta de aquella sociedad y poder concluir que es lo que realmente poseemos hoy de adelanto.

Otra advertencia digna de ser anotada, es la necesidad del estudio para conocer al hombre. La reprobación enérgica e inflexible de la resobada oposición entre el hombre de libros y el hombre de la vida, del trato. No existe tal cosa, y en rigor, un hombre con suficiente capacidad podría penetrar profunda y exactamente a los demás, sin haber conversado jamás con nadie, solamente pertrechado de las convenientes lecturas. Si es verdad que el sabio de gabinete tiene sus peligros, no menos cierto es que los tiene el ignorante que “vive” en el bullicio de la continua conversación, que ellos llaman “diálogo”, porque son impotentes para asimilar cuatro ideas, y tienen que restringirse a repetir las pocas palabras no entendidas, del mezquino caudal verbal de moda. De hecho, las lecturas han de completarse con el trato; pero pensar que charlar con unas cuantas personas, que se expresan deficientemente, va a saturarme de conocimiento mejor y más pronto, que el comercio con los grandes autores universales, que supieron profundizar en el misterio del hombre, es idea ridícula.

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