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3. La singularidad del hombre según San Ireneo
ОглавлениеA la antropología fragmentada de los valentinianos, el Obispo de Lyon opone una concepción unitaria de hombre, sosteniendo que cuerpo, alma y espíritu no determinan tres tipos distintos de hombres, sino tres aspectos o dimensiones diferentes del ser humano.
Su concepción unitaria de hombre parte desde su misma lectura de la plásis de Adán, pues la única clase de hombre que el Lugdunense reconoce es aquella que proviene de la creación relatada en el Génesis, que también es única. La antropología del Obispo de Lyon mantiene la profunda unidad que se advierte en la tradición hebreo-cristiana en su concepción del hombre, no obstante lo cual se aprecian elementos helénicos en algunos de sus textos, como lo muestra el siguiente:
Dios será glorificado en su creatura que por su bondad ha hecho semejante a él, y conforme a la imagen de su Hijo. Pues el hombre, y no sólo una parte del hombre se hace semejante (similitudo), por medio de las manos de Dios, esto es, por el Hijo y el Espíritu. Pues el alma y el Espíritu pueden ser partes del hombre, pero no todo el hombre; sino que el hombre perfecto es la mezcla (conmixtio) y unión (adunatio) del alma que recibe al Espíritu del Padre, y mezclada con ella la carne, que había sido creada (plasmata) según la imagen de Dios (secundum imaginem Dei)... Pues si alguien prescindiera de la sustancia de la carne, esto es, de la creatura, entonces no se podría hablar de que el hombre en cuanto tal es espiritual, sino sólo del espíritu del hombre y del Espíritu de Dios (1 Co 2,11). Mas este Espíritu se une a la creatura al mezclarse con el alma; y así, por la efusión del Espíritu, el hombre se hace perfecto y espiritual; y éste es el que ha sido hecho según la imagen y semejanza de Dios (Gn 1, 26). Si le faltase el Espíritu al alma, entonces seguiría como tal, siendo animado; pero quedaría carnal, en cuanto se le dejaría siendo imperfecto: tendría la imagen en cuanto creatura, pero no recibiría la semejanza por el Espíritu. Pues así como éste sería imperfecto, así también si alguien suprimiera la imagen y despreciara la creatura, ya no podría hablar de todo el hombre, sino de una parte del hombre o de algo distinto del hombre. No es que la sola carne creada sea de por sí el hombre perfecto, sino que es sólo el cuerpo del hombre y una parte suya.69
Este es uno de los textos en que mejor se aprecia la formulación antropológica de Ireneo. Como puede advertirse, hay una tenaz defensa de la unidad del hombre, al mismo tiempo que incurre en la confusión entre carne y cuerpo. Si bien mantiene la dialéctica hebrea entre basar (carne) y ruaj (Espíritu), cae en el esquema helénico que separa el alma del cuerpo, separación que resulta ajena al pensamiento judeocristiano primitivo para el cual basar incluye, a la vez, el cuerpo y el alma.
En oposición a los valentinianos, quienes afirman que el hombre se salva cuando abandona el cuerpo y el alma en el reingreso de su pneûma al Pléroma, el Lugdunense sostiene que ni el alma sola ni el Espíritu son el hombre, no pudiendo ser ni uno ni el otro el «hombre perfecto». Para la perfección se requiere el cuerpo.
En el texto que reproducimos más arriba, se diferencian por primera vez imagen y semejanza en el sentido técnico que luego se le dará en la Patrística. Con esta afirmación toma distancia de Filón, quien distinguió imagen de Dios de a imagen de Dios. Según el judío alejandrino, sólo el Verbo es imagen de Dios, mientras que a imagen de Dios fue hecho el hombre; de modo que éste, al ser imagen del Verbo, es imagen de la imagen divina,70 pero era impensable que el cuerpo del hombre fuera imagen de Dios, pues sólo su alma podía serlo, y de ésta, su parte más noble:
La facultad que emana de la fuente racional es el hálito. No se trata de aire movido, sino de una impronta o de una marca de la virtud divina, que Moisés llama con nombre propio imagen, dando a entender que Dios es el arquetipo de la naturaleza racional, mientras el hombre es sólo una copia o réplica de ella. El hombre (esto es), no el viviente de dos naturalezas (compuesto de cuerpo y alma), sino la especie más noble del alma, que se llama intelecto y razón.71
Ireneo sostiene que el hombre es una totalidad inseparable, a tal punto que si alguno suprimiera la realidad de la carne y considerara sólo el espíritu, lo que resta no es un hombre espiritual, sino el espíritu del hombre o el Espíritu de Dios. En otra página célebre de Ireneo se afirma notoriamente la unidad del hombre:
El hombre está equilibradamente compuesto (temperatio) de alma y carne, la cual fue formada a semejanza de Dios y plasmada por sus manos.72
El hombre cuerpo-alma es la imagen natural de Dios, «animal con lógos»73 formado según una justa proporción de carne y razón, mientras que el hombre espiritual es semejanza gratuita con Dios. La distancia que media entre el hombre compuesto de cuerpo y alma y el hombre espiritual, dotado del Espíritu de Dios, es la misma que existe entre el primer Adán y el segundo, es decir, entre el hombre destinado a ser imagen y semejanza de Dios y el que realiza en sí ese destino. Frente a la definición clásica de hombre, que lo concibe como «capaz de intelecto y ciencia», Ireneo utiliza otros tres epítetos totalmente impensables para la filosofía pagana: «capaz de entender al Padre Perfecto»,74 «capaz según la carne de una Vida divina».75 y «receptáculo de las operaciones del Dios verdadero, de toda su Sabiduría y Poder».76 Y todo esto en su mera condición de hombre carnal, pues la deificación del elemento más ínfimo atestigua el poder, virtud y sabiduría divinas. En lo más humilde del hombre, en su plásis desde el barro, se inscribe una capacidad infinita: el llamado a la perfección de la Vida divina. El pecado que afectó la espiritualidad comprometió seriamente la semejanza divina, pero ésta fue restituida y superada con creces en la encarnación del Verbo, acontecimiento sobre el que pivota toda la teología del Lugdunense:
Que todo esto sea verdadero quedó probado cuando el Verbo de Dios se hizo hombre, haciéndose él mismo semejante al hombre y haciendo al hombre semejante a él a fin de que, por esa semejanza con el Hijo, el hombre se haga precioso para el Padre. En los tiempos antiguos, en efecto, se decía que el hombre había sido hecho según la imagen de Dios; pero no se mostraba, pues aún era invisible el Verbo, a cuya imagen el hombre había sido hecho. Por tal motivo éste fácilmente perdió la semejanza. Mas cuando el Verbo de Dios se hizo carne (Jn 1,14), confirmó ambas cosas: mostró la imagen verdadera, haciéndose él mismo lo que era su imagen, y nos devolvió la semejanza y le dio firmeza, para hacer al hombre semejante al Padre invisible por medio del Verbo visible.77
De este modo, antropología, cristología y soteriología se vinculan íntimamente. La condición de hombre «espiritual» no se tiene por naturaleza, por el determinismo de la sustancia, como afirma el mito gnóstico que fundamenta la antropología valentiniana, sino que se va alcanzando en un tránsito progresivo que comienza en el polvo de la tierra, continúa por el barro primordial, luego por la carne plasmada, y culminará en la alteridad del Verbo. Para hacerse «dios», primero hay que hacerse «hombre»:
¿Cómo podrías hacerte dios si primero no te haces hombre?78
En este proceso de «hominización» es preciso el ejercicio de la libertad, de las acciones responsables del hombre que fue creado libre por naturaleza.79 En este punto Ireneo se opone al destino trágico de los gnósticos, en que las diversas especies de hombre están llamadas a la salvación o a la condenación por una suerte de tiranía metafísica que rige su origen. El hombre «espiritual» —para Ireneo—, es el único hombre compuesto de cuerpo y alma que ha recibido el Espíritu de Dios:
En efecto, los espíritus incorpóreos no pueden ser hombres espirituales, sino que es nuestra sustancia, esto es, la unión de alma y carne la que asume al Espíritu de Dios, y hace al hombre espiritual y perfecto.80
Otro texto que ilustra muy bien su antropología es el siguiente:
No ven (los herejes) que son tres los elementos de los cuales, como hemos dicho, se compone el hombre: carne, alma y Espíritu. El tercero es el que da la forma y nos salva, esto es, el Espíritu; otro es el elemento que recibe la unión y la forma, es decir, la carne, y el tercero (el alma) media entre los dos, y es el que, cuando consiente a la carne, cae en las pasiones terrenas. Si algunos seres humanos carecen de aquello que da la salvación, unidad y forma, con razón se les llama «carne y sangre», porque no tienen en sí el Espíritu de Dios. Por eso también el Señor los llama «muertos». «Dejad que los muertos sepulten a sus muertos» (Lc 9, 60), porque no tienen el Espíritu que da vida al hombre.81
Como puede apreciarse, Ireneo no asume la constitución tripartita natural del hombre según la antropología gnóstica, pues cuando dice que el hombre es «carne, alma y Espíritu», se refiere al Espíritu Santo, tal como lo demuestra el resto del párrafo al afirmar que «es el que da la forma y nos salva». Así, mientras en la antropología gnóstica el espíritu es un elemento constituyente natural que ya está salvado por naturaleza, para Ireneo, sin el Espíritu el hombre sigue siendo «humano» como tal, «animado», pero no perfecto, es decir, no llamado a la salvación, ya que ésta supone la unión del hombre con el Espíritu de Dios.
Hacia esa perfección debe crecer el hombre en un proceso madurativo en el que libremente se somete a la pedagogía divina. El proceso de maduración por el cual el hombre «se va haciendo más hombre», encuentra su más acabada expresión en la teología del acostumbramiento, que puede sintetizarse en dos de sus expresiones más preclaras: «el lento acostumbrarse del Espíritu a morar en la carne»82 para «comprender y portar a Dios».83 Esta educación progresiva se da en la única sustancia humana, corporal y carnal, a diferencia de la fragmentación gnóstica en los tres linajes, donde en lugar de la libertad impera el destino trágico.
Libertad y educación progresiva son dos temas centrales en la antropología de Ireneo, según la cual el hombre va «trabajando» la semejanza divina en el corazón mismo de la temporalidad, y no en una especie de fuga mundi como en el caso del hombre gnóstico.
La libertad posibilita al hombre el discernimiento del bien y del mal por experiencia y, para afirmar lo sensitivo y corporal de esa experiencia, el Obispo de Lyon utiliza metáforas relacionadas con los sentidos, como para que no queden dudas de que esa educación y maduración se dan no en lo conceptual, sino en la carne:
Y para que por experiencia aprenda lo que es malo y le arrebata la vida, y de esta manera no se vea jamás tentado a desobedecer a Dios. En cambio, puede guardar con empeño y por su propia decisión la obediencia a Dios, siendo que en ello consiste su bien... La percepción de las cosas que tocamos es más firme y segura que la que proviene de suposición o conjetura. Así como la lengua experimenta mediante el gusto lo dulce y lo amargo, el ojo por experiencia distingue lo negro de lo blanco y la oreja por medio del oído descubre la diferencia de los sonidos, así también la mente, habiendo experimentado una y otra cosa, puede discernir sobre el bien y hacerse más firme en mantener la obediencia a Dios...84
La elocuencia de estas metáforas sensoriales nos indica que para Ireneo, la experiencia es siempre de los sentidos, carnal, corporal y temporal. El hombre ha transmitido su experiencia a través del tiempo, posibilitando la tradición y la historia, y esa transmisión se ha realizado por el único medio que tiene el hombre de proyectarse hacia otros: la corporeidad.
Como conclusión general de todo lo expuesto, podemos decir que la comprensión del hombre en el siglo II depende del sentido del ser en general y se inscribe dentro de una determinada cosmovisión. Para los griegos, el ser del hombre lo constituye su alma, como lo afirmara Platón en el Alcibíades, pues en el alma encontraban el sentido de su permanencia. Esta es la raíz de su dualismo, en el que el cuerpo ocupaba un lugar inferior en la jerarquía ontológica. Para el hebreo y el cristiano, la unidad del hombre se sustenta en la radicalidad de su contingencia, ya que la finitud humana no admite nada permanente en ella y remite a un creador. La conciencia de la corporeidad como lugar por excelencia donde acontece la finitud, nos coloca directamente en un horizonte creacionista común tanto al judío como al cristiano, entre cuyas concepciones de hombre no encontramos diferencia en el plano metafísico. En cambio, las discrepancias surgen a partir de la antropología, a raíz de la reflexión de los pensadores cristianos en torno a la encarnación del Verbo, que indudablemente impactó de modo decisivo en la noción de hombre durante los primeros siglos de la era cristiana.
El cosmos creado es el orden de la temporalidad, de la finitud que se recorta en su límite, el de la corporeidad. Mientras los Padres entendieron ese límite y contingencia que representa el cuerpo como positividad y afirmación, los gnósticos, y entre estos especialmente los valentinianos, lo consideraron como la expresión de lo negativo, corruptible y generador de culpa, condenado al destino trágico de la materia contra la que abrigaban fuertes prejuicios platónicos. Consideraban imposible la salvación de la carne, mientras que los eclesiásticos no concebían otra. No obstante esto, ambas tesis coincidían en que lo específicamente humano se halla en el cuerpo, la forma humana, plasmada por el Demiurgo del Génesis a imagen y semejanza del paradigma divino, es decir, el Unigénito o Ánthropos —según los gnósticos—, o en función del Verbo encarnado, según los eclesiásticos.
La reacción del Obispo de Lyon resultó proverbial a la hora de la reafirmación de la identidad del único linaje humano creado por Dios y llamado a perfeccionarse en la historia, en la afirmación de la radical positividad del cuerpo. Es el hombre de carne el que ha de madurar hacia la teleíosis o perfección divina. Son las experiencias humanas vividas en la patencia de los sentidos las que han de construir la historia, la única historia que conocemos, pues «una y la misma es la fe de Abraham y la nuestra».85
La historia según los gnósticos, devenida en los particularismos resultantes de clasificar a los hombres en tres linajes: «espirituales», «psíquicos» y «materiales», incomunicables en origen, dignidad y destino, impedía una comprensión unitaria del hombre como humanidad. Ireneo advirtió con gran perspicacia que, en el paso del judaísmo al cristianismo se abrió un horizonte de universalidad en el cual la intersubjetividad cristiana se despliega. La experiencia de lo sublime no queda ya circunscripta a los límites de la sinagoga:
Cristo descendió no sólo en favor de aquellos que creyeron en tiempos de Tiberio César... sino en todos los hombres...86
La unicidad del hombre en el orden metafísico posibilitó la afirmación de una identidad no escindida, al mismo tiempo que fundamentó también una comprensión unitaria de la historia. De este modo, carne, tiempo y libertad convergen en la configuración de una antropología que sobresale entre las muchas que se formularon en el siglo II, y que hace justicia a la visión judía por la cual todos los hombres fueron creados por Dios de la misma manera, como afirma la madre de los Macabeos: «Yo te conjuro, hijo mío, mira el cielo y la tierra y observa todo lo que está en ellos, y comprende que Dios lo ha creado todo del no ente, y que la raza de los hombres ha sido creada de la misma manera».87
1 Para un estudio de las influencias de raíces indoeuropeas que se conjugaron en la formación del pensamiento helénico, puede verse: DUSSEL, Enrique, El dualismo en la antropología de la cristiandad. Desde el origen del cristianismo hasta antes de la conquista de América, Buenos Aires, Guadalupe, 1974, pp. 101–110.
2 JUSTINO, Diál. 6, 2, p. 313.
3 JUSTINO, Diál. 80, 4, p. 446.
4 JUSTINO, Diál. 5, 1, p. 310.
5 Cfr. PLATÓN, Fedón 81a, en GARCÍA GUAL, C. (Introducción, traducción y notas), Platón. Diálogos III: Fedón, Banquete, Fedro, Madrid, Gredos, 2007, p. 71.
6 JUSTINO, Diál. 6, 1, p. 313.
7 JUSTINO, 1 Apol. 18, 1–2, p. 201.
8 Cfr. JUSTINO, 1 Apol. 52, 7–8: «Y en qué sentido y tormento han de hallarse los injustos, escuchad lo que sobre esto fue dicho: ; “Su gusano no descansará y su fuego no se extinguirá” (Is 66, 24)», p. 239; cfr. 20, 4: «Y es así que cuando nosotros decimos que todo fue ordenado y hecho por Dios, no parecerá sino que enunciamos un dogma de Platón; al afirmar la conflagración, otro de los estoicos; al decir que son castigadas las almas de los inicuos que aun después de la muerte conservarán su conciencia, y que las de los buenos, libres de todo castigo, serán felices parecerá que hablamos como vuestros poetas y filósofos», p. 204. Precisamente, Justino distingue dos aspectos en el estadio final de los condenados, al que jamás llama «inmortal» ni «inmortalidad»: a) el de la conciencia eterna (αἰσθήσις αἰωνία) que culmina en el «gusano de la conciencia»; b) el del castigo sin fin (κάλασις αἰώνια) mediante el fuego eterno. Cfr. JUSTINO, 1 Apol. LVII, 3: «Pero si creen que nada hay después de la muerte, sino que afirman que los que mueren van a parar a una absoluta inconciencia, en ese caso nos hacen un beneficio al librarnos de los sufrimientos y necesidades de acá», p. 246. Para un estudio de la muerte en San Justino, puede consultarse ORBE, A., Antropología de San Ireneo, pp. 407–408.
9 Cfr. FILÓN de ALEJANDRÍA, Alegoría de las leyes (Legum allegoriae; en adelante: Leg. alleg.) I, XXXIII, 105–107, trad. y notas de Marta Alesso, en MARTÍN, José Pablo (editor), Filón de Alejandría. Obras completas, vol. I, Madrid, Trotta, 2009, p. 197.
10 JUSTINO, Diál 93, 3, p. 469.
11 Justino se refiere a Fedón 65 e, 66 a, República VI, 509 b y Carta VII 341 d 1.
12 JUSTINO, Diál. 4, pp. 307–309.
13 Así lo hace Juan Damasceno en los Sacra Parallela. Orbe comparte esta tradición. Cfr. ORBE, A., «La definición del hombre en la teología del siglo II», en: Gregorianum 48/3 (1967), p. 537.
14 De resurrectione 7– 8; en: ORBE, A., op. cit., pp. 538–539.
15 Esta expresión puede entenderse de dos maneras, dada la ambivalencia del término pneûma: a) Dios es material; b) Dios es no material. En un contexto bíblico, la expresión aparece en Jn 4, 24 y los intérpretes del Evangelio le han atribuido distintos significados, adelantándose a todos el gnóstico Heracleón, quien utiliza el texto para definir la simplicidad de la naturaleza divina (Orígenes lo cita en el comentario In Johannis 13, 21). Tertuliano lo interpreta en favor de la corporeidad de Dios (Adversus Praxean 7, 8; El Apologético 21, 11; Adversus Hermogenen 32, 3). Para la exégesis de este pasaje en los primeros siglos del cristianismo, véase ORBE, A., La teología del Espíritu Santo. Estudios Valentinianos, vol. IV, Roma, Analecta Gregoriana, 1966, pp. 26–33.
En un contexto estoico, el pneûma era uno de los nombres del principio activo y corporal de la naturaleza que, junto a otro principio pasivo, también corporal, se mezclaban en toda la materia existente. Sobre la causalidad de ambos principios en la filosofía del Portal, véase ELORDUY, Eleuterio, El estoicismo, Vol. I, Madrid, Gredos, 1972, pp. 244–253. Taciano piensa en ambos contextos. Cfr. MARTÍN, José Pablo, «Taciano de Siria y el origen de la oposición de materia y espíritu», en: Strómata, nro. 1 / 2, año XLIII, enero–junio 1987, pp.71–107.
16 TACIANO, Pros Héllenas 4, en RUIZ BUENO, D., Los Padres Apologetas griegos (s. II), p. 577.
17 TACIANO, op. cit. 12, p. 588.
18 TACIANO, ibidem 13, p. 590.
19 Cfr. TACIANO, idem 15, p. 593.
20 Con esto Taciano se aparta de cualquier compromiso con la idea pitagórica o estoica de los ciclos cósmicos.
21 Se refiere al tratado perdido: περὶ ζῶον.
22 TACIANO, Idem 15, p. 593.
23 Cfr. PLUTARCO, Diálogos píticos, 450 D, en Obras morales y de costumbres, trad. José Antonio Fernández Delgado, Madrid, Gredos, 1995, p. 435; Cfr. también SEXTO EMPÍRICO, Adversus mathematicos (en adelante: Adv. math.) VII, 269: ἄνθρωπος ἐστι ζῶον λογικὸν νοῦ καὶ ἐπιστήμη δεκτικόν («el hombre es animal racional, mortal, capaz de intelecto y ciencia») en MUTSCHMANN, H. (ed.), Sextus Empiricus, Opera, vol. II: Adversus Dogmaticos ( = Adversus Mathematicos VII–XI), Leipzig, Teubner, 1914, p. 63. Cfr. la clásica definición aristotélica de hombre en Tópica Ε 130 b 8. 132 a 19, como ζῳον ἐπιστήμης δεκτικόν.
24 Ver nota anterior.
25 ORBE, A., «La definición de hombre en la teología del siglo II», p. 542.
26 ATENÁGORAS, De resurrectione mortuorum (en adelante: De res. mort.) 12, en RUIZ BUENO, D., op. cit., p. 728.
27 En Timeo 37c, donde la palabra ἄγαλμα surge en el siguiente contexto: «A su vez, cuando concierne a lo racional, y el círculo de lo mismo, torneándose bien, lo revela, se producen necesariamente intelecto y ciencia. Y si alguien llamara de otro modo que “alma” a aquello en que estas dos cosas se generan, dirá cualquier cosa menos la verdad. Pues bien, cuando el padre generador lo percibió en movimiento y vivo, ícono (ἄγαλμα) nacido de los dioses eternos, se regocijó, y, complacido, se propuso hacerlo más semejante al modelo». Utilizamos aquí la traducción de Conrado Eggers Lan, Platón. Timeo, Buenos Aires, Colihue, 1995–1997, pp. 120–121. Resulta asimismo iluminadora la nota n. 68 al pie de la página 121, en referencia a la citada palabra. Por su importancia, la transcribimos completa: «Cornford traduce “un altar <o ‘relicario’, shrine> producido para los dioses inmortales”, y critica la traducción de ágalma como “imagen”; pero dicha acepción no parece poder leerse en Platón, y menos en las obras seguramente más vecinas al Timeo, como Filebo 38d10, Critias 119b5 y Leyes XI 931a6 (este último pasaje citado por Brisson, Timée p. 236 n. 184), en donde la idea de «figurilla» o «estatua» conlleva la de imagen. Cfr. W. Burkert, Griechische Religión der archaischen und klassischen Epoche, Stuttgart–Berlin–Köln–Mainz, 1977, p. 153 y 157. Ahora, el problema de si Platón está aquí llamando «dioses» a las Ideas, como ya lo hemos señalado, no es exclusivo de este pasaje, ya que se presenta también en Fedón, Parménides y Leyes IV, además de Timeo 92c (cfr. C. Eggers Lan, «Dios en la ontología del Parménides», en: Platón: Los diálogos tardíos, pp. 50–51).»
28 Cfr. FILÓN de ALEJANDRÍA, De opificio mundi (en adelante: Opif.) 137; «En efecto, se fabricó una especie de casa o de templo santo del alma racional que iba a llevar la imagen de la más semejante a Dios de las imágenes», en MARTÍN, J. P (ed.), op. cit., trad. y notas de Francisco Lisi, p. 147.
29 Cfr. CLEMENTE de ALEJANDRÍA, Stróm. VII, III, 16, 5: «Sin duda, el alma del hombre justo es principalmente imagen divina y está emparentada con Dios; en ella se edifica y levanta, por medio de la obediencia a los mandamientos, el que es guía de todos, mortales e inmortales, el soberano y progenitor de los buenos, el que es verdaderamente ley, oráculo y Logos eterno», en MERINO RODRÍGUEZ, M., Clemente de Alejandría. Strómata VI–VIII: Vida intelectual y religiosa del cristiano, Fuentes Patrísticas 17, Madrid, Ciudad Nueva, 2005, p. 363.
30 Cfr. ORBE, A., «La definición de hombre en la teología del siglo II», p. 542, n. 54.
31 ATENÁGORAS, De res.mort. 13, p. 729.
32 ATENÁGORAS, op. cit. 15, pp. 734–735.
33 Cfr. JUSTINO, 2 Apol. 4, 2; 5, 2, pp. 265 y 266.
34 TEÓFILO de ANTIOQUÍA, Ad Autolycum (en adelante: Ad Autol.) II, 10, en RUIZ BUENO, D., ibidem, p. 796.
35 TEÓFILO de ANTIOQUÍA, op. cit. II, 24, p. 815.
36 TEÓFILO de ANTIOQUÍA, ibidem II, 27, p. 818.
37 Cfr. NEMESIO de ÉMESIS, De natura hominis (en adelante: De nat. hom.) I, 46, en MORANI, Moreno (ed.), Nemesii Emeseni De natura hominis, Leipzig, Teubner, 1987, p. 6. En lo sucesivo, el número de página corresponderá al de la presente edición.
38 Esta expresión (ἀπ' ἀρχῆς) se refiere a la existencia antes de la creación del mundo. Cfr. ORBE, A., La teología del Espíritu Santo, p. 172.
39 Cfr. Oráculos caldeos, frs. 96–97: «Porque el alma, que es como un fuego brillante por la potencia del Padre, permanece inmortal, es señora de vida y contiene las plenitudes de los múltiples senos (del mundo). El alma de los hombres (arrebatada) guardará a Dios en sí, (y) sin tener de mortal está totalmente embriagada (desde lo divino). Alaba, pues, la armonía, bajo la que reside el cuerpo mortal», en: GARCÍA BAZÁN, F., Oráculos caldeos con una selección de testimonios de Proclo, Pselo y M. Itálico. Numenio de Apamea. Fragmentos y testimonios, Madrid, Gredos, 1991, p. 80.
40 Cfr. I Jn 3, 10.
41 VALENTÍN, Fragmento 4; posiblemente, la misma Homilía Sobre los amigos, mencionada en Stóm. IV, 6, 52. Cfr. ORBE, A., «Los hombres y el creador según una homilía de Valentín (Clem., Strom.IV, 13, 89, 1–91, 3)» I, en: Gregorianum 55/1 (1974), p. 6, n.5.
42 Basílides considera que hay que remitir el origen de la muerte al Demiurgo, y no al pecado humano.
43 CLEMENTE de ALEJANDRÍA, Stróm. IV, 13, 89, 1–4, en MERINO RODIRIGUEZ, M., Clemente de Alejandría. Strómata IV–V: Martirio cristiano e investigación sobre Dios, Fuentes Patrísticas 15, Madrid, Trotta, Ciudad Nueva, 2003, p. 177.
44 El docetismo (del griego dokeîn, «parecer») afirmaba que la humanidad de Jesús era sólo aparente. Según esta doctrina, Jesús es Dios con apariencia humana. En el siglo IV, Apolinar de Laodicea confundió sarx (carne) con sôma (cuerpo), y sostuvo que en Jesús el Verbo se unió al cuerpo, con lo cual quedó negada la existencia de su alma humana. Esto implicaba una recaída en el antiguo docetismo enseñado por algunos gnósticos del siglo II.
45 Se rechaza la tesis filoniana de raíz platónica, por la cual el «primer hombre» es un hombre ideal, que nada tiene que ver con el corporal e histórico: «Moisés dice a continuación: “Dios formó al hombre tomando un poco de tierra y sopló sobre su cara un soplo de vida” (Gn 2, 7). Muestra con esto que claramente distingue entre la existencia del hombre que acaba de ser formado con aquella que había sido engendrada previamente a la imagen de Dios. Aquella, la que ha sido formada, es sensible; participa entonces de la cualidad, está compuesta de cuerpo y alma, es hombre y mujer, es mortal por naturaleza. Esta, que ha sido hecha a imagen de Dios, es una idea, un género o una matriz inteligible, incorporal, ni macho ni hembra, incorruptible por naturaleza» (Opif. 134) Contra esta antropología, Pablo afirma que el «primer hombre» es el Adán histórico, mientras que el «segundo hombre» es el que acepta libremente la salvación que viene del Verbo encarnado.
46 Resulta preciso aclarar que entre los textos de Nag Hammadi, algunos parecen inclinarse más hacia una dualidad que hacia una tripartición antropológica. Trataremos el tema con más detalle en el capítulo II.
47 IRENEO, Adv. haer. I, 7, 5, 1–6. El orden respectivo de correspondencia es: Caín el hombre material, Abel el psíquico y Set el espiritual.
48 Tratado 4 del Códice II de Nag Hammadi (NHC II 4). Se trata de una exégesis esotérica del Génesis interpretado literalmente, que contiene una antropogonía y una teogonía, estratos que pueden derivar de fuentes comunes al Apócrifo de Juan y al tratado Sobre el origen del mundo. Ver: PIÑERO, A., MONTSERRAT TORRENTS, J., GARCÍA BAZÁN, F., op. cit. I, pp. 373–374.
49 «Viviente» es aquí sinónimo de «espiritual».
50 HipA. 87, 29s; en: PIÑERO, A., MONTSERRAT TORRENTS, J., GARCÍA BAZÁN, F., Ibidem I, pp.378–379.
51 Cfr. idem I, 94, 18.
52 «Entonces Jaldabaoth para llamarles la atención y atraerlos hacia sí, les dijo: “Venid, hagamos al hombre según la imagen (Gn 1,26). Seis potencias que lo oyeron, habiéndoles la Madre inspirado la imagen del hombre para liberarlas de la Potencia suprema, se reunieron para formar al hombre dotado de una inmensa longitud y anchura. Pero como éste sólo podía arrastrase, ellas lo llevaron a su Padre.» (Adv. haer. I, 30, 6, 9–15).
53 Adv. haer. I, 24, 1.
54 Sobre el origen del mundo (en adelante: OgM) (NHC II 5), 117, 28–118, 1; en: PIÑERO, A., MONTSERRAT TORRENTS, J., GARCÍA BAZÁN, F., idem I, p. 73.
55 113, 30, idem I, p.407.
56 21, 4 – 9, idem I, p.76. Este tratado llamado Apócrifo de Juan mezcla la constitución de los tres principios antropológicos con el ciclo paradisíaco, que pretende introducir al hombre en la historia. La Hipóstasis de los arcontes hace lo propio. PIÑERO, A., MONTSERRAT TORRENTS, J., GARCÍA BAZÁN, F., idem I, pp.76–77.
57 OgM. 119, 13–15, idem I, p.77.
58 «En un principio Adán y Eva tuvieron cuerpos ligeros, luminosos y espirituales, tal como fueron plasmados...», Adv. haer. I, 30, 9, 1–3.
59 χοικός »el terreno» . Es la misma etimología de los nombres dados al hombre en hebreo: Adam (), «terreno», de Adamá () «tierra»; del mismo modo en el latín: homo, de humus. En el griego, χοῦς es «polvo» o «barro», mientras que χοικὸς; significa «hecho de barro».
60 Por «Dios» debe entenderse aquí el Demiurgo, ser psíquico a cuya imagen fueron hechos los seres psíquicos.
61 Adv. haer. I, 5, 5, 1–12.
62 CLEMENTE de ALEJANDRÍA, Excerpta ex Theodoto (en adelante: ET) 50, 1, en GARCÍA BAZÁN, F., La gnosis eterna I, p. 238s.
63 Adv. haer. I, 4, 1.
64 ORBE, A. La teología del Espíritu Santo, p.362.
65 Cfr. ORBE, A., En los albores de la exégesis iohannea. Estudios valentinianos II, Roma, Analecta Gregoriana, 1955, p. 358.
66 IRENEO, Adv. haer. II, 14, 4, 1–17.
67 Cfr. IRENEO, Adv. haer. II, 29, 2. Sobre este tema puede consultarse: LÖHR, Winrich A., «Gnostic Determinism Reconsidered», en: Vigiliae Christianae 46 (1992), Leiden, pp. 381–383.
68 Cfr. nuestro trabajo: «El “hombre que viene de lo alto”. Elitismo y marginación en la antropología valentiniana», en: Tópicos 11 (2003), Santa Fe, pp. 23–44.
69 IRENEO, Adv. haer. V, 6, 1, 1–9, 20–32.
70 FILÓN de ALEJANDRÍA, Leg. alleg. III, XXXI, 96, p. 268.
71 FILÓN de ALEJANDRÍA, Las insidias de lo peor contra lo mejor (Quod deterius potiori insidiari soleat) 83, introducción, traducción y notas de Marcela Coria, en MARTÍN, J. P. (ed.), op.cit. vol. II, 2010, p. 151s.
72 IRENEO, Adv. haer. IV, Pr. 4, 62.
73 IRENEO, Adv. haer. V, I, 3.
74 «capientem perfectum Patrem», Adv. haer. V, 1, 3, 21.
75 «capacem carnem illius Vitae quae a Deo datur», Adv. haer. V, 3, 3, 5.
76 «Gloria enim hominis Deus; operationis vero Dei et omnis Sapientiae eius et Virtutis receptaculum homo», Adv. haer. III, 20, 2, 13–15.
77 IRENEO, Adv. haer. V, 16, 2, 1–14.
78 IRENEO, Adv. haer. IV, 39, 2, 1.
79 IRENEO, Epid. 11.
80 IRENEO, Adv. haer. V, 8, 2, 5–8.
81 IRENEO, Adv. haer. V, 9, 1, 5–18.
82 Cfr. IRENEO, Adv. haer. III, 17, 1.
83 Cfr. IRENEO, Adv. haer. V, 8, 1.
84 IRENEO, Adv. haer. IV, 39, 1, 7–12, 18–27.
85 Cfr. IRENEO, Adv. haer. IV, 21, 1.
86 IRENEO, Adv. haer. IV, 22, 2, 1–4.
87 2 M 7, 28.