Читать книгу Tiempo y acontecimiento en la antropología de Ireneo de Lyon - Juan Carlos Alby - Страница 7
PRÓLOGO A LA PRIMERA EDICIÓN
ОглавлениеLas nociones de «tiempo» y «acontecimiento» han sido abundantemente tratadas en la historia de la filosofía. La aparición del cristianismo trajo aparejada una comprensión particular de estos términos, abriendo un horizonte de significación que involucra de manera decisiva al hombre, especialmente a partir de lo que conocemos como la Encarnación del Verbo. Esto explica el hecho de que, durante muchos siglos, la antropología se fuera configurando desde la cristología. Por lo tanto, para acceder a la concepción de hombre que está en la base de nuestra tradición cristiana occidental, resulta indispensable indagar en las raíces de ese pensamiento.
Respecto de lo anterior, y para comprender la gravitación que las concepciones de «tiempo» y acontecimiento» tienen sobre la antropología, nos hemos decidido por el estudio de un Padre de la Iglesia, Ireneo de Lyon, quien además de ser considerado el autor de la primera gran síntesis teológica de la historia del cristianismo, es también pionero en la revitalización de una tradición bíblica que, comportando una concepción particular de hombre, había quedado eclipsada en el sincretismo propio del siglo segundo de nuestra era. Ireneo recoge y transmite una tradición remota que lo liga a Juan y a Policarpo de Esmirna, la de los «presbíteros» u «hombres felices» —como los llama Clemente—,1 que estuvieron en contacto con los Apóstoles, y cuya enseñanza el Lugdunense pone por escrito en su monumental obra teológica. Como ninguno de sus predecesores y sucesores, Ireneo recoge el magisterio de Pablo y Juan, quienes al relacionar a Cristo con Adán, colocan al hombre en el epicentro de la historia, introduciendo de manera decisiva la carne y su temporalidad en el ámbito de la salvación. Ireneo vivió en un ambiente filosófico ecléctico que presentaba rasgos similares al de nuestro tiempo. El platonismo, estoicismo y gnosticismo del siglo II presentaban opiniones distintas sobre el tiempo, el hombre y la historia. La metafísica griega, particularmente la platónica, nos había habituado a un pensamiento del acontecimiento tanto más excelso cuanto más distante de lo histórico y lo temporal. Presencia y acontecimiento se excluyen mutuamente como el arquetipo inteligible, el auténtico ser, eterno e inmutable, se distancia de lo particular, contingente y, por ello, apariencial, con lo que resulta inconciliable. Esto conduce a una dualidad antropológica en la que el alma y el cuerpo pertenecen a dimensiones no sólo distintas, sino antagónicas.
El pensamiento actual y especialmente la llamada posmodernidad que se ha mostrado como radicalmente antiplatónica, ha intentado con frecuencia rescatar el acontecimiento, lo histórico temporal y evanescente, no como copia del modelo inteligible inmutable, sino como simulacro, como copia tergiversada y sin original, a fin de liberar lo contingente del yugo de lo inteligible atemporal. Pero entonces, el hombre mismo ha perdido todo sustento, disolviéndose en el fluir contingente de los fenómenos.
Esta crítica que apunta hacia toda forma de trascendencia, hacia la presencia que funda y sustenta, parece pasar por alto que la reflexión precedente no se reduce sumariamente al platonismo y sus variantes. Entretanto el cristianismo introdujo una peculiarísima concepción, irreductible al horizonte griego, donde tiempo, acontecimiento y presencia humana no se excluyen, sino que se implican entre sí. Dios se hace presente en la historia y el acontecimiento central de la misma es el Dios hecho hombre: el misterio de la Encarnación donde lo eterno y lo temporal, el espíritu y la carne, lo trascendente y lo histórico se amalgaman en una plenitud de sentido. El hombre es una unidad, carne espiritualizada, carne atravesada por el espíritu, ser histórico, temporal, contingencia, acontecimiento anclado en una presencia encarnada que excede por doquier la carnalidad perecedera y anónima, pero la requiere y la presupone volviéndola verdaderamente singular. Lejos de anularla, la eleva; sin yuxtaponerse a ella, la impregna, la vivifica en el tiempo aspirando a la permanencia. Ni presencia disociada de la historia, ni acontecimiento desprovisto de fundamento.