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LA MEDITACIÓN LABERÍNTICA DE ORBE

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A partir de 1932 aumenta la afición de Larrea a la arqueología precolombina y su vocación americanista. No en vano dos años antes había viajado con su mujer a Perú y, ya en el Cono Sur, se instalaron en Juli, junto al lago Titicaca. Por entonces dejó de escribir versos para volcarse en la reflexión mística, lo que no equivalía al abandono de la poesía y a su investigación poética, sino al abordaje de otro medio más profundo, de una perspectiva más visionaria y apocalíptica para el conocimiento del mundo. Él explicó los motivos de este cambio en su «Carta a un escritor chileno» (alias Pablo Neruda), quien le pedía razones del abandono:

«Le respondí que por mi parte hacía ya varios años que había desatendido el ejercicio literario de la poesía, pero que ello en nada modificaba mi actitud poética, sino que, al contrario, era producto de una penetración más directa a su ser real y profundo»70.

Mientras tanto, iba grabando en las páginas de un diario, que cronológicamente abarca el período entre 1926 y 1933, el conjunto de reflexiones y anotaciones personales71. Aquí emerge la continua meditación dictada por el magma onírico y los arquetipos proféticos. Al fin y al cabo, una mies de juicios e intuiciones conformaba todo un libro que, como se ha anticipado arriba, Bergamín deseaba publicar en 1936 en su colección de Cruz y Raya, poco antes de que estallara el golpe militar que obligaría al director de la revista a abandonar España junto con el grupo de intelectuales y escritores antifranquistas.

En realidad, Orbe es un diario de notas que ocupa una amplia extensión de páginas (1.521 en el texto mecanografiado por César Vallejo por encargo del propio Larrea). Contiene una serie de apuntes autobiográficos, a veces de carácter familiar, acompañada de un despliegue de reflexiones filosóficas y artísticas, razonamientos, observaciones, intuiciones y análisis sociológicos, estéticos y religiosos. Se cruzan y yuxtaponen formando un unicum discontinuo, fragmentario y fuertemente sujeto a la conciencia aplastante de una tesis visionaria que traspone e interpreta el manantial íntimo en materia de la realidad presente y futura. Esta tendencia es siempre de impronta poética (Larrea al principio pensó titular el libro Universo poético), pero más discursiva y especulativa; por eso la elección de la prosa proviene de la misma crisis espiritual que origina los poemas de Versión celeste. Influye la lectura en 1927 del libro La evolución mística del padre Juan González Arintero. En este sentido, Orbe se coloca al final de esta primera fase de indagación y anticipa la escritura de los grandes ensayos. Aquí surgen ya los motivos del mesianismo y profetismo en los que triunfa el espíritu o, mejor aún, la Verdad y el Absoluto (así, en mayúscula). Se trata de una poética sugerente que alimenta el discurso crítico con un trasfondo totalmente religioso y americanista. La dificultad para el lector estriba en entrar en un texto híbrido, aunque construido con audacia, donde domina lo íntimo como guía de los acontecimientos exteriores. Se ahonda en conceptos místicos y simbólicos, fundados en la enajenación y el desdoblamiento del yo. Este es el referente que Larrea explota en su búsqueda del yo universal, como revela este fragmento del libro:

«Día ha de llegar en que estas ideas no se me aparezcan como fantasmas sino como evidencias, dentro de mí, Juan Larrea, o dentro de sí, yo universal. La articulación entre estos dos personajes, su identificación es la que me falta»72.

Antes, en una nota titulada «Cuzco», alude al viaje al lago Arequipa en 1930. Allí donde el espacio se confunde con el absoluto celeste, Larrea había advertido por primera vez la quiebra de su yo individual y el nacimiento, en consecuencia, de otro estado psíquico libre y universal:

«En la altura he notado primeramente una descoyuntación del yo, como si estuviese compuesto de más de un elemento, cosa que se me produjo con grandes luchas y violencias en Arequipa.

De esta descoyuntación resultó un nuevo estado psíquico en el que una especie de potencia absoluta reinaba sobre el cuadro interior de complejos»73.

En definitiva, este concepto se eleva a exigencia espiritual, por encima de cualquier credo religioso. Sin embargo, para Diego esta intuición no resulta tan clara, transparente, comprensible y verdadera para todo el mundo, según responde en el acuse de recibo del libro de Larrea. Esta discordancia, como escribe en su carta del 26 de diciembre de 1933, se funda en la diferente tesis acerca del destino humano y de la pervivencia en la otra vida, negada en la visión de Larrea: «Me es difícil renunciar —confiesa Diego— a la esperanza cierta de una vaga inmortalidad del alma, no sé cómo, pero de alguna manera que compense los trabajos y para mí evidentes injusticias de esta vida». En particular, Diego censura la pretensión de aplicar el análisis psicológico a la esfera de los acontecimientos exteriores. El lenguaje preciso se convierte «en puro juego de imaginación divertida, en puro poema de conceptos en los que te sigue el lector artista, pero no el neófito convencido». En una misiva del 29 de diciembre, Larrea responde a la crítica del amigo, quien a pesar de sus observaciones asegura que la idea central lo había convencido y que el libro es llamado «a tener una larga resonancia». Cree que Diego no había captado por completo la intención del volumen, que en conjunto es de índole poética y no filosófica. Defiende así el carácter autónomo, ya que «el libro forma un objeto en sí que se basta a sí mismo, algo que [se] sostiene por sí solo, sin vinculaciones inmediatas, como un cuerpo humano, como un planeta, en su atmósfera, que se crea y en la que se crea constantemente». Lo mismo sucede con el sueño, pues la razón humana puede comprender lo que oscuramente le ha dictado el inconsciente onírico. Y dirigiéndose a Diego, Larrea se pregunta si esto es producto de la irrupción del «superconsciente» y las causas del fenómeno:

«Porque tiene en cuenta, sin que yo me aperciba de ello sino a posteriori, la vida a la que se dirige. Puesto que niega el absoluto de un hombre no puede producirse afirmándolo y contribuyendo a mantener el equívoco. No hay adoración posible. De este modo el absoluto será buscado en sí, en cada hombre atraído por él y en todo, pero nunca en otro74».

Por lo tanto, la persecución del absoluto no pasa por indagar en otra persona, sino en la otra parte de sí mismo, a la que se encamina la conciencia tras tachar un viejo yo ligado a la vida normal. En fin, el leitmotiv de la escisión del yo resulta recurrente en numerosas páginas del libro, hasta que en la parte final el poeta declara, después de alcanzar «el ser nuevo» que presentía dentro:

«Y el ser nuevo se establece dentro de mí, complejo y dueño de sí mismo. Y este ser que aparentemente es el mismo que existía en mí antes de la suprema ruptura es sin embargo substancialmente diferente. Vive en otro orden, aunque los elementos que lo compongan sean los mismos. Había dentro de mí, antaño, una dualidad que ha sido resuelta»75.

Frente a la acusación lanzada por Diego acerca de su actitud en contra de la religión católica, que asegura una visión serena y tranquilizadora de un más allá, Larrea aclara su idea en varios momentos del libro, asegurando que nunca ha querido combatir el catolicismo, en cuyo ambiente se había formado bajo la tradición de la familia, sino que se fue alejando poco a poco. A pesar de ello, critica fuertemente a la Iglesia cuando pasa revista a los hechos históricos y sociales de la vida moderna, por ejemplo cuando examina la situación de Italia, hábitat del pontífice y de los representantes de la Iglesia oficial, sobre la cual escribe:

«Italia por otra parte se está cargando para resolver, catastróficamente o no, el problema de la Iglesia católica que ya ha cumplido su misión y empieza a ser un estorbo para el mundo. Roma como sede espiritual está llamada a desaparecer dentro de breve plazo»76.

El poeta no reprime ásperos comentarios sobre alguna manifestación o acto oficial, como la publicación de la última encíclica de Pío XI:

«Curioso documento que se presenta ante mi modo de ser como un modelo de incomprensión. No ve el mundo sino su neurosis. La Iglesia ya está vieja […], ya ha cumplido su misión, no comprende su mundo. La unidad internacional es llegada. Está viviendo sus últimos años»77.

La lucha entre razón e imaginación, el dualismo entre consciente e inconsciente, junto al signo de una crisis que separa y escinde el yo, alimentan a menudo la reflexión espiritual de Orbe, en la que el poeta intenta dar una respuesta a toda pregunta de carácter ontológico y gnoseológico. El método de su crítica interpretativa, o lo que es lo mismo de su «teología de la historia», es seguro, aunque laberíntico en su expresión. Por momentos recuerda la prosa de Unamuno o Pirandello, si bien el pensamiento es preciso, pues el autor deja claro que quien escribe no es él, sino el resultado del otro yo, liberado del peso de la realidad inmanente y que ahora abre el vuelo a la vida espiritual:

«Y situándome desde el punto del yo personal, de mi noción antigua del yo, tengo que afirmar que no soy yo el autor. Más bien el libro se ha escrito en mí y para mí. Ha sido un producto de la vida en cuya elaboración ha intervenido un número increíble de elementos. Así se ha ido escribiendo desde todos los caminos, de un modo espontáneo, interviniendo en él las circunstancias pasajeras del todo. El pasado, el presente, el futuro, mi vida personal, inteligencias, razones, etc., se han puesto en él de acuerdo. A mí no me queda sino el rol material de copista»78.

Poesía y revelación

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