Читать книгу Job - Juan Olivera Monteagudo - Страница 10

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¡Vaya forma de iniciar la semana! Para comenzar, por la madrugada tropecé con la gata del Rubén; la muy puta ha soltado un espantoso maullido que ha despertado a la Antonia. Y yo, que la quería dor­mida y alejada —como todas las mañanas—, me he visto forzado a su compañía. No he logrado impe­dir que se desplazara con ese andar fatigoso, como reprochándome sus achaques, para preparar mi desayuno en la cocina. Yo le dije que no se moles­tase —con mi mejor cara—, que siguiera durmien­do porque yo me las arreglaría solo; pero ella, para hacerme sentir mal, se ha negado con esa manera tan suya, tan desganada y forzada: «Deja, deja, inútil, que yo te hago el café», que tanto me desa­grada.

Es precisamente ese talante servil que emplea lo que más detesto de ella, esa actitud casi escla­vizante para que me sienta culpable; la aborrezco por eso cada día más y más. Se asemeja a un recor­datorio, una perenne advertencia de que, si ella está así —con esa vida hueca que se alcanza des­pués de treinta y siete años de matrimonio, dos hijos y una hipoteca de por vida—, se debe a mi culpa. ¡Como si yo le hubiese puesto una pistola en la cabeza para que abriera las piernas! ¡Como si yo la hubiese engañado para convertirla en mi mujer!

Una vez más, solo he atinado a sonreír agra­decido, mientras me desdoblaba en mi imagina­ción y le asestaba una docena de puñaladas por la espalda. ¡Dios! ¡Cómo la detesto! ¡Cómo repudio su presencia vana, su voz apagada, su desliz somno­liento, su respiración entrecortada, sus bostezos de hipopótamo!

Mientras calentaba el café, no dejaba de recordarme, sin sombra de regaño ni pizca de exigencia, una infinidad de cosas que debía hacer a lo largo de la semana; yo contestaba con un banal: «Sí, cariño»… Que «no olvides bajar las bolsas de la basura»... «Sí, cariño». «Y el recado para el pa­nadero; acuérdate de que ya se adeuda el pan de la semana»… «Sí, cariño». «Y el periódico, que el Jesús no espera y ya vamos retrasados como tres semanas»… «Sí, cariño». En realidad, yo solo que­ría salir corriendo de allí para no verla en todo el día.

Aunque afuera me aguardaba un estrepitoso aguacero, para mí era una agradable llovizna.

Mismo día, por la tarde:

Mientras esperaba el autobús que me devol­vería a casa, he leído tres amanerados artículos de una revista pasada que hallé en el asiento del paradero. Los analizo a continuación, ya que no tengo mejor cosa que hacer:

El primero habla sobre un paralítico. Se trata de una carta escrita por una esposa dedicada. «Mi marido, sentado en su butaca —dice—, no puede ocultar la tristeza de su mirada, ni la postura antinatural de ese brazo dañado por la hemiplejia, ni el cansancio de un día más, buscando sentido a esa vida de hombre de cuarenta y siete años al que los niños llaman viejecito cuando me ven paseando con él. Cada día llora cuando no avanza lo sufi­ciente —añade, entre otras cosas, para luego terminar con un sollozo melodramático—. Él sí es un héroe».

¡Vaya payasada! ¡Vaya falta de valor, hombría y orgullo! ¡Y se atreve a llamarlo «héroe»! ¡De estar yo postrado en una silla de ruedas, hace tiempo que me hubiera metido un tiro en la cabeza! ¡Ag! ¡Qué descaro! ¡Qué falta de dignidad! ¡Si ese pro­blema se puede resolver con un revólver! ¡Bang!... ¡Y encima se deja llamar «héroe»!

Unas páginas más adelante encuentro las fotografías de cadáveres de inmigrantes africanos que yacen en la playa de El Buzón. El titular reza: «Recuperados otros catorce cadáveres del naufra­gio de una patera en Cádiz». La foto que acompaña el encabezado del artículo muestra uno de esos cuerpos hinchado y putrefacto, apenas en panta­lones; los brazos extendidos, la cabeza hecha un cráneo y los huesos de los pies abrillantados por el sol… ¡Qué prodigio de imagen! ¡Qué maravillosa representación de la violencia natural! Los astutos pececillos se han encargado de cobrar a esos intru­sos su osadía territorial.

No he podido evitar soltar una sonora carca­jada de celebración, que un hombre que estaba a mi lado ha reprochado con una mirada desa­pro­batoria. ¡Qué sabrá este pelele de las verdaderas leyes que gobiernan el universo! ¡Qué sabrá de la sabiduría de la venganza y el ajusticiamiento oculto tras la careta de la fatalidad! Ellos se la jugaron y sus destinos fueron volcarse en sus pateras. Ellos apostaron todo a ganador a que la suerte estaría a su favor. Eligieron sus cartas a ciegas y no les tocó ni un cachito del premio mayor. Ahora descansan en las barrigas de los tiburones. ¡Qué revitalizante historia! ¡Hasta puedo sentir un complaciente hor­migueo de satisfacción en el estómago!

En hojas aparte, en otra sección de la revista, se halla la proeza de un joven montañero que se amputó un brazo para sobrevivir. Al parecer, una roca de cuatrocientos kilos le aplastó una mano mientras intentaba descender por una grieta; quedó colgado de una cuerda con esta triturada y apresada. Aguardó tres días con dolor hasta que, al cuarto amanecer, comprendió que, si no se libe­raba de aquella trampa, moriría en pocas horas.

Decidió seccionarse el brazo. El muy listo, primero, resolvió partírselo; empezó a dar vueltas con la cuerda sobre sí mismo, retorciendo el miembro hasta quebrarlo. Tal parece que el hueso se rompió entre el codo y la muñeca, así que se hizo un torniquete y comenzó a escarbar en la carne con una pequeña navaja, intentando atinar con la fractura para amputarse. El ejercicio le llevó una hora. Como un zorro que se ve atrapado de una pata, el muchacho logró arrancarse de su atadura; descendió con un solo brazo de la montaña, sin rendirse ni desmayarse, durante diez kilómetros, hasta encontrarse con otros montañeros que lo socorrieron. ¡Qué instructiva aventura! ¡Qué pla­cen­tero ejercicio de sadismo!

Recuerdo la fotografía de una niña de doce años en uno de esos países de África donde siempre se están matando. Los rebeldes le habían arrancado a machetazos brazos y piernas. Fotogra­fiada en el hospital, la niña no era más que un tronco vendado, pero ¡la muy puta sonreía a la cámara!

¿Se puede añadir algo más? ¿No muestran estas acciones por sí solas la belleza del dolor en toda su dimensión, la hermosura del sufrimiento en toda su superioridad?

No lo oculto. Hoy me siento satisfecho de pertenecer a mi género humano. Orgulloso de los taimados, ingenuos y violentos que llegamos a ser con nosotros mismos.

Recorto las fotografías. Me las guardo en el bolsillo de mi chaqueta para palparlas con devoción.

Job

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