Читать книгу Job - Juan Olivera Monteagudo - Страница 17

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El jueves pasado, cuando salí del trabajo, me en­contré con el borracho del Juan Francisco; estaba ebrio como una cuba cuando me lo tropecé en la parada de autobuses. Intenté evadirlo y esquivar su mal aliento —mezcla de cigarrillo de liar y vino barato—, pero me resultó imposible. Me invitó a beber un trago en el bar de enfrente mientras venía el autobús, así que tuve que aceptar. «Total», me dije, «solo será cuestión de unos minutos; me aprovecharé de su invite, disfrutaré de una buena copa de vino y me ahorraré algunas monedas».

Entramos. El garito mostraba pinta de bodega de barrio y ambiente de malandrines, de aquellos donde abundan los purillos baratos, el chupito de garrafón y el pincho del día anterior. Yo elegí un Rivera y el Juan Francisco un orujo blanco.

No habrían pasado ni diez minutos y accedió un negro enorme que puso en guardia a todo el mundo. Se sentó en el fondo, pidió una cerveza y se dedicó a repasar los periódicos que estaban sobre la mesa. Unos minutos después apareció (para sor­presa mía) la ecuatoriana. El humo del local y lo concurrido que se hallaba impidieron que me viera. ¡Estaba hermosa la sudaca! Yo sabía que había pedido permiso el día anterior para visitar —según le dijo a la Antonia— a una tía enferma; así que imaginen mi sorpresa al identificar a la muy puta encontrándose con aquel negro en el putre­facto local.

Un súbito malestar se apoderó de mí. Debo ad­mitir que una especie de celos, mezclados con la rabia de la traición, me dominaron. La muy puta se había recogido el pelo en una coleta, acentuando la hermosura de sus ojos negros y sus facciones aindiadas. Cuando se quitó el abrigo, dejó entrever un marcado escote que llamó la atención de más de uno. Una leve erección me traicionó.

Deseoso de saber de qué hablaban, me acerqué lo más que pude (dejando al borracho del Juan Francisco charlando con otro borracho) y me bus­qué un lugar en el recodo de la barra a espaldas de ella. Aun así, no logré oír su conversación; solo alego que se lanzaban miradas acarameladas, que yo detesté a muerte.

De un momento a otro interrumpieron su plática, cogieron sus abrigos y se dirigieron a la salida. Una intempestiva rabia me nació en la boca del estómago, me subió al pecho y se adueñó de mí por completo. «¿Adónde irán?», me pregunté pre­so de celos y ardores, mientras un sinfín de imáge­nes de escenas sexuales en la cama de un piso vulgar discurrían por mi mente. «¿Acaso no me pertenece esa mujer por derecho de pernada? ¿Acaso no es mi dinero el que paga sus ropas, sus deudas, su comida? ¿Acaso no compartimos la misma casa, los mismos problemas, las mismas preocupaciones domésticas?».

Salí preso de rabia y decidido a pedirle expli­caciones; pero cuando la ubiqué con la mirada, ya partía el taxi que los llevaba en dirección desco­nocida. Solo por esa vez me arrepentí de no tener un coche para seguirlos.

Aquella noche me la pasé imaginando y envi­diando aquella carne joven siendo tomada por el repugnante negro.

Job

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