Читать книгу Job - Juan Olivera Monteagudo - Страница 19

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Mirándome al espejo, me he puesto a pensar en que, a pesar de mi rostro provinciano y marchito, he metido a muchas mujeres en mi cama. Me he acostado con cuanta puta, niña o adolescente he querido. Esta inclinación perversa hacia lo prohi­bido, esta inclinación ardorosa por penetrar y hacer daño, constituye una soberanía que pocos poseen.

Aunque se supone que mi gran amor ha sido mi mujer, la Antonia, con el tiempo nuestra rela­ción se ha ido convirtiendo en una convivencia cansina, pasiva y tormentosa. Al principio ella significó para mí ese complemento que todo hom­bre busca para orientar mejor sus intereses. Ad­mito que alguna vez la quise, pero nunca con esa pasión loca por la que se es capaz de mandar todo al diablo e ir tras un culo; lo mío fue un amor acomedido, un amorcillo leal hacia una relación etérea que nunca pasó de eso, un amorcillo.

Me jode admitirlo, pero en Madrid me rom­pieron el corazón por primera vez. Una putita mucho menor que yo me hechizó desde el primer momento que la vi. Era pequeña, con carita de ángel y cuerpo exuberante que se me ofreció en una callecita de Lavapiés. ¿Quién no ha sentido debilidad por la carita inocente y pura de una pu­tita de quince años? ¿Por un cuerpecito firme y terso? ¿Por una mirada penetrante, pero ingenua?

La conocí en uno de mis viajes que tuve que realizar por razones de trabajo; por aquel entonces yo contaba treinta años y ella era una cría que apenas llegaba a los quince. ¿Qué tonto, no? El Job, violento y sanguinario, se enamoró perdida­mente de una niñata que apenas sabía atarse los zapatos.

Me sentí cual un adolescente que espera, lamiendo su helado de fresa, a que su noviecita salga de la escuela. Por primera vez en mi vida disfruté de esas caminatas de discoteca en disco­teca, de esos inviernos madrileños jugando al par­chís y dándole caladitas a los porros, del cachis de vino, de las uñitas de ron, del alterne entre pinchos y cañas… ¡Era feliz! ¡Quién lo creyera! ¡Job, el silencioso, era feliz!

Una noche en que andábamos de juerga, apa­reció un chaval de la nada. Era guapo, valgan verdades; compartió un par de palabras con ella y todo terminó. Se la llevó. Desapareció de mi vida por una de esas angostas callecitas que tanto amé. Borró su número telefónico, cambió su domicilio y dejó de frecuentar los sitios que alguna vez fueron nuestros.

Cuando la recordaba, cual niñato enamorado que se enternece con la canción más cursi, me daba por llorar y perder el sentido. Me sentía truncado por mi adultez, por esa diferencia de edad que me sometió a su indiferencia. «¡Tenía tantas cosas que enseñarte!», me decía a mí mismo en una suerte de enmienda: «¡Tenía tanto que darte! ¡Tantas posi­bilidades por hacer realidad!». Hasta ya había or­ganizado planes… Pediría mi traslado a Madrid, dejaría de a pocos a la Antonia y, una vez supe­rados los convencionalismos, nos iríamos a vivir juntos a un condominio de una residencia honesta. ¡Un consentimiento suyo y yo era capaz de…!

Job

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