Читать книгу Job - Juan Olivera Monteagudo - Страница 16

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En cuanto a eso de mi gran poder, estuve reme­morando la última vez que hice uso de él... Recordé al Santiago, el tonto encalador que me torturaba con su maldito buen humor. «¡Eh, Jacobo!», me gritaba desde el lugar en que estuviera —a veces desde un tejado y muchas otras desde lo alto de un andamio—, para luego echarse a realizar acroba­cias infantiles.

¡Cómo odiaba a ese tipo! ¡Cómo odiaba su constante regocijo, su manera aquella de mostrarse contento en el sitio menos indicado (a veces a once grados bajo cero o a cuarenta sobre cero), mientras que uno se las tenía que arreglar como podía! «¡Eh, Jacobo! ¡Mira esto!», y se ponía a torear sobre las chapas.

Un día que ejecutaba un lance de torero sobre un andamio —para el tonto deleite de los demás trabajadores—, me lo quedé mirando con un odio atroz; deseaba con todas mis fuerzas (en realidad, era una orden suprema) que se cayera, que se ven­ciera la puta chapa o que resbalase… Y así fue. El espectáculo duró apenas unos segundos; un lado de la chapa cedió y el Santiago quedó colgando de su correaje de seguridad. Aquello elevó una sarta de júbilo entre los presentes; el tonto del Santiago festejó su buena suerte, pendiendo en el andamio. Pero yo estaba seguro de que aquello no pararía ahí, pues maldije con todo mi ser la sonrisa de triunfo que se dibujó en su rostro. Mi odio y mis órdenes de que la correa cediera se habían tornado tan fuertes que el arnés se partió, soltando al Santiago, que cayó de más de veinte metros de altura.

Nadie pudo explicarse aquello. Solo yo, oculto en un rincón, era consciente de que, simplemente, había obedecido una orden mía.

El impacto resultó mortal. Entre los escombros y la grava sacaron su cuerpo incrustado en los hierros.

Job

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