Читать книгу Job - Juan Olivera Monteagudo - Страница 18

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Acabo de enterarme de que el Juan Francisco ha matado a su mujer. Al parecer, el muy estúpido llevaba tiempo sabiendo que lo corneaba y ayer sábado por fin ha decidido poner final a eso, dán­dole a ella de balazos.

¡Con razón paraba siempre embriagado! ¡Con razón andaba achispado, imbecilizado, como inten­tando remediar con el licor aquel ultraje! ¡Qué rabia siento por dentro! ¡Pensar que lo tuve un par de veces tan cerca como para poder entresacarle algo! ¡Solamente me hubiera bastado captar un pequeño quiebre tras su mirada, un leve cambio de expresión, una diminuta alteración en su voz para que se delatara! Hubiera sido muy placentero ex­traerle las minucias más sórdidas y los detalles más morbosos de aquella triple relación. ¿Habrá algo más deleitable que el detectar las desgracias del otro?

El Juan Francisco era un tío acobardado y sin carácter, un perdedor nato que ocultaba su com­plejo de inferioridad tras una careta de hombre moral.

Según cuentan, al principio, cuando vieron que su convivencia empezaba a flaquear, asistieron a una terapia grupal de problemas conyugales. Con el tiempo esta se convirtió en una improvisación teatral, un estúpido sketch de comedia familiar en que la víctima (si así se la podría llamar), que era su mujer, vivía aguardando el momento oportuno para huir con el otro. Desde entonces sus ataques de impotencia los ahogaba en licor. Al parecer, el Juan Francisco regresaba borracho a su casa para evadir el enfrentarse con el descontento de ella.

De nada sirvieron sus lloriqueos, disculpas y promesas de cambio; estas solo lograron apaciguar su brutalidad emocional hasta que se desató la tor­menta.

Así que ayer el Juan Francisco ha espabilado las orejas, ha salido de la anestesia que le causaban la embriaguez y los tontos consejos (esos que te obligan a vivir en una realidad ficticia, engañosa y sometido a la «moral» de los demás), ha tomado su rifle de doble cañón y acribillado a su mujer: «Le disparé porque la amaba —dicen que alegó a la Policía–. No me arrepiento».

Ahora surge la pregunta: ¿tuvo razón el Juan Francisco al cometer ese asesinato? Yo creo que sí; después de todo, la realidad no resulta tan ingenua como queremos que sea: el engaño es el engaño, la traición es la traición y no hay remedio legal para eso… Es más, le aplaudo, pues contaba con motivo suficiente (todo asesino esconde alguno) y estaba en juego su honorabilidad. Porque así como las mujeres adoran convertirse en madres para cuidar de sus hijos y ocuparse de las cuestiones de la casa, los hombres debemos ser egoístas y amorales para custodiar mejor nuestros intereses familiares.

Me alegra que la haya matado. Me repugna escu­char cómo lo compadecen los tontos de mis com­pañeros, divulgando una compasión que, aunque parezca auténtica, para mí es hipócrita, dañina y apesta.

Mientras las gentes llenan sus bocas con empa­lagosas condolencias, me causa placer imaginar al Juan Francisco comiendo solo frente al cadáver recién quemado de su mujer, como dicen que la encontraron, con la vista puesta en algún punto in­finito e irrecuperable. Las manchas de sangre esparcidas por el suelo, la cocina revuelta, los restos de la comida en los platos aún sin recoger y, por fin, su rabia apagada por dentro.

Hoy pasan la noticia por la tele. Espero im­paciente.

Job

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