Читать книгу Habanera para un condecito - Juanjo Álvarez Carro - Страница 10
Prólogo
ОглавлениеMi familia en general se suele sorprender de la memoria que conservo de ciertos hechos y datos de mi infancia en Argentina. Evidentemente, yo no creo que sea así. Lo que ocurre es que conservo imágenes muy vívidas de cosas que considero, como crío, me llamaban mucho la atención. Supongo que por ser capaz de contarlas con una cierta soltura creen que recuerdo más de lo debido.
Uno de los recuerdos que conservo —y atesoro— como el más poderoso es el de haber estado a hombros de alguien en la ruta 38 de Cruz del Eje —probablemente mi abuelo Florián—, mientras las increíblemente ruidosas cupecitas de algún Gran Premio paraban para el control de paso por la ciudad.
Supongo que me aterrorizaban, con el tremendo rugido de aquellos motores V8 sin silenciador —yo no podía tener entonces más de dos o tres años—. Pero aquellas fieras, sucias y abolladas, no mordían. Yo veía cómo los mayores se arremolinaban a su alrededor y las trataban como a dioses. Mientras, yo seguía a hombros, a salvo. De algún modo, creo que con eso se aseguraron mi fidelidad más rotunda. Si no me comían, quería decir entonces que me debían emocionar. Como la música. Profundamente.
Años después, dos accidentes de tráfico con mi familia, uno de ellos bastante grave, acabaron por vacunarme contra el miedo a los coches. Así que conservo el recuerdo de mucha gente de mi ciudad asociado al coche que llevaban. Y, por lo que a mí respecta, aprendí a conducir en un dos caballos a los nueve años. Imagínense, mi hermano César, con once, era mi profesor. Es natural que esa cabra fea y orejona, el Citröen 2CV, sea para mí como un perro fiel al que se recuerda y quiere para toda la vida. Tiernamente.
Como adolescente aficionado, colaboré en la Organización de rallyes y eventos en Escudería Carballiño y Escudería Ourense muchos años. Algo mayor, fui tesorero de la Federación Galega y —cómo no— corrí en rallies en Andalucía, celebrando mis treinta años. Cubría para Onda Cero el perdido —que no enterrado— Rallye de la Comarca de Antequera, en tres de sus ediciones.
Asimismo, fue un lujo que me invitaran a estar en el podio cuando el Dakar pasó por Antequera, entrevistando a mis idolatrados Serviá, Kankkunnen, Vatanen o Schlesser.
Hasta el dibujo que ven en la portada es mío y cuelga de la pared de mi casa desde hace veinte años. En fin. Se trata, como ven, de una pasión que nunca perdí y ojalá nunca pierda.
Solamente me faltaba abordar el tema como cuentacuentos.
Quisiera que éste fuera mi homenaje rendido al automovilismo, a cuyo altar asistieron parroquianos destacados como Juan Manuel Fangio. O escritores como Roberto Baricco, que ya lo han hecho con más éxito que este profe de inglés.
No voy a hacerles perder más tiempo, contándoles cosas de Fangio u otros pilotos. Pero sí encontrarán algún párrafo que otro donde intento volcar mi devoción hacia él y hacia su aportación al dominio de nuestros caballos del siglo veinte.
Pero también Fangio como persona. Aunque él nunca lo quiso —era de una modestia absoluta— el rey Fangio tuvo por supuesto sus caballeros de la redonda. Y todos ellos se encaminaron en busca de algún grial raro, aún sin encontrar ni forma definida. Hablo en serio. Eran carreras de diez mil kilómetros en los años cuarenta del siglo pasado. El Dakar actual —en Argentina, por cierto— no llega a los nueve mil, setenta años después.
Así que permítanme, por favor, que termine solamente con un deseo.
Por debajo de los cincuenta, nadie recuerda ya cuando DiStéfano
pedía perdón a los porteros tras marcar gol. O cuando Fangio y otros cedían sus propios coches a quien lo necesitara para terminar una carrera o un campeonato, en detriemento de sí mismos, sólo porque era de caballeros hacerlo. O cuando, en plena carrera, se prestaban ayuda sin mirar a quién. Los Gálvez, Juan y Oscar, competían entre ellos como pilotos, pero eran ante todo hermanos. Y en ello llevaban el triunfo. En la superación de las dificultades.
La victoria final, si la había, era un añadido.
España, por ejemplo, ganó sus primeros títulos mundiales en varios deportes de equipo mucho tiempo después que los conseguidos de forma individual.
Hemos tardado mucho en aprender lo esencial. No nos podemos permitir olvidarlo.
Y, por último, les juro que si supiera tocar el piano como él, en lugar de escribirles el tostón, les tocaría la “Habanera” de Chucho Valdés. O cualquier tango de Pichuco Troilo, cualquiera, o “El barco de agua” de Juan Perro.
Y, con ello, sería la persona más feliz del mundo.
Juanjo Álvarez Carro