Читать книгу Habanera para un condecito - Juanjo Álvarez Carro - Страница 12
Martes, 5 de agosto de 1947
ОглавлениеComisaría de Policía de Cruz del Eje
(Córdoba-Rep. Argentina)
—Dígame que los muertos del mes pasado en el dique no tienen nada que ver con usted, don Florián.
Ni hola qué tal, ni tome asiento, ni cómo se encuentra, don Florián.
Se hizo el silencio en la oficina del comisario López. Se le ensombreció el rostro al viejo Florián Carro.
El comisario mira al viejo, más decrépito de lo que lo recordaba, más cansado, trenzando los dedos sarmentosos con un comienzo para su discurso. Los pone sobre su regazo, como el abuelo que espera paciente la pregunta más insólita de un nieto curioso.
Silencio y mirada fija.
Y así es como el joven comisario se apresta a escuchar lo que aquel viejo que tiene delante le va a contar.
—Mire, comisario. Mucho tiempo después de que Gorgonio huyera, quizá cinco o seis años, yo terminé mi mandato como jefe político. Y como ya le he contado antes, comisario, ese era un cargo para hombres de paja, o para paniaguados o para los hampones de turno de la zona, al servicio de los gobernadores…
—Don Florián, yo ya sé quién es usted. —Interrumpió con sonrisa complacida.
—No, no me pregunte usted si yo era lo uno o lo otro porque yo mismo no lo sé, todavía.
El comisario echó una mirada larga al viejo Florián Carro, traje gris marengo, de espiga, y cinturón en el ecuador de la prominente barriga de abuelo. La corbata tenía el escudo del Automóvil Club Argentino reproducido sobre el tejido como estrellitas. Y los zapatos de cuero marrón claro, resplandecientes. Allí, sentado sobre el sillón que había ocupado innumerables veces en el pasado, como cuando venía a ver al comisario López, el viejo, padre del actual.
—Usted nunca fue un títere de nadie, don Florián.
—Sí, amigo mío, pero el cargo político me enseñó muchas cosas —y no está de más recordarlo—. Si le tuviera que contar algo, habría que empezar por la historia de cómo vino y por qué vino Gorgonio Colinas allá por el año 1917.
—Disculpe, don Florián. Le ruego que entienda que estamos averiguando todavía las muertes del otro día en el dique y que no ando con mucho tiempo para narraciones…
—Lo primero que aprendí, comisario —tensó el gesto esta vez— sobre la condición del hombre es que se trata de un mamífero cabrón. ¿Le suena eso de que los valientes no hallan acomodo en la vida sin guerra? ¿O eso de que los simples viven más que los sesudos? ¿Que el valor y el arrojo están reñidos con la templanza y la reflexión?
El comisario cerró los ojos y clavó los pulgares en ellos, con el ceño fruncido. Hacía un acopio de paciencia inusitado.
—Ya. Mi padre me lo decía constantemente; se lo he escuchado a usted miles de veces —admitió el comisario, dispuesto siempre a mostrar consideración por el que podría ser incluso su abuelo.
—Pero todavía queda lo más importante, ¿sabe? Lo más decepcionante que traje conmigo del ejercicio político. Uno se pasa tantos años expuesto al escrutinio público; luchando a diario contra el Poder con mayúsculas… ¿Y qué hay de premio? Nunca, amigo comisario, nunca tendrá la seguridad de hallar a su lado ni a la justicia ni al amor, al final del día. La vida se los dará o se los quitará, con la misma veleidad de una aya vieja y desmemoriada, que castiga al inocente y premia al culpable, sin más miramientos.
—Pero, a ver, don Florián, no se me disperse. Usted sabe que le tengo tanto respeto y aprecio, así que no sé ya cómo pedirle encarecidamente que no nos haga perder el tiempo. Dígame: ¿por qué se va usted a Chile el mes pasado?
—El Automóvil Club Argentino me llamó para pedir que me uniera a un grupo de comisionados e ir montando la intendencia del Gran Premio del Norte.
—¿El Gran Premio de carretera? ¿De autos?
—Sí, la carrera que arrancará en Buenos Aires el próximo Noviembre. Desde allí, pasando por San Luis y Mendoza, cruzaría Los Andes por el paso de Uspallata hasta Santiago de Chile. Luego hacia el norte hasta Copiapó y otra vez a Argentina, pasando por Tucumán hasta el Chaco. Desde la ciudad de Resistencia, —fíjese, ¡qué adecuado!— de vuelta a Buenos Aires. Un desafío de más de cinco mil kilómetros.
—Pero, a ver, don Florián. ¿Usted con esta edad, se me fue a hacer mil leguas? —como regañando al abuelo que se ha subido al cerezo.
—Sin ofender, comisario. Uno tiene un pasado y un honor. Y ya ve que estoy de vuelta.
—No quiero ofender. Le pregunto qué pinta usted todavía haciendo servicios al Automóvil Club…
—Ah, bueno. Usted sabe que la policía tiene que hacer de comisarios deportivos para sellar el paso de los pilotos y, de tanto hacerlo, me he hecho aficionado al gran premio. Yo mismo de joven tuve mis pequeños arranques…
—Pero, si hace mucho que usted no es jefe político y…
—Por supuesto, hace ya muchos años, pero, como le digo, me he aficionado profundamente a las carreras y creo en ellas como una forma de unir a nuestro país, comisario. Fíjese que si pudiéramos…
—Por favor, don Florián, ahórreme el discurso. Ya se lo he oído a usted y a mi padre. Miles de sobremesas y partidas de truco.
—Entonces no tengo que explicarle, amigo mío, nada más de lo que nos ocupa —contestaba tramposamente risueño y ufano.
El policía entrevió la misma cara que había visto miles de veces en él, durante las interminables partidas de truco con su padre, casi desde que tenía uso de razón. Una sonrisa bonachona, de ojos pícaros verdes detrás de las gafas de concha nacaradas. La misma cara con que le había felicitado sus cumpleaños, festejado sus regalos de reyes o la caída del primer diente.
—¿De verdad que no tiene usted nada que contarme, don Florián?
—¿Qué voy a tener que contarle, comisario? Nada que le sea útil…
El comisario Miguel López apoyó la espalda y los brazos en su sillón, mientras suspiraba. Abrió el cajón derecho del escritorio y le pasó dos fotografías.
—Mire estas fotos, don Florián. La cena que se ve en la primera, ¿dónde es? Se le ve a usted allí junto a Krohn y Walda.
—En la casa de ellos, a orillas del dique —le da la vuelta a la foto. Mil novecientos cuarenta, escribió alguien. El viejo reconoce con claridad la caligrafía.
—Mire la otra foto. ¿Quiénes son esas personas que están con usted ahí?
—Walda y su marido Krohn, comisario.
—Ya. Pero yo me refiero a los que están más atrás, con usted al fondo.
—El más alto es Gorgonio Colinas. Creo que le suena ese nombre, comisario —se ríe con todos sus dientes el viejo Florián.
—Sabe de sobra que el que me interesa es el más joven, don Florián. A decir del señor Krohn, el culpable.
El comisario le sostuvo la mirada durante otros diez segundos, buscando complicidad. O compasión. O lo que fuera que aquel hombre, casi su padre adoptivo, se dignara concederle.
Luego de un suspiro eterno, en el que se desinflaron todas las cuestiones policiales, todas las obligaciones del cargo, en la mirada del comisario apareció por fin el niño. Se limitó a mirar al veterano jefe político y a mostrar las manos, ofreciéndolas como una tranquera abierta de par en par, disponiéndose a escuchar.
—Vamos a ver, don Florián. Yo le hago una pregunta fácil. La policía federal me dice que pasan ustedes la frontera con Chile, en Puente del Inca. Y en el control policial son ustedes cinco personas. Todos argentinos menos un joven español, creo que aristócrata, según dice el señor Krohn. Y en el control de Portillo, ya del lado chileno, van ustedes solamente cuatro personas, todos comisionados del Automóvil Club. Hasta ahí, todo cierto. ¿El que iba con ustedes, y ahora falta, es el de la foto?
—Era un amigo que nos pidió le lleváramos hasta Santiago, aprovechando nuestro viaje.
—Ya. ¿Y?
—Que desapareció en una de nuestras paradas. Sencillamente. No supimos más de él. Paramos en una estación de servicio cerca de Portillo. Repostamos nafta, nos sentamos un rato en el restaurante al lado a tomar un bocado y no lo vimos más. Eso es todo.
—¿No pensaron en denunciar la desaparición?
—No se nos pasó por el magín. Desapareció de la misma forma que apareció.
—Acaba de decir usted que era un amigo que les pidió un favor, don Florián.
—Desapareció en un momento en que estábamos todos en el baño. Se llevó consigo todo lo que traía. Lo suyo y nada más. ¿Qué íbamos a denunciar, comisario?
—Dígame, don Florián. ¿Es el de la foto?
El viejo Carro guarda silencio. El comisario vuelve al ataque.
—Resulta que en Chile lo detienen por indocumentado y lo mandan derecho a Buenos Aires. Pero nadie sabe cómo, el muchacho se ha evaporado otra vez misteriosamente, sin rastro alguno. De verdad que me cuesta mucho aceptar que usted no sepa nada de esto…
—Comisario López, estoy dispuesto a explicarle lo que me pregunte. Por respeto a su cargo. Pero también por respeto a la memoria de su padre. Lo único que le pido es que me tenga la paciencia que hubiera tenido él al escuchar.
—No sé si debo hacerlo, don Florián. Esto es de locos.
—Vivimos, vivimos en un país de locos, comisario. El mismo país parece todavía una locura inviable. Pero es el único que tenemos.
El viejo Florián Carro tomó su vaso y dio un sorbo al escocés que su rendido comisario le había escanciado de una petaca. El comisario mete la mano en un sobre grande.
—Gorgonio llevaba encima esto.—El comisario le mostraba tres pasaportes de tres países distintos. —George, Jürgen y, por supuesto, Gorgonio.
—Usted sabe que Gorgonio trabajaba como agregado militar de su embajada, comisario. Es natural…
—Don Florián, son un pasaporte español, otro alemán y otro inglés.
—Déjeme contarle, comisario. Pero también me va tener que permitir que le cuente solamente el quién, el cómo, el cuándo y el dónde. Pero me temo que voy dejar para usted el por qué. Yo no me he atrevido jamás a juzgar a la personas.
—Veo que me está pronunciando el llamadme Ismael. Y además a su ritmo, don Florián.
—Es que usted quiere hechos, comisario, y la vida de las personas son también sentimientos y pensamientos, como los de Ismael en Moby Dick. Y es de justicia que los tengamos en cuenta también. Es lo que he sacado en limpio del cargo político. Y esta historia resume el empeño con que este tipo, Colinas, torcía las cosas que la vida le ponía delante.
—¡Por Dios! —suspira resignado, lanzando los ojos al techo el comisario.
—¿Sabe, comisario? Gorgonio era un tipo luchador, sabedor de que cortar camino era lícito si beneficiaba a más que a los que perjudicaba. Como usted quiere hacer ahora.
—Lo sé. Se lo he oído a usted alguna vez.
—Pero había algo que él no sabía —intuyo que jamás logró comprenderlo— y es que algunos caminos en la vida están para ser recorridos tal como vienen, sin cortar, trazando las incómodas curvas, bajando o subiendo las cuestas al paso que éstas impongan, al fin y al cabo, sin sortear los obstáculos sino afrontándolos sin remedio.
—Así que no me va a dar tregua. Pero no se me vaya por los cerros, don Florián, que le escucho…
—Mire, comisario. Colinas vino aquí hace treinta años, para buscar a un tipo y se quedó. Se quedó a ayudar a los ferroviarios, comisario. Después, con el carajal en los años treinta, los muertos y los torturados… otra vez a echar una mano. Y ahora, el país es un cortijo grande gobernado por Perón. Sobre todo, por su esposa Eva. Y Gorgonio sigue ahí, comisario, como agregado naval de la Embajada de España en Buenos Aires, empeñado en esquivar, torcer, enderezar los desastres de la guerra de su país.
—Colinas es coronel, tengo entendido...
—Sí.
—En la Marina no hay coroneles, don Florián.
—De la Infantería de Marina, comisario. Un tipo más predispuesto al desembarco peligroso, que a la navegación. Más hecho a la guerra secreta que al combate abierto. Y a la exploración y a la encubierta más que a la primera línea.
Piensa la siguiente jugada el comisario. Y decide mover la reina. Abre el cajón del que sacó las fotos y mete la mano.
—Hace unos días, cuando los del Gran Premio de Lima pasan por Cruz del Eje de vuelta a Buenos Aires, Fangio preguntó por mí en el control de paso. Y me pide personalmente que haga entrega de este paquetito a don Florián Carro.
El comisario posa un estuche pequeño de cuero como para un anillo, sobre la mesa. Cerrado con lacre.
El viejo tensa el rictus esta vez. Y mira casi sin pestañear al comisario. El viejo toma el paquete y lo abre. Muestra al comisario el contenido.
—¿Qué es eso, don Florián?
—Es un rollito que contiene una película.
—¡Por Dios! ¡Ya lo sé! ¡Ya lo veo!
—Si es lo que imagino, se trata de fotos de una lista.
—¿Una lista de qué?
—Escuche, comisario. Antes de decírselo, tengo que preguntarle algo. ¿Su padre le mencionó alguna vez quién era Colinas?
—Poco. Y lo que le escuché a usted alguna vez.
—Yo conocí al coronel Colinas en el año diecisiete. Y su padre también. Aún volvimos a ver a Gorgonio varias veces después de ese año, a lo largo de estos treinta años. Lo vimos crecer, adelantar pasos en la vida, así como ir ganando canas y grados en su uniforme militar, pero le aseguro que jamás lo vi feliz.
Por lo mismo —sigue el viejo a su ritmo—, Gorgonio había pasado la vida añorando encontrar a Walda de frente, en batalla abierta y, al hallarla, no comprendía que no quedaba sino batirse, con o sin reglas. No comprendía que estar con ella implicaba una rendición, pues ésta jamás era posible en su léxico diario y castrense. Una tragedia. El pobre tenía el corazón analfabeto.
—Supongo que se refiere a Walda Schumboldt, don Florián.
—La misma, comisario. Alguna vez intenté explicar esto a Gorgonio usando como ejemplo al coronel Lezama, ya con su nueva identidad viviendo junto a Luisa en este rincón al norte de Córdoba.
—¿Quién es el coronel Lezama, don Florián?
—Me refiero a... —se para el viejo sin saber si está hablando de más— a Plácido Zalema. Colinas refutaba con toda vehemencia que Lezama ahora ya no era coronel, sino que era el ciudadano argentino Plácido Zalema, quien había dejado atrás esa condición voluntariamente, como quien se desprende de una pesada carga en una persecución. Después él miraba hacia otro lado y cambiaba de tema.
—¿Me está contando que nuestro don Plácido Zalema tampoco era quien decía ser?
—Claro que no, comisario, pero esa es otra historia. Y es la que trajo aquí a Gorgonio en el año diecisiete, por primera vez.
Toma nota el comisario del dato, eficiente y práctico, pero con la cara sorprendida.
—Pero convendrá conmigo el viejo jefe político, que como policía debo preguntar…
—Como quiero que conmigo hagan lo mismo, comisario, yo sólo quiero que me atienda. Y yo le cuento. Algo me dice que cuando escuche lo ocurrido en estos últimos treinta días, le será más que suficiente para entender los últimos treinta años.