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Martes, 5 de agosto de 1947

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Comisaría de Policía de Cruz del Eje

(Córdoba-Rep. Argentina)

—Dígame, don Florián. ¿Quién era este Colinas?

—Era la demostración de que la buena semilla no crece en terrenos malos, amigo comisario.

La definición desconcierta al comisario. Quiere una respuesta más simple. Más folletinesca... De buenos y malos en camisa y sombrero.

... Desde la escuela de la Marina de San Fernando, habían pasado cuarenta y cinco años de servicios; de silencios abnegados; de obediencia debida y conductos reglamentarios que se le habían recompensado con malas noches insomnes. Traiciones por deber patrio, maniobras ocultas a uno solo de los lados —a veces a los dos— cuyos resultados le prohibían conocer incluso a él, que había sido el propio conductor, organizador y protagonista; acciones todas ellas de cumplimiento debido. Unas veces, alta cocina. Otras, las más, baja estofa. En algún momento de su larga carrera, el viento había llegado a ser tan fuerte que había roto, irremediablemente, cabos importantes y la navegación se le había vuelto más compleja. Algo que nunca tiene en cuenta ni importa a quien te manda a una singladura en solitario. Pero aún así, había que llegar a puerto, y a ser posible con el botín a salvo, por supuesto.

Después de lo de Cruz del Eje, con los treinta casi cumplidos entonces, habiendo descubierto una parte de su propia historia, de la de su familia, mucho más de lo que sabía y mucho menos de lo que deseaba. Entonces fue cuando se declaró a sí mismo como oficialmente caído del guindo. Gorgonio se consolaba midiendo cada vez su capacidad de absorción de nuevas verdades. Había aceptado entrar en el servicio de inteligencia para no dejar ganar a los malos, a los hipócritas, a los mentirosos y tenderles trampas. Y cuando descubrió que para hacerlo debía mentir como ellos, que había que ser tan hipócrita como ellos, se consoló con no tener nariz de madera. Al menos, no se le notaría cuando entrara en servicio. Y se vio en la obligación de decidir.

Lo hizo. Decidió que trabajaría para sí mismo, complaciendo a su propia conciencia. Esa misma vocecilla que, a veces, le espantaba el sueño. Esa misma conciencia de la que trataba de huir —¿o era el corazón?— cuando recordaba a Walda Schumboldt. Esa conciencia que le impedía otorgarse una tregua a sí mismo. Había dejado de arrastrar ese saco lleno de su propia derrota, lleno de las muertes que no había podido evitar, por Dios y por la Patria, —uno y otra, por cierto, se habían quedado a ver el desfile de la Victoria en España—.

Era la misma conciencia que le ordenaba entrar a saco en los despachos del ministerio para sacar de sus madrigueras al cinismo, a la envidia y a la incompetencia. Esa misma conciencia a la que había podido mirar a los ojos en su día, en el frente del Ebro.

Y ahora, allí acodado sobre el tronco de un jacarandá frente a la casa de Eva Perón, estaba de cháchara con el pasado, su pasado, que le estaba explotando en las narices como un pavo de navidad tan estofado que las costuras comienzan a ceder.

Estaba empezando a estar harto de Buenos Aires y las dos últimas pasas del relleno habían sido aquellos dos encuentros del día: el capitán Skorzeny, a quien no había visto nunca personalmente y su amigo, su camarada de guerra Joyce Darryl.

Cuando Gorgonio se hallaba, minutos antes, mirando hacia arriba a los ojos del alto Skorzeny, reconocía —no le quedaba más remedio— que haber aterrizado con varios planeadores sobre un terreno tan pequeño como el Gran Sasso—comparable a aterrizar sobre la brasa de un puro puesto de pie— y salir después de allí con el Duce en la cabina de la cigüeña, dejándose caer al precipicio hasta que aquel avión de papel —literalmente— tuviera la velocidad suficiente para volar, tenía mandanga. Había sido un rescate glorioso; militarmente preciso, humanamente arriesgado; adrenalina de altísimo octanaje. Así que tras haber conocido al hombre que lo había planeado y llevado a cabo, y que ahora operaba para Perón, pagando el favor de acogerlo en Argentina, se veía a sí mismo. El derrotado Skorzeny, peinado hacia atrás a la perfección, sin libertad para su pelo hirsuto, domeñado con la gomina arrasadora, perfecto traje gris de cuadro escocés, zapatos brillantes. Derrotado nazi, elegante y perfumado triunfador en Buenos Aires. Y, al otro lado del mismo espejo, Darryl. Funcionario de los Estados Unidos, abanderado de los aliados, con su arrugado traje barato, bajo la sombra del fieltro ajado, y una camisa desobediente fuera del pantalón, con rastros de ceniza de Lucky Strike; el vivo retrato de los ganadores en portada de la revista LIFE. El mismo Darryl, el americano de las Brigadas Internacionales, quien, pañuelo a cuadros al cuello, hacha de leñador a la espalda la última vez que lo había visto, iba repartiendo tiros y mandobles en el río mientras se retiraban con compañeros al hombro.

Darryl y Skorzeny, yanqui y nazi. El santo borracho los había juntado para celebrar misa en la cabeza de Gorgonio. Jekyll y Hyde, sin medicamentos por medio salvo la propia conciencia, se estaban mirando uno a otro, frente a frente, y en ambos, los mismos ojos: el rostro del coronel español.

Habanera para un condecito

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